Marca de pertenencia
El segundo volumen que Marcelo Pacheco le dedica al coleccionismo en Buenos Aires señala las transformaciones que trajo consigo el cosmopolitismo moderno desde la década de 1920
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El segundo libro del autor sobre el tema, obra de referencia de primer orden por su documentación exhaustiva y su interpretación histórica y social, es la continuación de su obra anterior ( Coleccionismo artístico en Buenos Aires del Virreinato al Centenario ). En este caso se ocupa del período entre guerras. Son los años en que la modernidad llega al Río de la Plata y los coleccionistas enfocan su actividad con un criterio más profesional. Sus compras están guiadas por un hilo conductor, artístico, político y económico al mismo tiempo. Ser coleccionista era una marca de pertenencia y la línea de una colección buscaba reforzar el orden establecido o lo transgredía.
Pacheco toma 1924 como punto de partida porque, entre otros hechos destacados, ese año se produjo la ruptura entre Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear. Al mismo tiempo, la Sociedad Rural Argentina y la Unión Industrial Argentina protagonizaron su primer conflicto por el control del precio de la carne. Mientras tanto en la calle Florida, se inauguraba la Asociación Amigos del Arte (AAA), dirigida por mujeres de la clase alta cuya alma máter era Elena Sansinena de Elizalde. AAA estaba abierta a todos los géneros, estéticas y posiciones ideológicas. Allí hubo exposiciones conservadoras y de vanguardia, conferencistas de izquierda y de derecha, música clásica, folclore, jazz, tango, cine y actividad editorial. En 1942, las actividades de AAA cesaron en coincidencia con el fracaso del proyecto político iniciado con la revolución de 1930.
Hay un hecho que Pacheco señala: las colecciones del grupo dominante no tuvieron rasgos diferenciales hasta que ese grupo no se vio desafiado en su poder económico y político. Y eso ocurrió en forma creciente a partir de 1924. El arte moderno servía desde un punto de vista simbólico para ofrecer una imagen progresista de la clase tradicional que, en lo político y lo económico, buscaba mantener el viejo orden.
Entre otras características que el autor atribuye al coleccionismo porteño está el gusto por lo menor, particularmente en pintura. El origen de esa actitud no era la limitación de las fortunas. En verdad, se asignaban pocos recursos para compras porque la cultura respondía a un interés y una comprensión superficiales. Jorge Larco, citado por Pacheco, decía en la revista Lyra , en 1965:
En la época de las vacas gordas el refinamiento de nuestra sociedad merece ser señalado. Después, cuando puede hacerse más, escasea la gente refinada y rica, el positivismo se ha adueñado de las almas y a los descendientes de los grandes de antaño les interesan más los dólares que la cultura del país. Los señores de antaño, aun cuando compraban equivocadamente, lo hacían por amor al arte, y después dejaban el fruto de sus desvelos a los museos del país; hoy esa práctica noble y altruista se ha perdido, salvo raras y dignas excepciones, como las de los Girondo, los González Garaño y pocos más que han querido restituir al pueblo una parte del privilegio de haber sido ricos.
Pacheco clasifica las colecciones según dos ejes: las había nacionales y cosmopolitas; a su vez, cada una de esas dos clases se subdividía en tradicionales y en modernas, lo que da cuatro modelos posibles. Las nacionales de tipo tradicional tenían como tema preferido los motivos rurales con obras, por ejemplo, de Cesáreo Bernaldo de Quirós, Carlos Ripamonte y Carlos de la Torre, y piezas criollas. Quienes se inclinaban por lo moderno nacional preferían a los miembros de la Escuela de París argentina, algunas obras fauvistas y cubistas, pero casi no incluían en sus adquisiciones la no figuración de Juan del Prete, el surrealismo de Antonio Berni o las visiones esotéricas de Xul Solar.
Fue entre 1924 y 1942 cuando el cosmopolitismo moderno, en sintonía con lo que pasaba en Europa y en los Estados Unidos, alcanzó su mayor desarrollo en las colecciones de la clase alta. La generación anterior había comprado old masters , pintura española y pintura francesa de los Salones donde se otorgaban premios oficiales. En cambio, los coleccionistas posteriores prefirieron la pintura francesa no oficial. La escuela de Barbizon (Corot, Díaz de la Peña, Daubigny) les permitía una transición suave a los impresionistas; de éstos, Pissarro y Sisley eran los más aceptados. Renoir era considerado un toque audaz; Monet aparecía en pocas casas; en cambio abundaban los Degas y los Toulouse-Lautrec. También se veían posimpresionistas como Bonnard y Vuillard.
Tomemos, a modo de ejemplo, a un célebre coleccionista, Antonio Santamarina. Tuvo una primera colección donde se veían sobre todo los españoles y los franceses "oficiales"; después se liberó de lo convencional y empezó a comprar Vuillard, Sisley, papeles de Cézanne, Gauguin, Toulouse-Lautrec y firmas más raras como Ensor y Rops, que eran casi gustos "perversos"; por si fuera poco tenía Les morphinomanes , de Picasso, una elección que infringía los límites estéticos y morales de lo que "debía hacerse".
La descripción que Pacheco hace de los coleccionistas porteños renovadores y de la importancia que se daba al arte coincide con el lugar secundario que la sociedad argentina en general (no sólo la clase alta) le daba y le sigue dando a la cultura. "Ni los consumos fueron tan destacados ni la generosidad con las entidades oficiales fue tan decidida". Todo eso hizo que la batalla librada a favor de las nuevas estéticas tuviera escasos resultados positivos. Es inevitable pensar en lo que debería ser la culminación de este trabajo insoslayable de Pacheco: un tercer volumen sobre el mismo tema que llegue hasta la década de 1990. Ojalá lo escriba.
- Coleccionismo de arte en Buenos Aires. 1924-1942 Marcelo E. Pacheco El Ateneo, 376 páginas $ 100