Olafur Eliasson: “Esperemos estar a tiempo de hacer un mundo habitable para todas las especies”
Recreó un amanecer en Londres, instaló una cascada en medio de Brooklyn y encendió un sol radiante en el cielo de La Boca en Buenos Aires: entrevista exclusiva con el creador danés, uno de los mayores referentes del arte contemporáneo del siglo XXI
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Un sol acaso demasiado radiante, fuego puro, se suspende sobre el techo de la librería de la Fundación Proa en La Boca. Hasta hace unos días, al artificio se accedía a través de un código QR que permitía observar Solar friend, pieza de realidad aumentada diseñada por el artista danés Olafur Eliasson (1967) en su estudio de Berlín, donde reside. Fue la primera vez que se vio en Buenos Aires una obra suya, aunque esta experiencia de arte instagrameable sea poco comparable a las ambiciosas instalaciones con las que se impuso como uno de los mayores referentes del arte contemporáneo en el siglo XXI.
Para tomarle el peso a Eliasson, de familia islandesa, alcanza con decir que recreó una puesta de sol en la Tate Modern de Londres (The Weather Project, 2003); escenificó una cascada en el puente de Brooklyn (The New York City Waterfalls, 2008) y unificó los jardines de la Fundación Beyeler con el edificio diseñado por Renzo Piano, creando un ambiente en el que el significado artístico y el natural quedaron fundidos en una muestra que se podía ver veinticuatro horas al día. Esa exposición inaugurada en 2021 se llamó Life y marcó un antes y después en la producción de Eliasson, quien pareciera estar poniendo sobre un mismo plano el límite del arte tal como lo conocimos con la finitud certera del planeta. Militante ecologista reconocido como tal en la última cumbre de Glasgow, el artista responde por primera vez las preguntas de un medio argentino desde su estudio, con dimensiones y dinámicas de una verdadera factoría creativa.
-Organizó un evento para recaudar fondos en auxilio de Ucrania en la Nueva Galería Nacional de Berlín. ¿Tuvo alguna relación con sus ideas sobre repensar las instituciones?
-El evento en la Neue Nationalgalerie, Our Space to Help (Nuestro Espacio para Ayudar) surgió como una colaboración entre Klaus Bisienbach, un viejo amigo que asumió como director de la Neue hace muy poco, la artista Anne Imhof y yo. Klaus y yo tuvimos muchas conversaciones durante los primeros días de la invasión rusa y sentimos que se hacía necesario usar el espacio cultural e institucional que el museo detenta para hacer algo concreto. En un sentido fue una decisión muy pragmática. Entonces no fue tanto repensar la institución sino mostrar que el museo también podía servir para esto y que una acción de este tipo podía ser cultural también.
-¿Cuánta gente participó y cuánto se pudo recaudar? Our Space to Help también recibía voces de apoyo y música. ¿Utilizaría este archivo para una próxima obra?
-Aunque creo con firmeza en la capacidad que tiene el arte para llegar a la gente, movilizarla y crear conciencia, la situación actual demanda acción directa y cubrir necesidades básicas para la vida. Tuvimos siete mil visitantes y juntamos cerca de 250 mil euros para la asociación de caridad (alemana) Be an Angel e.V. para asistir a los refugiados ucranianos en Berlín y llevar insumos a Kiev y Odessa.
-Qué piensa de los artistas rusos que fueron cancelados. ¿Cómo podría ayudar a la paz esconder cuadros de Malevich y Kandinsky o silenciar a Tchaikovsky?
-En general creo mucho más en el diálogo y no en respuestas drásticas en forma de prohibiciones y boicots que profundizan la división y polarización. Como apunta con esos ejemplos, no hay ninguna razón para prohibir expresiones del arte y la cultura rusa de otro tiempo. Agitar ese tipo de acciones forma parte de la agenda de las redes sociales y también los medios convencionales. En un nivel más amplio sí creo que hay que dar el debate acerca de los valores que los artistas históricos comunican y no digo esto solo en el contexto ruso sino en cómo nos paramos frente a los monumentos públicos y el patrimonio. Como escribió (la ensayista estadounidense) Saidiya Hartman: “Cada generación enfrenta el desafío de cómo elegir su pasado… El pasado depende no tanto de que pasó entonces sino de los deseos e insatisfacciones del presente”. Al mismo tiempo, entiendo el llamado a dar de baja contratos con aquellas figuras que aprueban en público esta guerra y las políticas de Putin en general. También siento mucha compasión por aquellos artistas que están contra las políticas de Putin, pero no pueden exiliarse ni hablar en público por miedo a las represalias en un contexto de opresión.
-En el Proyecto Life, en la Fundación Beyeler de Basilea, usted llevó la idea de sitio específico a otro nivel haciendo que no hubiera distinción entre el lugar de exposición y los jardines. ¿Es la naturaleza el futuro del arte?
-Cuando empecé a ser artista tenía una idea muy convencional sobre la separación entre cultura y naturaleza; mi generación tomó por dado que lo que conocíamos como naturaleza sería permanente. Pero ese concepto ya estaba errado entonces. La actividad humana llevaba mucho tiempo modificando y hasta dándole forma a lo que creemos que es natural. El espacio que hoy ocupamos es lo que [la historiadora estadounidense] Donna Haraway ha llamado naturaculturas, que comprenden entornos multiespecies. Así sucede en Life, donde trabajé para crear un espacio de coexistencia para todos aquellos involucrados y afectados por la exhibición. Esto significa, no solo la institución artística, mi obra y los visitantes sino también los árboles, las plantas en el parque, el paisaje urbano que rodea al museo. Para conseguirlo, además de quitar la fachada que separa el jardín de los espacios de exhibición y de extender el estanque dentro del edificio cambié el horario de visita para que la muestra se pudiera ver a cualquier hora. Si exploramos el mundo que compartimos colectivamente estamos a tiempo, espero, de hacerlo habitable para todas las especies.
-En otra de sus instalaciones presentó una puesta de sol artificial en la Tate Modern de Londres. De nuevo, pareciera mostrar que el espacio de arte del futuro será aquel que pueda mostrarles a los humanos cómo destruyeron su propio entorno. Algo que suena tan melancólico como distópico. ¿Era esa su intención?
-No. Soy una persona bastante optimista y mi arte está motivado por la convicción que, a través del diálogo y la colaboración, podemos coproducir nuestra realidad. Lo que era fascinante de observar en esa muestra fue cómo la audiencia convirtió la instalación en algo vivo: la gente iba a pasar tiempo en ese lugar; interactuando con los otros; realizando performances espontáneas. El público se apropió de esa obra haciéndola más grande de lo que yo hubiera podido hacer como artista. Es ese espíritu productivo que se da en la cultura lo que me da fe para el futuro.
-En estas obras icónicas hay una paradoja interesante y es que ninguna podría haberse hecho sin una tecnología de punta cuyos materiales forman parte de la explotación de la naturaleza. ¿Cómo se lleva esto con su ética?
-Algunos de mis trabajos usan una tecnología muy simple para conseguir el efecto deseado. Algo importante para mí es que los mecanismos se hagan visibles para la audiencia, nunca se trata de una mistificación o un espectáculo como los que se hacen en Hollywood, por ejemplo. Estoy cada vez más interesado en explorar las posibilidades de la tecnología para ampliar los límites de lo que es el arte y llegar a personas que de otro modo no se involucrarían. En cuanto a la explotación de la naturaleza, la paradoja se nos presenta a todos. Cada cosa que hacemos deja una huella. En los últimos cuatro años mi estudio y yo nos hemos comprometido en seguir muy de cerca la forma de seguir haciendo el arte que hacemos de la forma más sustentable posible. Pero es un proceso largo.
-Hemos visto su arte por primera vez en Buenos Aires a través de smartphones con obras de realidad aumentada. ¿No cree que eso es entretenimiento para las redes sociales y que sus ideas se pierden en la dinámica de los posteos incesantes?
-En los últimos años aprendí a apreciar las interfaces entre la experiencia corporal del arte y el alcance ampliado a través de las redes sociales y la tecnología como un posible espacio de arte. Encuentro inspirador involucrarme en estos medios como artista a partir de que hay del otro lado toda una audiencia que va a usar sus celulares para acercarse a la obra y es un modo válido desde lo sensitivo de encontrarse con el arte. Por otra parte encuentro materiales muy inspiradores entre todos aquellos a quienes sigo en las redes sociales.
-Desde los años 90 usted trabaja con ideas acerca de la luz, el espacio y los temas ambientales. Me gustaría saber qué piensa de algunos artistas argentinos que han trabajado en esa línea: Lucio Fontana, Julio Le Parc y, más cerca, Tomás Saraceno.
-Tomás es un buen amigo aquí en Berlín y he seguido su trabajo sobre el Aeroceno a lo largo de los años. Hace poco tiempo descubrí el trabajo de Fontana con la luz ya que estaba más familiarizado con sus icónicos lienzos agujereados que están muy bien representados en las colecciones europeas. El uso de Internet me brindó acceso a mucha historia reciente que desconocía cuando era un estudiante de arte. Solo supe, por ejemplo, que Nicolás García Uriburu había coloreado de verde el Gran Canal de Venecia en 1968 después de que hice mis intervenciones llamadas Green River en distintas locaciones a lo largo de 1998. Está claro que compartíamos una misma preocupación.
-Usted ha mencionado la influencia del profesor argentino Walter Mignolo en sus últimos trabajos. ¿Cómo llegó a sus textos y porqué fueron tan decisivos para su obra?
-Lo descubrí a partir de un artículo (“¿Qué significa ser humano?”) incluído en un libro de la escritora y filósofa jamaiquina Sylvia Wynter. Luego leímos en mi estudio algunas partes de (el libro de Mignolo) El lado oscuro de la modernidad occidental. La idea de que la modernidad tuviera un lado oscuro fue reveladora para reexaminar este período que alguien como yo, educado en un contexto europeo bastante convencional, no se había propuesto hasta hace muy poco. Colecciono mapas y eso hizo que lo que escribe Mignolo sobre la herencia colonialista en la cartografía me resultara de un pensamiento muy provocador. El modo en que disciplinas científicas que parecerían neutras, pura geometría, fueron grabadas en los cuerpos y a través de la explotación de la naturaleza. Si queremos interactuar de otra manera con el mundo y nuestros cohabitantes estas historias deben afrontarse.
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