Philomena Cunk, un espejo incómodo
En general, quienes vieron La Tierra según Philomena Cunk la asocian con el humor inglés, sobre todo con los Monty Python, y eso está muy bien. Pero como el disfrute ante las pantallas siempre es irremediablemente subjetivo, a mí Philomena me llevó en vuelo directo a una película estadounidense estrenada alrededor de 2006: Idiocracy.
Dirigida por Mike Judge (el creador de los incorrectos Beavis y Butt-Head de la MTV), la película tenía algún que otro aspecto objetable, pero lograba su objetivo. Te hacía reír. La historia era la siguiente: Joe, un estadounidense más bien deslucido, viaja de manera accidental al futuro. Y descubre que la humanidad involucionó: sin nada que hacer más que apretar tres o cuatro botones de máquinas a las que no entienden, las personas transitan entre la glotonería, la creencia bovina en lo que esas mismas máquinas (apenas dispositivos eficientes; para nada la tenebrosa IA de Terminator) les indican y las risotadas al mirar emisiones televisivas de competencias más bien brutales: mucho golpe, tortazos, caídas ridículas. Joe no se encuentra con un mundo cruel, al estilo de Los juegos del hambre; se encuentra con un mundo bobo. Y, buenazo y del montón, descubre que en ese universo de niños grandes sus habilidades se asemejan a las de un genio.
Desde ya, la metáfora no es sutil. Pero cada tanto alguna publicación estadounidense retoma ciertos detalles de la película para comentar que, en fin, la ciencia ficción –y el humor– no suelen hacer más que poner la lupa sobre aspectos poco digeribles del presente.
La Tierra según Philomena Cunk es británica, no es un relato ficcional, se emite en el formato de serie (cinco episodios) y, podría decirse, hace una parodia a los tradicionales documentales de la BBC. Pero, atención, la codirige Charlie Brooker, el creador de Black Mirror.
Interpretada por la actriz Diane Morgan, Philomena Cunk es la periodista al frente de un documental que busca recorrer la historia de la humanidad desde los tiempos de las cavernas hasta el presente ultratecnológico.
Philomena visita cuevas rupestres, las pirámides de Egipto, ciudades como Florencia o Washington, y alterna ese recorrido con entrevistas a especialistas –reales, no ficcionales– en historia, política, arte, música, ciencia.
Y es ahí donde se produce el efecto. Porque Philomena es algo así como el emergente de lo más ramplón de nuestra época. Ella hace lo que tiene que hacer, y lo hace de manera cordial, seria, incluso solemne. Pero padece del peor de los desconocimientos: el que ni siquiera es autoconsciente. Entonces, se permite calificar de “aburrida” a toda expresión del arte previa a su nacimiento, no le tiembla la voz cuando pregunta las tonterías más inverosímiles ni cuando, con aire suficiente, le explica a algún académico la teoría conspirativa que niega eso que el buen hombre investigó durante toda su vida.
Philomena está orgullosa de sus certezas. Le pide a un historiador que elija entre Beyoncé y el Renacimiento; el estudioso (todos son muy corteses aquí) desliza una tibia evasiva. “O sea que la obra de unos hombres blancos y heterosexuales echa por tierra la de Beyoncé? ¿Es eso lo que está diciendo? ¿En cámara?”, replica ella, severa.
A través de Philomena, y con el oxígeno que brinda el humor, habla una época a la que podríamos suponer bastante atiborrada de puro presente, un tanto incapaz de mirar más allá de la propia nariz; quizás bienintencionada, pero habitualmente tosca.
Sin desmerecer sus aspectos más oscuros, la polarización que paraliza a prácticamente todo Occidente bien podría tener algo que ver con esto. Porque, ¿para qué arriesgarse a la angustia que supone pensar, si es tan cómodo hamacarse entre dos o tres certezas, gritarlas por ahí y seguir lo más campante?