Tatuajes en las manos
La protagonista de esta escena es una mujer que no habla. Espera, sentada, callada, para hacer algo de todo eso que se hace hoy, desde que el coronavirus es pandemia y la vida es una cosa aún más controlada. Está en una fila, en silencio, pero atenta. Allí escucha. En particular, con atención, a dos mujeres jóvenes que se encuentran a unos metros, la distancia asignada, y hablan acerca de algo que no comprende bien, pero sí que entiende la conclusión a la que llegan cuando la que viste remera blanca, short de jean y esos rulos que tanto le hubieran gustado tener, castaños, bruscos, dice que pensó más de una vez (y la mujer se sorprende) en tatuarse las letras “i” y “d” en las muñecas, según corresponde, para nunca más tener problemas al manejar y confundir la izquierda con la derecha. La joven de rulos, tercos, libres, continúa su explicación y dice algo así, según la mujer: “Listo, no te preocupás más, te mirás las muñecas y ya entendés para dónde doblar, sabés cuál es cuál”.
En la fila, cansada de la espera, la mujer sigue y piensa. describe en su cabeza la posible estrategia como ridícula. Tal vez ríe. Aunque segundos después se ofusca, apenas, porque se piensa y se compara. Es un día sin nubes y el cielo celeste se mancha de brillo, todo trabajo del sol, bien arriba, bien caliente. Porteño como el cemento. Todavía no es su turno así que calla, siempre calla, suele callar de más, y recuerda un regalo que recibió pocos días atrás: un parlante pequeño y blanco que reproduce música tan solo escuchar una voz que lo ordene. Sin teclas que tocar, sin pantallas que prender, sin siquiera un botón de encendido. Entonces se incomoda y piensa en otra escena, una que ocurrió días atrás y que la tiene como protagonista.
Fue en un día de semana en medio de unas vacaciones en una ciudad hermosa que además tiene playa. Era lunes o tal vez jueves. No consigue ser precisa pero lo entiende, los días de ocio se parecen tanto y así de iguales son perfectos, como esos bombones de chocolate redondos que su amiga le trajo de un viaje al extranjero y que a ella le hacen pensar en el lujo. Junto a su novio, la mujer había alquilado un auto para recorrer el lugar, pero se había negado a seguir los carteles en las rutas o los mapas en papel. Acostumbrada a una infancia con guías de transporte anilladas que se guardaban detrás del asiento del conductor del vehículo, tomó su celular y activó una aplicación. después solo se dejó guiar por una voz desconocida. Ella y también él. No hicieron más que escuchar y obedecer.
La incomodidad ahora, mientras aguarda, es un leve malestar en el estómago. Es esperable, a la mujer todo lo que le pasa le pasa por el estómago. Todavía en la fila, sin decir palabra, se cuestiona una vez más. Y se preocupa. La alarman las secuencias en las que, sin darse mucha cuenta, empieza a verse como aquellos que no comprende, a actuar igual, a decir las mismas cosas, a usar las mismas cosas, como aquellos, esos que pocas veces aprueba, que pasan los días como en automático, como en una jaula, como el agua del mar que avanza desde el océano, desde el centro, hacia la orilla y cae y rompe sobre las rocas, la arena, y luego vuelve atrás para recobrar la fuerza y repetir todo de nuevo. Para siempre. Hermosa pero fatal.
La incomodidad de la mujer, que espera sin excusas, bajo el sol que lastima, es una pequeña revelación. Es más. Es la certeza de que cada vez hace menos. Es la lista de todo eso que dejó de hacer. Y es un peligro, porque cada día calcula menos, suma menos, lee menos, escribe menos, busca menos. Pero hace caso. A una aplicación, a la voz de un hombre al que nunca le vio la cara, a un robot, al celular. O a unas letras tatuadas, por qué no. Como la chica de los rulos.
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