Tres reglas de periodismo
Cuando la conocí personalmente, en enero de 2006, lo primero que me impresionó fue su altura, su pelo negro cortado como con un hachazo a la altura de la nuca y la dureza de sus facciones, que contrastaban con el aire de gracilidad de su voz y sus gestos. No era sencillo, en un primer momento, casar ese cuerpo deslumbrante de bailarina, envuelto en vestidos livianos que ondeaban al sol y el viento de Cartagena de Indias, con aquellos textos repletos de información y datos y agudas observaciones, publicados en inglés, que pretendían esbozar el retrato urgente de América Latina. Primera lección involuntaria de aquel taller de periodismo de Alma Guillermoprieto: hay que dejar los prejuicios en la puerta.
Aquella fue una semana intensa, puntuada por lecturas, trabajo de campo, noches de bailes y alcohol y la aparición, como en un acto circense, de Gabriel García Márquez, que al final de una clase entró por sorpresa adonde estábamos reunidos para festejar con nosotros su cumpleaños número 80. Aquellos días, como enseña Jacques Rancière en El maestro ignorante, Alma Guillermoprieto habló poco y escuchó mucho, pero cada observación valía su peso en oro.
Recuerdo que al comienzo de la primera clase, cuando apenas nos habíamos sentado, nos hizo ir hasta la ventana: miren, nos dijo, miren todo lo que puedan. Y se quedó en silencio. Después de un minuto tuvimos que sentarnos a escribir todo lo que habíamos podido retener en la memoria. Segunda lección: la mirada de un cronista es una herramienta fundamental. Además de investigar y preguntar, un periodista debe saber mirar en profundidad los hechos cotidianos para poder dotarlos de sentido.
Cuando llegué a su taller, había leído textos de Samba y de Al pie de un volcán te escribo, sus doce crónicas latinoamericanas publicadas en tiempo presente. Fue de regreso de aquel viaje cuando compré y leí La Habana en un espejo, mi libro favorito, donde recuerda su experiencia como profesora de baile en la Escuela Nacional de Arte en Cuba, adonde llegó a los veinte años desde Nueva York, donde había estudiado. Es un libro emotivo y rabioso porque Guillermoprieto, como todos los intelectuales que se precien (entre ellos Rodolfo Walsh), mantuvo una relación de atracción y rechazo hacia el régimen cubano. Tercera y última lección: las cosas siempre son más complejas de lo que parecen y no hay que tener miedo de contar la verdad, aun cuando se pueda dañar a quien, al mismo tiempo, se respeta.
El autor es periodista y crítico literario
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