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El afiche a tres colores -amarillo, rojo y negro-, de 2 metros de alto por uno de ancho, resaltaba más que nunca en la esquina de Lavalle y Bouchard. Destacaba el hecho extraordinario de poder consagrar por primera vez un campeón mundial peleando como retador en el estadio Luna Park.
Se constituyó en un tema "nacionalista y de interés general", con un consumo superior y prioritario por sobre las advertencias que, ese mismo día, efectuaba la presidenta de la Nación, María Estela Martínez de Perón, a sindicatos y militares, por atisbos tendientes a alterar el orden constitucional.
La pelea de Víctor Galíndez ante Len Hutchins, el 7 de diciembre de 1974, por el título semipesado (AMB) dejado vacante por Bob Foster, constituye un recuerdo intacto en el calendario deportivo del país.
Galíndez tenía 26 años y una imagen resistida por el asistente al Luna Park. Su desfachatez, su extremada confianza y la división de simpatías que provocaba en el público su rivalidad con Avenamar Peralta, lo convertían en un reo pugilístico que debía rendir exámenes constantemente.
Sin embargo, aquella noche de 1974 fue distinta a todas y por primera vez en su vida Galíndez fue un producto autóctono y genuino de la garra argentina.
Con un tobillo destrozado por un accidente motociclístico, con la angustia que le provocaba llegar a los 79,378 kg, el límite de la categoría, por su adicción a las bebidas gaseosas y con un récord de 33 victorias, 6 reveses, 4 empates y dos combates sin decisión, barría a Hutchins, a quien, tras derribar en el 1º, 4º, 8º y 12º, obligó a desertar ante el campanazo del round 13.
Galíndez era fuego y corazón. Era precisión en combinaciones de corta y media distancia; sentía la pelea y la temperatura de su propia sangre sobre la piel, transformándose en un toro indomable.
Expuso en el ring todo el desprecio social que digirió en sus tiempos de lustrabotas por las calles de Luján o en las aceleradas a fondo de su desvencijado Fiat 600 rojo, con un leopardo dorado grabado en su guardabarros, a la salida del "Besada Boxing Club", frente a la estación de Morón.
Se convirtió, ya consagrado, en un símbolo, y dejó un legado para los campeones que lo sucedieron: ofrendar hasta el alma cuando se compite por la bandera nacional. Nadie como él, en más de 100 años de historia de nuestro boxeo, asumió aquel mandato de "sangre, sudor y lágrimas" a la hora de batallar en un combate de boxeo.
Es uno de los cinco mejores campeones de todos los tiempos. Sobrevivió a la sombra y al mismo tiempo de Carlos Monzón, y a pesar de ello no resignó valores. Ni humanos ni deportivos.



