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La vida de Costa Febre, un viaje de 25 años con River en la garganta
El relator cumple un cuarto de siglo siguiendo a River por todo el mundo y lo celebra desde Japón transmitiendo el Mundial de Clubes; canchallena.com lo acompañó durante el último partido que narró antes de viajar
El tipo que ahora está sentado, que más que sentado está desparramado en el sillón de un café y pide la cuenta con una voz cansada, más que cansada desinflada, sin ganas, será en unas horas el Increíble Hulk. Aunque ahora haga un esfuerzo escandaloso para pararse y se emprolije la camisa adentro del jean, aunque ahora camine hacia la puerta de calle con la lentitud uruguaya con la que se avanza el pasillo de un hospital, el tipo que nunca imaginó que trabajaría de lo que trabaja estará en unas horas con una gorra dada vuelta y el pantalón desabrochado, una camiseta de River transpirada debajo de la camisa y el cuerpo imantando toda la energía de un estadio para devolverla con una voz imposible que guiará a millones de personas a gritar un gol.
El Increíble Hulk abre ahora la puerta de un auto, me invita a subir: vamos a la cancha de Huracán. En unas horas saldré de su cabina con el aturdimiento que sólo dan los boliches y un recital. Los boliches, un recital y –sé ahora– su voz. Pero eso lo sabré entonces. Ahora, el tipo que en un mes cumplirá 25 años relatando a River y en estos días espera una victoria antinatural en Japón es sólo un hombre manso que abre la puerta de un auto.
Un hombre manso que se transformará.
La primera vez que Atilio Costa Febre relató a River fue en una conexión. Carlos Parnisari y Julio Ricardo comandaban la transmisión de radio Splendid, y como el partido de ellos había terminado y en el de River habían adicionado algunos minutos más, le preguntaron al pibe de 22 años si los podía relatar.
—Yo en mi vida, pero en mi vida, había soñado con ser relator —dice ahora Costa Febre, sentado en el asiento del acompañante, mientras el auto baja por avenida Pueyrredón.
Pero la respuesta, entonces, no fue ésa: la respuesta fue que sí. Un domingo de 1985, el River de Saporiti derrotó 2-1 a Argentinos Juniors sobre la hora con un gol de Enzo Francescoli mientras un pibe de 22 años que hacía conexiones para radio Splendid gritaba y juraba que el gol había sido de Enrique Atanasio Villalba, un paraguayo que tenía el cuerpo del Búfalo Funes y el bigote de Pablo Escobar.
—Jodeme que me olvidé los anteojos. ¡Pero cómo me olvidé los anteojos, no te puedo creer!—, se queja Costa Febre, recién acomodado en la cabina de Huracán. Es chiquita, un corralito al que se entra por una puerta que parece de un baño de Constitución y en el que unos vidrios flacos separan a diez hombres que van a relatar, comentar y afinar la consola de su transmisión. Cuando el partido empiece esto retumbará como el pasillo de un manicomio amotinado; las paredes parecen de piedra pómez, hay una telaraña en un rincón. La vista es una, pero la sensación es otra: para quien creció escuchando en la radio partidos que nunca vio, entrar acá es como cuando te abren la puerta de la cabina del avión.
Estamos apretados contra un córner, bien enfrente del arco en el que se meterán los cuatro goles del 2-2 que eliminará a River en las semifinales de la Sudamericana, el último partido que jugó el equipo de Gallardo antes de debutar en la otra semifinal, la definitiva, la que espera hace seis meses: el estreno en el Mundial de Clubes de Japón. Costa Febre se aprieta contra la pared. A su izquierda están Nicolás Distasio, comentarista por la ausencia de Silvio Chatas, y quien en la transmisión de AM 950 es la voz del hincha, Antonio La Regina. El relator se sienta, apoya un botinero negro sobre los muslos, se entrega a su ritual: saca una estatuilla de la Virgen y la acomoda en el pupitre, saca una estampilla de San Expedito, un pisador del papa Francisco, saca una medalla, un rosario, una cruz.
—Mirá—, dice luego, empuñando una camiseta de River: —Está firmada por todos los jugadores. Me la regalaron después de ganarle a San Lorenzo con gol de Pezzella, en San Luis, ¿te acordás? Uno a cero, la Súperfinal. Fue por mi internación, cuando estuve jodido, entre el final del torneo que ganaron con Ramón Díaz y el Mundial de Brasil.
Lito se saca la camisa y se pone la camiseta, se calza otra vez la camisa, se la vuelve a abrochar.
—Desde entonces, en los partidos importantes no faltó nunca: me la puse en las dos series con Boca, me la puse contra Atlético Nacional. Ya viajará a Japón.
Treinta años después de la tarde de Enrique Atanasio Villalba, el pibe de las conexiones es ahora uno de los mejores relatores de la historia del país. Un hincha de Huracán que tiene pinta de hiena negra acaba de pegar su cara a la cabina: lo mira, lo señala. Está frente al patrono radial de un club inmenso y se lo hace saber.
—¡Tres te comés, bananazo! —le grita.
El partido todavía no empezó.
***
El Flaco Chamorro en Laferrere, el Morón del Gato Daniele, Rubén Alejandro Rojas en Talleres de Escalada, el brasileño Ronaldo en All Boys: el tipo cuyos relatos se publican ahora, cada lunes, en casi todas las webs deportivas del país, se crió en el Ascenso de los años 80. En la vieja radio Buenos Aires y en radio Colonia, en el programa El Ascenso por Tres. Salir de la cancha de Argentino de Quilmes y que lo corriera la barra, enganchar justo el 98, subirse y zafar: una crianza así. A River empezó a cubrirlo en el 91. A Santo Biasatti, que era el director de radio Del Plata, le daba bronca que si Pancho Caldiero relataba a Boca y le iba bárbaro, cómo River no iba a tener su relator.
—Entonces pensó en mí.
El primer River que relató Atilio Costa Febre fue el River de Passarella, justo Passarella, "el peor presidente de la historia del fútbol argentino". En enero del 91 le ganó 2-1 a Racing con un gol de la Bruja Berti y otro de Jorge Higuaín. Más de mil doscientos partidos después, Costa Febre ha logrado ser la música que activa los recuerdos de la infancia, la adolescencia y la adultez de millones de personas: sólo los libros y los músicos pueden hacerse de una omnipresencia así. Burgos y Sodero, Celso Ayala y Talamonti, Berti y Archubi, el Mencho y Canales, Ortega y García Aspe, Francescoli y la B. Y Ramón y Teo y Gallardo y Sánchez: el retorno, la resurrección.
Veinticinco años de la vida de millones de personas en una sola voz
"¡Bienvenido River, acá estamos…!", grita ahora Costa Febre y la cabina ya no es la misma. En el viaje en auto explicó que, como le dijo Víctor Hugo una vez, lo importante no es tener una gran voz sino una resistente, y eso parece ahora: su voz es una línea inalterable, aunque lo raro es que las voces de los otros relatores parecen desplazarla, se le meten, la parecen opacar.
En la transmisión se ocupan de las posiciones de Casco y Vangioni, cuando lo interesante está acá nomás: enfrente de la cabina acaba de plantarse el Patón Basile. Enfrente es enfrente, como si se nos hubiera parado delante del televisor. A las personas hay que verlas en vivo: el Patón tiene la voz de Biff Tannen, el personaje de Volver al futuro, y habla como Rocky al borde un nocaut. Señala a Lito y a Distasio, le pega al vidrio de la cabina, nos informa de un posible destino: los vamos a matar. Mientras en la transmisión se preocupan de si River defenderá con tres, el Patón hace eso y se va, dejando en la platea a un gordo bis: un tipo que pesa lo que cuatro Saviolas y tiene una gorrita de camionero y una cubana, una colita que le sobresale detrás.
Después del gol de Toranzo, la segunda piña al vidrio de la cabina será suya. El gordo bis hace su revolución, se rebela contra el mensaje, y en Parque de los Patricios, veo ahora, Costa Febre es el poder. Costa Febre es River, y es literal: lentamente, mientras Ábila anota el 2-0 y el campeón de la Libertadores cae en una anemia, nuestra cabina se empieza a presurizar. Nunca me había pasado esto. Aunque al lado haya un relator sacado, aunque miles de hinchas que tenemos acá nomás pogueen en la platea y la popular, Costa Febre ha logrado que la energía de los jugadores de River esté en su voz; somos una burbuja, un paréntesis que él formó interpretando con todo su cuerpo lo que Ponzio, Mora y Sánchez viven ahora, no es un show radial, es una transmutación. No hice más que estar parado y siento el cansancio y la pesadez que los jugadores sentirán en el vestuario, juro que me quiero ir. Entonces llegan el segundo tiempo y el primer gol de Mora. Entonces sucede, al fin, la transformación.
Costa Febre relata la levantada y esto de repente es un boliche de electrónica, es su voz sobre todos, no hay nadie más que él. El Increíble Hulk desata un volcán que llena la cabina, que hace desaparecer al relator de al lado y al de más allá, nunca se había oído al pulmón del Fórmula Uno acelerar así porque River no había atacado jamás, y ahora va, huracanado, con Lucho, con Mora, transmutado en la única voz que puede concentrar esa energía y redirigirla al micrófono al que empuña como una granada. Está parado, tiene la gorra dada vuelta y el pantalón sin abrochar. En unos días estará así en Japón y en un mes hará 25 años que cada semana hace esto, transformarse en once jugadores a la vez. Ahora simplemente habrá un gol y unos minutos más, el partido se hará silencio y Costa Febre se volverá a sentar.
Ya fuera del aire, su espalda bufa como un boxeador que se va apagando. Su comentarista lo mira y le hace una pregunta. Él se corre el auricular de la oreja izquierda, le dice: "¿Eh?". El comentarista vuelve a hacerle la pregunta y Costa Febre, que ya ha salido de sí mismo, también sufre su boliche, su recital. El tipo manso del café se ha sacado el auricular del todo y otra vez le dice, le repite: "¿Eh? ¿Eh?".
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if/jpb/jp/ae
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