Se lo extrañará, y eso es una virtud y un defecto
"Ya me van a extrañar cuando falte", dijo Julio Humberto Grondona , y su inconfundible tono de voz traspasó la línea telefónica, corporizando su fastidio y su enojo.
"Ya me van a extrañar cuando falte", repitió, antes de plantear que sabía el porqué de la llamada (y de recalcar que sólo en sus manos estaba la solución del asunto planteado), y después de una larga recriminación a la falta de reconocimiento a su trabajo.
Estaba más obsesionado que nunca con eso en los últimos tiempos: "Ustedes son muy malos conmigo, muy malos… ¿Todo lo que hago está mal, todo? ¿Nunca hice nada bien, nunca hago nada bien?", había preguntado de arranque, sin esperar la respuesta.
Faltaban días, apenas, para ese Mundial de Brasil que lo ilusionaba y que, tal vez lo intuía, sería el último para él. Tiempo de balance para un hombre de 82 años con 35 en su puesto, al frente de la Asociación del Fútbol Argentino, y preocupado por su legado. Por lo que iba a dejar cuando finalmente se fuera.
Y se fue, Grondona, del modo en que se lo había propuesto: ejerciendo su poder hasta el día final. La última imagen pública suya que quedará registrada será su salida del edificio de la calle Viamonte, anteanoche, como tantas veces en las últimas tres décadas y media, respondiendo con sagacidad y con fina ironía a las consultas por la despedida de Alejandro Sabella y por la elección del nuevo entrenador de la selección argentina: "Si no tuviera un nombre en la cabeza, no merecería estar en esta casa", contestó. Su legendaria muñeca política y su intuición parecían intactas, aunque el corazón estaba a sólo horas de fallarle definitivamente.
Se fue Grondona, el dirigente que sobrevivió a 15 presidentes de la Nación, de Videla hasta Cristina Kirchner, y a tres papas, desde el polaco Juan Pablo II hasta el argentino Francisco, además de elegir a 10 directores técnicos del seleccionado. Y cuando un hombre así de preponderante y personalista se va, lo que queda es un vacío enorme. Sea por lo bueno que él tanto reclamó que se le reconociera, sea por lo malo que tanto se le criticó.
Entre lo primero está, seguro, por citar sólo un ejemplo, la reconstrucción de la selección nacional, una joya de su gestión que en algún momento también se puso en riesgo, con el ejemplar predio de Ezeiza como monumento a lo hecho. Entre lo segundo está, seguro también, por citar sólo un ejemplo, una estructura del fútbol argentino carcomida por la desorganización crónica, por los desmanejos económicos y por la violencia.
Paradójicamente, o no, de sus virtudes y de sus defectos, de sus aciertos y de sus errores, surge una pregunta única: ¿quién se hace cargo ahora, quién toma la posta?
No hay reemplazante para él en "la vicepresidencia del mundo", alegoría grondoniana para su rol y su lugar en la multipoderosa FIFA. Y no se ve un claro reemplazante para él en "la casa", otra alegoría grondoniana, en este caso para denominar a la inclasificable AFA.
No hay continuidad en un poder internacional ganado con habilidades propias del potrero y no debería haberla en un poder nacional sostenido con artilugios propios del conurbano.
Entre el desconcierto y la renovación, como entre la acefalía y la refundación, hay sólo un paso. O un abismo. Si es uno u otro se verá en los próximos días, cuando pase el temblor, la conmoción y, cómo no, el dolor.
"Ya me van a extrañar cuando falte", dijo Julio Humberto Grondona, no hace mucho. Trabajó para eso. Para que se lo extrañe. Su mayor virtud, su mayor defecto.
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