Por Roberto L. Elissalde Para LA NACION
El 12 de febrero pasado se cumplió el bicentenario del nacimiento del naturalista británico Charles Robert Darwin, quien llegó al Río de la Plata en julio de 1832, y a partir del contacto con estas tierras escribió Viaje de un naturalista alrededor del mundo .
Uno de sus primeros encuentros con nuestros paisanos ocurrió en Maldonado, en la banda oriental, donde pasó la noche en una pulpería o taberna. Allí "gran número de gauchos acuden a beber alcohólicos y fumar cigarrillos. Su aspecto es muy chocante: suelen ser fornidos y guapos, pero llevan impresos en la cara todos los signos del orgullo y de la vida relajada; muchos de ellos gastan bigote y cabellos muy largos, ensortijados por la espalda. Sus vestidos de colores chillones, sus grandísimas espuelas resonantes en los talones; sus cuchillos llevados en el cinto a modo de dagas les dan un aspecto muy diferente de lo que pudiera hacer suponer su nombre de gauchos o simples campesinos".
Cabalgó en compañía de unos paisanos y anotó que poseía "las cuatro cosas necesarias para la vida en el campo: pasto para los caballos, agua, carne y leña para hacer fuego. Los gauchos no caben en sí de gozo al ver tanto lujo. Es la primera noche que paso al aire libre, con la silla de montar como almohada".
Pasó varios días en el campamento del general Rosas, que hacía su campaña al desierto. Allí pudo observar a una india que a menudo visitaba su rancho, acompañada de sus dos hijas, montadas en el mismo caballo. Lo hacían como los hombres, pero con las rodillas mucho más altas, quizás por la costumbre de viajar en los caballos que llevan los bagajes. Observó cómo los indios se dedicaban a golpear dos piedras, una contra otra, hasta redondearlas para hacer boleadoras, a las que Darwin comparó con balas de cañón enramadas.
En su travesía a Buenos Aires observó con gran detalle la conducta del avestruz, del que a pesar de su actitud de desconfianza, se apoderaban con mucha facilidad los gauchos y los indios. Especialmente cuando varios jinetes se disponen en círculo, los avestruces se aturden y no saben por qué lado escaparse, aunque prefieren correr contra el viento, y "parecen como un barco con las velas tendidas".
En un alto del camino lo sorprendió la generosidad de un teniente que le ofreció carne, caballos y hospedaje, con las mayores gentilezas, sin aceptar retribución alguna. Tapalqué, San Miguel del Monte y otros lugares dejó descriptos en su fauna y en sus costumbres, pero mucho más quedó grabado seguro en su mente en esos quince días de marcha.
Su descripción de nuestro ambiente rural fue ampliamente difundida en los ámbitos académicos. El mismo sentía orgullo de haber asimilado las costumbres, y así se lo contó por escrito a su hermana Carolina, desde esta ciudad, apenas llegado en septiembre de 1833: "Me he convertido en todo un gaucho, tomo mi mate y fumo mi cigarro y después me acuesto cómodo, con los cielos como toldo, como si estuviera en una cama de pluma. Es una vida tan sana, todo el día encima del caballo, comiendo nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno se despierta fresco como una alondra".