
Virginia Velázquez nació en un rancho de hacheros y quedó signada por ese trabajo
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REALICO.- "¡Oh!, patroncito que te marchaste, tan silencioso, tan calladito... ligerito, ligerito...".
Corría 1996 y había muerto don Agustín Ferioli, el dueño del aserradero de Rancul, el hombre que comprendía y orientaba a Virginia Velázquez desde que ella había ido a vivir allí, a sus ocho años, junto con sus tíos.
Lloraba mientras recorría a caballo el monte, como buscando consuelo; desde esa quietud, volvió a todo galope a la casa y anotó las palabras que la pena le había dictado. Comenzó a escribir a escondidas cuando falleció uno de sus seis hijos -el de 24 años-.
Había nacido en un obraje por la zona de La Maruja, una pequeña población cercana a Ingeniero Luiggi, en el típico rancho de los hacheros -todos en su familia lo eran-: cuatro palos y pasto puna como techo y una lona por puerta.
"Me crié a caballo y, además de hachar desde muy chica, como era muy dócil, mi tío palenqueaba los potros y después me decía «subí y domalo». Y yo, con miedo, mucho miedo, lo hacía".
Esta mujer cuenta que también cuidaba caballos de carrera; los vareaba para que después los hicieran correr.
"De chico mi primo tocaba la guitarra y cantábamos el vals Ilusión de mi vida y canciones de la época; un familiar de Mendoza nos encontró un lugar para actuar en una emisora para aficionados, pero mi tío no nos dejó ir. «¡Yo les voy a dar a estos vagos! ¿Cantar y tocar la guitarra? ¡A pelar postes tienen que ir», decía."
Virginia recuerda: "Fue algo que me quedó adentro y que se me cortó, por eso hachaba y cantaba".
Manos que hablan
Las manos de Virginia hablan por ella. Con sus 59 años, las nudosas articulaciones son fiel testimonio de que el mandato se cumplió con creces. Con escasos 17 años formó pareja con un hachero.
Con el corazón estrujado y una sonrisa llena de melancolía, se muestra como una hembra al acecho para proteger a los hijos que crió sola. "Gracias a Dios, no los pude hacer estudiar, pero todos son trabajadores y tienen hijos y buenas familias".
Concreta, da detalles de la labor diaria que realizó durante tantos años en el monte. "Desde el amanecer había que hachar y cortar las maderas para las viñas; preparar un chasis completo con rolos pelados previamente y cargar los camiones que llevaban los pedidos hacia el sur de Mendoza. La mujer trabajaba a la par o más que el hombre, porque ella también atendía la casa."
Cuando uno de sus hijos le regaló, un día, una cámara fotográfica, el monte que llevaba grabado en sus retinas y en el alma -con su dureza y su misterio- comenzó a perpetuarse en imágenes magníficas.
El caldenar, los chañares y piquillines y el celeste más intenso en el cielo; o los nidos dispersos entre el ramaje, a los que la quemazón no les dejó lugar para asentarse -La Pampa está herida cuando se incendian sus árboles-, se alternan con la llanura verdeada, amarilla de espigas o con un vuelo irregular de calandrias y de otros parientes alados.
"Nunca bajé los brazos", asevera Virginia, que sobrellevó el desconcierto que le propinó la vida en su condición de mujer, sin claudicaciones. Y con profunda fe en Dios superó una depresión, desde el íntimo compromiso de conjurar a fuerza de imagen y poesía su orfandad y esa soledad que le calaba los huesos, para resurgir de tantas agonías.
Plena, su mirada se ilumina cuando cuenta sin pudor que después de muchísimo dolor y una mala vida, se enamoró por primera vez a los 45 años. En silencio, con bondad y respeto, Nelson la acompaña en eso de remontar los sueños; juntos riegan la huerta y acarician plantas y flores en el vivero que instalaron.
Desandar las huellas
Virginia Velázquez desanda las huellas, recuerda y describe a otra mujer como ella: "Julia González, hachera/entre los montes dejaste/ tu piel, tu vida, tu sangre,/ entretejías ramajes/ haciendo sombra a tus hijos/ tu estrella estará mirando/ la punta de las picadas/ donde levantarás tu rancho, o/ al comienzo el monte ralo/ andarás buscando horquetas/ para asentar la cumbrera...".
Virginia Velázquez mira de frente. Sabe que la salvó el amor y su familia. Sin rencores cubre una deuda personal: terminó el octavo año de la escuela que había quedado inconclusa en la infancia, porque "con ir dos años era suficiente para aprender a leer".
Como un símbolo de lo que hizo durante toda su vida, colecciona maderas con corteza rugosa y suave como la seda; sigue sacando fotos ("pero menos, por los costos") y con una mano sobre el pecho se apura a comentar que "enfocar un caldén es una emoción divina".
Después, entrelaza sus manos y calla. La vida sigue.
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