Enrique Casares, su primer propietario, fue apuñalado por la espalda por un peón ofendido; tras este episodio, su hermano Francisco tomó las riendas del lugar
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San Vicente es una de las estancias más antiguas y grandes que tuvo el partido de Tapalqué, una de las regiones más castigadas por los malones en la época en que se asentaban los primeros fuertes, pueblos y establecimientos del centro bonaerense.
Fue allá por 1826 que Vicente Casares adquirió estas tierras situadas en plena frontera. Eran catorce leguas cuadradas, regadas por el arroyo Tapalqué.
Vicente Casares y Murrieta, fundador de la familia del mismo apellido en el Río de la Plata, arribó a nuestro país en 1807, procedente de Vizcaya, España. Se casó en Buenos Aires con María Gervasia Rodríguez Roxo, con la que formó una familia de diez hijos.
Dotado de gran espíritu de empresa y experimentado en la administración de grandes firmas bancarias, creó una compañía de navegación y negocios de ultramar a la que llamó Vicente Casares e hijos. Estos secundaron a su padre en los negocios y en la formación de estancias en los campos de frontera que se iban comprando con el excedente de capital.
Entres indios y matones
Enrique Casares, uno de los hijos mayores, es el que figura a cargo de la estancia en los años de su formación. A éste le tocó vivir la época más bravía, el desierto salvaje, la presión del indio, los gauchos y los milicos fortineros, entre los que tenía que vivir y contratar el personal.
Para mantener la disciplina con hombres acostumbrados a la libertad de la pampa -altaneros, rebeldes y rápidos con el cuchillo-, el patrón debía ser muy firme y autoritario.
En una ocasión en que Enrique Casares estaba en San Vicente observando el trabajo en los corrales de esquila, amonestó a uno de los peones y éste se ofendió tanto que ahí nomás sacó un cuchillo y lo mató por la espalda.
No obstante la rusticidad del campo, la esposa de Enrique estaba en la estancia cuando sucedió esta desgracia. En la familia, recuerdan que la valerosa mujer decidió trasladarse con el muerto a Buenos Aires, donde estaban sus parientes. Durante los tres días que duró el viaje, ella fue adelante en una galera, acompañada por sus hijos y arrastrando en otro carruaje el cadáver de su marido y el asesino engrillado.
El casco de esta estancia se viene formando desde hace más de 170 años, es todo lo más viejo que puede ser y presenta una serie de construcciones que se han ido sumando a través del tiempo.
Trasponiendo el portal, se abre una calle que lleva directo a la casa principal, en el centro del casco. A los costados se enfrentan dos construcciones alargadas, de distinto uso y antigüedad. El cuerpo más viejo, de ladrillos pegados con barro y pisos de tierra duros y lisos como un pavimento, tiene varias secciones.
Está la cocina, que todavía tiene el fogón primitivo y las ollas típicas para los guisados y pucheros. También está el cuarto que funcionaba como matadero, carnicería y despacho de carne para la gente del paraje y el vetusto galpón de esquila.
Al morir Enrique Casares, su hermano Francisco tomó las riendas de esta estancia y, oportunamente, fue su heredero.
Francisco es el que le da forma al casco tal como se lo ve ahora, con muy pocas reformas. A él le tocó vivir la mejor época del campo argentino, a fines del siglo XIX, y dotó a este establecimiento de todo lo más actualizado que se podía pedir en ese momento.
Preparados para el ataque
La vivienda patronal o la casa grande no guarda memoria de su fecha de construcción. Simplemente, es tan vieja como el establecimiento y sufrió reformas, quitas y agregados, hasta alcanzar la imagen actual. Por dentro, la parte más vieja se identifica por los cielos rasos forrados de ladrillos y sostenidos por vigas de quebracho tan largas que obligan a pensar cómo se hizo para traerlas hasta este lugar.
Las paredes de ladrillos pegados con barro delimitaban un salón comedor, una cocina chica y una serie de habitaciones que se sumaron o se restaron de acuerdo con las necesidades de esta familia tan numerosa. Las ventanas estaban todas enrejadas y las aberturas, además de rejas, tenían troneras para disparar desde adentro, ya que las puertas se defendían a tiros en caso de ataque indígena.
Además, había un cuarto en la parte de atrás, adaptado como un box, para tener siempre a mano un caballo fresco y ensillado con el que poder salir disparando a pedir ayuda en caso de ataque.
Cuando desapareció Francisco Casares, el campo se subdividió entre sus catorce hijos. El casco madre pasó de generación en generación, hasta llegar actualmente a ser propiedad de Enrique Casares, que vive en Azul, cerca de estas tierras que llevan casi ciento ochenta años en manos de la misma familia.





