Integración, ¿sí o no?
Presente, historia y futuro de Alemania, Francia y el euro; lecciones para el Mercosur
La integración europea comenzó entre Alemania y Francia poco tiempo después de terminada la Segunda Guerra Mundial.
Constituyó un saludable e importantísimo paso hacia la paz en Europa. Los dos países más poderosos de la región habían protagonizado en setenta años tres guerras, cada una más sangrienta y terrible que la anterior: en 1870, Prusia, que con el Káiser y Bismarck dio origen a la naciente Alemania, venció a Francia y fundó el imperio alemán en el mismísimo Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, el palacio de los grandes reyes de Francia; luego en 1914-1918, la Primera Guerra Mundial, la guerra de trincheras se desarrolló principalmente en las cercanías de París y solamente tuvo término cuando los Estados Unidos entraron en la lucha en 1917, y por último en 1940, ya comenzada la Segunda Guerra Mundial, los alemanes ocuparon París y se quedaron hasta casi el fin de la contienda (agosto de 1944).
Probablemente cansados de luchar, Alemania y Francia decidieron cooperar y complementar sus economías. El proceso de integración europea comenzó primero con la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en 1951 y con la firma de los Tratados de Roma que crearon el Mercado Común Europeo entre los dos países citados, más Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo, en 1957. Actualmente han evolucionado hasta la unión económica formando parte de la misma 27 naciones con el último ingreso, casi masivo, de los países que antiguamente pertenecían a la órbita soviética.
Si bien el euro, la moneda común, no ha sido adoptado por todos los Estados miembros, buena parte de los principales (entre ellos Alemania, Francia, Italia, España) lo han adoptado.
Y hoy estamos en presencia de una grave crisis de la moneda común. Recordemos que en los comienzos de la integración del Mercosur, entre Argentina y Brasil, en una fecha tan lejana como julio de 1987, se firmó un Protocolo de Integración entre los presidentes de ambos países destinado a crear una moneda común: el gaucho. En ese momento sostuvimos que no era el momento porque sería algo así como poner el carro delante del caballo: la moneda común puede llegar al final de un proceso de integración, nunca al principio. Hoy, todavía no ha llegado. Será porque aún estamos lejos del final.
Por estos días, teniendo en cuenta la crisis de la moneda europea –que no es más que un reflejo de la crisis del llamado Estado de Bienestar según la óptica de los socialismos o socialdemocracias europeas– Alemania, o mejor dicho los alemanes, están pensando seriamente si vale la pena insistir con el euro. Una dura lección para los impulsores de la moneda común y una lección para nuestra integración latinoamericana, también.
Señales
Probablemente, antes de fin de año, China sustituya a Francia como primer socio comercial de Alemania. Esto significa todo un mensaje sintetizado de lo que está ocurriendo en Europa: cunde el desaliento entre los alemanes principalmente por los tropiezos actuales de la integración. Los industriales y empresarios alemanes están considerando si no sería mejor que su país resolviera adoptar la vía emprendida por los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Si fuera así, esa resolución alemana sería el golpe de gracia a la integración europea.
Las recetas de austeridad, de baja del gasto público y de apriete de la economía que recomienda Alemania a sus socios no son bien vistas por la mayoría del resto de los países europeos. La brecha entre alemanes y mediterráneos (Francia, Grecia, Italia, España) es cada vez más honda. En el fondo no responde más que a las tradicionales diferencias en la idiosincrasia de pueblos tan diferentes. Desde el punto de vista alemán, y no deja de asistirles la razón, la crisis ha sido producida por la indisciplina y despilfarro de los presupuestos establecidos por los gobiernos.
El economista alemán Wolfgang Münchau, del Financial Times, sostiene que, con la reunificación, Alemania se convirtió en un país demasiado grande para ser un país europeo y demasiado pequeño para ser una superpotencia. La primera parte de su aseveración ya la hemos escuchado algunas veces en la historia de los últimos ciento cincuenta años de Europa. Y los resultados de la misma han sido invariablemente penosos. Por fortuna, la canciller Merkel no piensa separarse de Europa ni del euro. Si lo hiciera, las consecuencias serían probablemente un verdadero desastre, aún mayor que el actual, para el subcontinente.
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