Cómo explican la realidad los pesimistas, los optimistas y los economistas
En cada ciclo de ilusión y desencanto los argentinos se debaten entre un país "condenado al éxito" o uno cuya "única salida es Ezeiza". Si bien es aquí que nos tocó vivir, el debate entre optimismo y pesimismo trasciende la realidad local y es fuente inagotable de polémicas filosóficas acerca de cómo somos y cómo debemos entender el mundo.
Pesimismo
Los pesimistas suelen ser considerados más serios y moralmente superiores a los optimistas, y por eso los científicos críticos de la sociedad suelen tener mayor prestigio. El pesimismo complace por igual a soñadores utópicos, artistas en busca de inspiración y profetas oscurantistas. El pesimista desconfía del futuro promisorio y narra historias encantadoramente siniestras que revelan que el mundo estuvo, está y estará en problemas.
La posición pesimista bien podría tener una base científica. La Segunda Ley de la Termodinámica indica que una cosa puede salir mal de varias maneras y puede salir bien solo de unas pocas formas. El estado natural del universo es el desastre: todos los días ocurren atentados, crímenes y pérdidas irreparables, y lo saludable viene en dosis pequeñas. La evolución ha reservado su lugar para el pesimismo, pues lejos de crear las condiciones para ser felices, nos preparó para comer otros organismos o para evitar ser comidos por ellos. Hay que ser conscientes de los riesgos y prepararse para la lucha evolutiva.
Para un pesimista, un optimista no es más que un vendedor de ilusiones a domicilio, un ingenuo en el mejor de los casos y un defensor del statu quo y del poder en el peor. Un pesimista es, después de todo, un optimista con experiencia.
Optimismo
El pesimismo sirve para el análisis social, pero la gente suele comportarse así. El sobreoptimismo ha sido bien documentado: una gran mayoría de la población afirma conducir mejor que el promedio, defiende tener hijos más inteligentes que el promedio y arriesga tener más altura que el promedio. Los libros de autoayuda insisten en que ser optimista habilita sentirse bien con uno mismo y triunfar en la vida.
Tali Sharot estudió el "sesgo optimista" y afirma que el 80% de las personas lo sufre. En su maravillosa charla TED señala que se subestima la posibilidad de sufrir cáncer o de tener un accidente, y que se sobreestima la longevidad y las posibilidades laborales. Pese a que las tasas de divorcio son de 40%, los recién casados insisten en que su chance de separarse es nula. Para colmo, los optimistas reinciden, justificando la atinada frase de Samuel Johnson: "Volver a casarse es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia". La buena noticia, sostiene Sharot, es que el optimismo vuelve a las personas más decididas y más saludables. Más aun, la mera expectativa positiva nos hace felices hoy, lo que explica por qué somos más felices los viernes que los domingos. Para un optimista, un pesimista es un depresivo que abandona la pelea de la vida y escribe su propia receta de la infelicidad.
Realismo
Es inútil preguntar a un pesimista o a un optimista por su actitud, pues su respuesta invariable será que su postura es realista. Pero, ¿cuál es la realidad? Steven Pinker publicó en 2018 un libro sobre la prosperidad mundial y fue acusado de optimista dogmático, aunque él se autodefine como un optirrealista. Pinker cita infinidad de datos que corroboran el progreso y, si bien reconoce posibles desgracias, considera que los humanos lograrán sobreponerse a ellas.
Es indudable la sensibilidad humana a las pérdidas, a las críticas y a interesarse por las malas noticias. Se valora el riesgo mediante recuerdos fáciles de recuperar, como las imágenes aterradoras. Por algo tenemos idiomas donde las palabras asociadas a sentimientos negativos duplican a las positivas. Además, nuestra empatía ante esas imágenes suele ser proporcional a la distancia emotiva, dando lugar al "kilómetro sentimental", según el cual en un accidente preguntamos primero si ha muerto un familiar, luego un argentino y, finalmente, nos preocupamos por el resto.
En cambio, lo positivo rara vez tiene una apariencia contundente. El aumento de la esperanza de vida o el descenso en la pobreza son fenómenos difíciles de retratar, pues se producen lentamente. En un monólogo, el comediante Louis C.K. ironiza: "¿Así que tu avión se retrasó 40 minutos y es el peor día de tu vida? ¿Y luego te pusiste a volar por el aire como un pájaro, sentado en medio del cielo como un dios griego? ¿Y luego tu avión aterrizó suavemente gracias a unas ruedas que ni siquiera sabes cómo se inflaron?". La vara de las comodidades siempre puede estar más alta.
Un sesgo pesimista común es creer que todo tiempo pasado fue mejor. Es el tema de la brillante película de Woody Allen Medianoche en París, donde cada personaje considera que el pasado fue artística y políticamente más interesante que el presente. Los personajes viajan más y más atrás en el tiempo, y los sabios de cada época vuelven a caer en la falacia. Otra versión es la queja sistemática de padres y educadores sobre el lenguaje "de los jóvenes de hoy". En su libro Últimas famosas palabras, el educador Harvey Daniels demuestra que el pánico sobre el estado de la lengua se remonta a 2400 años antes de Cristo.
La sistemática desilusión con las nuevas generaciones es satirizada por la cuenta de Twitter @PessimistsArc, que postea fotos de antiguas noticias con tono alarmista. En 1865 se decía que los niños crecían demasiado rápido; en 1883, que leían demasiado; en 1909, que jugaban demasiado (mientras en Estados Unidos 1,5 millones de niños trabajaban); en 1929, que eran muy egoístas; en 1939, que eran adictos a la radio; en 1954, a la TV y en 1981, a las computadoras (¿se ha cruzado el lector últimamente con alguna nota sobre el impacto de los celulares...?). La cuenta también se mofa del pesimismo tecnológico y cita anuncios desquiciados sobre los riesgos de hablar por teléfono (sordera, descargas eléctricas), andar en bicicleta (escoliosis), o leer libros que contengan un índice (pues fomentan la vagancia).
Pero sin dudas la versión más extrema del pesimismo es el movimiento antinatalista, que en resumidas cuentas consiste en que no tenemos derecho a crear vida sin el consentimiento de la persona involucrada, pues es la única manera de ahorrarles potenciales males a sufrir en este mundo horrible. La recomendación final es evitar tener hijos.
Economismo
En el debate entre optimismo y pesimismo la economía parece haber tomado partido. Por algo es "la ciencia lúgubre". La disciplina actúa como un tesorero, advirtiendo que la plata está siempre a punto de acabarse. La frontera productiva establece un límite infranqueable; el ahorro constituye la base de la fortuna; la restricción externa impide el desarrollo. Producir antes de distribuir, ahorrar antes de gastar, exportar antes de importar... son todas máximas para afrontar un futuro peligroso. Pero, a veces, la ciencia lúgubre también se ocupa de las olas de entusiasmo, que dan lugar a endeudamientos que no siempre se perciben en el presente como obligaciones a afrontar en el futuro.
Lo que domina la profesión, sin embargo, parece ser el excesivo optimismo respecto de las teorías propias y el pesimismo desmedido sobre las ajenas. Y hay más pesimismo que optimismo sobre la posibilidad de que esto cambie en el futuro.
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