Integrarnos al mundo no es el riesgo, la amenaza es no hacerlo
La Argentina enfrenta un punto de inflexión: el planeta vuelve a demandarle bienes, el Mercosur pierde rigidez y las reformas internas crean condiciones para una apertura real; las condiciones para recuperar competitividad
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Hoy se abre una ventana de oportunidad para revertir la política comercial defensiva y paralizante que nos convirtió en una de las economías más cerradas del planeta. En el mundo hay demanda por la Argentina -no solo por lo que producimos, sino por lo que representamos- y varios de los bloqueos históricos a la integración están más débiles: el contexto vuelve más factible modernizar las restricciones inherentes al Mercosur, y la defensa del proteccionismo pierde legitimidad social. La integración ya no es solo deseable, es posible.
En la Argentina solemos discutir la apertura comercial como si fuera una amenaza, cuando el verdadero riesgo no está en abrirnos, sino en seguir cerrados. Durante décadas, el aislamiento fue la norma y sus consecuencias son evidentes: baja productividad, estancamiento del empleo, pérdida de mercados y atraso tecnológico.
Pese a ello, se instaló la idea de que la política comercial argentina es pendular. Falso. No pasamos de la apertura al cierre con cada cambio de ciclo. Lo que se mantuvo constante, en parte por la estructura del Mercosur, fue un sesgo sistemático hacia el cierre. A menudo se confunden episodios de apertura con momentos en que el tipo de cambio abarata transitoriamente las importaciones y genera una ilusión temporal de integración. Pero las reglas de fondo casi no cambian, por lo que no surgen incentivos para la reconversión productiva ni para construir competitividad genuina. El problema no es la volatilidad de la política comercial, sino su diseño persistente y restrictivo.

Paradójicamente, el principal freno a nuestra integración fue el Mercosur, que nació con la promesa de abrirnos al mundo, pero terminó operando como una estructura rígida, con aranceles altos, pocos acuerdos y una gobernanza que favorece el statu quo. En lugar de funcionar como plataforma de apertura, se transformó en un argumento para no avanzar.
Aires de cambio
Pero algo empieza a cambiar dentro y fuera de nuestro país. Entre los factores externos de oportunidad se destaca que las cadenas globales de valor ya no se organizan exclusivamente según criterios de eficiencia. La geopolítica, la seguridad de suministros y la confianza política pasaron a ocupar un lugar central. Aparecen conceptos como nearshoring y friendshoring: producir más cerca, con países confiables y aliados.
En ese nuevo mapa, la Argentina vuelve a aparecer en el radar estratégico. Por su capacidad agroalimentaria, su potencial energético, sus minerales críticos y su orientación prooccidental, el país vuelve a interesar a grandes potencias y empresas globales. Esta vez no somos nosotros quienes golpeamos la puerta: hoy la Argentina despierta interés.
El posible acuerdo Mercosur–Unión Europea también abre un escenario distinto. Es una forma de impulsar las reformas que el bloque necesita sin fracturarlo: lo obliga a modernizarse desde adentro. Puede ser el punto de partida para actualizar reglas y estándares hoy desalineados con la economía global. Y si nos adecuamos a normas europeas, luego será más sencillo avanzar en otros acuerdos comerciales: se recupera la gimnasia que perdimos durante décadas.
Otro factor que vuelve especialmente relevante esta ventana es que la Argentina decidió encarar reformas internas para ordenar la macro y reducir el llamado costo argentino. A la baja de la inflación, la corrección de precios relativos y la desburocratización se suman debates sobre reformas laboral, tributaria y previsional. Ahí aparece un punto central: la apertura y las reformas no son etapas secuenciales, sino procesos que deben avanzar coordinados. Durante años se planteó que no podía haber integración sin reformas previas, y terminamos sin reformas y sin integración.
Hasta ahora no hubo apertura sino una normalización de la gestión del comercio exterior: eliminar restricciones discrecionales no es abrir la economía, sino reestablecer condiciones mínimas de funcionamiento. La verdadera apertura -la que surge de firmar, implementar y sostener acuerdos comerciales- llevará tiempo. Por eso, es tan importante que las reformas internas avancen en paralelo: son las que permiten transitar ese proceso de manera ordenada y construir la competitividad que la Argentina necesita.

Por supuesto, las resistencias subsisten. Los beneficios del proteccionismo están concentrados; sus costos, distribuidos entre millones de consumidores que no tienen lobby ni micrófono. Sectores históricamente protegidos lograron capturar la política pública durante décadas, mientras otros fueron castigados con retenciones, insumos caros y falta de competitividad.
Sin embargo, el impacto del proteccionismo dejó de ser abstracto y se volvió tangible en la vida cotidiana. Está en los precios de los celulares, de la ropa, de los autos y de bienes básicos que en la Argentina cuestan mucho más que en el resto del mundo.
En estos días circuló un gráfico que lo muestra con claridad: en 2023, un trabajador necesitaba más de un salario entero para comprar un lavarropas; hoy, luego de la “acupuntura arancelaria” -modificar aranceles dentro de los márgenes del Mercosur- y de la eliminación de barreras que trababan la importación, alcanza con menos de medio salario. Ese dato resume un concepto clave: cuando se normaliza el comercio, los precios dejan de estar inflados artificialmente. Pero también expone algo mayor: la sociedad empieza a ver los costos del aislamiento y a preguntarse quién gana y quién pierde con este modelo.
Ahora bien, esa normalización es apenas el primer paso. La Argentina necesita reformas comerciales mucho más profundas: revisar el Arancel Externo Común del Mercosur, expandir su red de acuerdos comerciales y alinear sus reglas con estándares globales. La eliminación de las licencias no automáticas, Siras y barreras no arancelarias, corrigió distorsiones urgentes, pero no modifica la estructura de incentivos si no genera certezas de que estos cambios serán permanentes. No se puede producir sin insumos, exportar sin importar ni atraer inversiones si las reglas básicas pueden cambiarse de manera discrecional cada vez que un gobierno -o incluso un funcionario- decide intervenir el comercio exterior. Por eso, los acuerdos internacionales importan: porque vuelven más costosa la marcha atrás, ordenan expectativas y reducen la discrecionalidad. Son el ancla institucional que necesitamos.
Un eventual acuerdo con Estados Unidos, el acuerdo Mercosur–Unión Europea y la adhesión de Argentina a la OCDE no serían gestos diplomáticos, sino instrumentos para transformar de raíz nuestra inserción internacional y nuestra matriz productiva. Permitirían avanzar en lo que todavía falta y, al mismo tiempo, impedir que volvamos a políticas que ya demostraron ser dañinas. En un país donde la arbitrariedad fue la norma, construir reglas que limiten la discrecionalidad es una política de desarrollo.
Hoy, las condiciones externas y domésticas se alinean de un modo excepcional y por eso estamos ante una oportunidad única. Depende de nosotros que esta vez no vuelva a pasar de largo.
*La autora es economista y diputada nacional
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