El nacionalismo de un paraíso turístico
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"Los ciudadanos indígenas son en su mayor parte, analfabetos, idólatras, comprometidos a vagas demostraciones de despliegue monárquico y enteramente incapaces de gobernarse a sí mismos". Esta amable descripción del pueblo hawaiano aparece en "Hawai", de James Michener, como parte del discurso de uno de los protagonistas, Micah Hale, en 1898, en los estertores del Hawai independiente.
La indignación de su esposa, hija de padre norteamericano y de una princesa de las islas, lo dejó "desconcertado" y "aturdido", pero atinó a defenderse diciendo que no se hablaba de ella sino "para ayudar a que las islas formasen parte de Norteamérica" y lo remató: "No sabes cuánto siento si te he ofendido involuntariamente".
A continuación, se recuerda que, el 6 de julio de 1898, el Senado aceptó anexar a Hawai por 42 votos contra 21. "El 12 de agosto de 1898, por proclama del presidente McKinley, Hawai fue incorporado a los Estados Unidos, pero en las islas, ese día de alegría pareció un sepelio. Ningún hawaiano se presentó en público pues todos lloraban la desaparición de su monarquía y de su libertad".
En realidad Michener se quedó corto; en las consultas electorales previas a la anexión, a los hawaianos el gobierno republicano blanco les negó el derecho a voto por su "inferioridad racial" (sic).
Tierra para los misioneros
Para el movimiento nacionalista hawaiano, la tragedia de su patria comenzó no tanto con la llegada del capitán Cook, en 1778, como con el desembarco, 1820, de los misioneros calvinistas norteamericanos, los cuales, según su jefe, Hiram Bingham, quedaron asqueados por la "profundidad de su tenebroso paganismo": "¿Semejantes seres pueden ser civilizados? ¿Pueden ser cristianizados?". De todos modos lograron convertir al rey y pasaron a ser sus consejeros. En 1848, el presidente Tyler dijo que Hawai estaba en la "esfera de influencia norteamericana" y fue apoyado en el Congreso. Entre tanto reunían tierras. Una ley fue aprobada en 1848. La redactaron dos misioneros y un abogado blanco.
Se temía una invasión extranjera francesa o inglesa. Por consejo de los misioneros, el rey cedió y aquella se evitó. El pueblo pensó que podría deberse a la intercesión divina gracias a aquéllos y el rey propuso unir su país a Washington como Estado, pero el Congreso no quiso tener uno de "no blancos" y lo rechazó (1853). Hawai había sido cristianizado y escolarizado, aunque los misioneros mantenían sus propias escuelas segregadas para blancos, rechazaban la mezcla racial y se opusieron a un hospital multirracial.
Hawai, en todo caso, estaba en camino de civilizarse (recordemos que fue el primer país que reconoció la independencia argentina) y el rey Lilaliho (Kamehameha IV) hablaba bien inglés y francés. En un viaje por Europa visitó los salones más aristocráticos y en los Estados Unidos tuvo la experiencia -insólita para un rey- de ser echado de un tren por "negro". Gandhi, que pasó por una experiencia similar en Sudáfrica cuarenta años después, la consideró "la más creativa" de su vida: se vio como David frente Goliat.
En las islas nunca apareció un Gandhi y los reyes fueron impotentes para defender su pueblo. En 1888, las tres cuartas partes de las tierras eran de blancos, una pequeña oligarquía formada por los descendientes de los misioneros. Pero Hawai estaba condenado.
Hartos del gobierno nativo, los blancos realizaron un golpe con la ayuda de "marines", destronaron a la reina Lilihuokalani, y proclamaron la república. El presidente norteamericano, Grover Cleveland, calificó el episodio de "acto de guerra" contra el gobierno de un pueblo "débil, pero amistoso y confiado". Sin embargo, todo quedó igual y Hawai pasó a ser primero territorio y luego Estado, en 1959.
Los nativos
El movimiento nacionalista hawaiano comenzó en 1960 organizando sistemáticamente las aldeas que habían mantenido las tradiciones. También procuró recuperar tierras ocupadas. Un logro muy importante fue el rescate de la isla de Kahoolawe, refugio tradicional de Kanaloa, dios del océano, de las islas y de la navegación, lleno de santuarios, que, desde el ataque japonés de diciembre de 1941, era un campo de tiro de la marina.
Pero la causa hawaiana tiene pocas posibilidades. Para empezar, Hawai es el mayor arsenal atómico del Pacífico. Es una colosal empresa turística controlada -comercio y hoteles- por dinero nipón, en buena parte de origen yakuza (el delito organizado).
Los hawaianos, en su mayoría mezclados, son unos 200.000 en las islas y 90.000 afuera. Son el 20 por ciento de la población (99 %, sin embargo, en Niikau; 60 % en Molokai; 30 % en Hawai, la mayor). El porcentaje de suicidios es el más alto de los Estados Unidos.
Han empezado a plantear su derecho a la autodeterminación y, en 1987, llevaron el problema a las Naciones Unidas. Han hecho manifestaciones -hasta ahora sin violencia- en especial para rendir homenaje a la reina en el aniversario de su destronamiento.
Se calcula que la mayoría se inclina por la autodeterminación coincidiendo con lo que dijo hace un siglo el presidente de la república blanca, Sanford Dole: "Son como niños y si se les permitiera votar quedaría el reino".
Ellos dicen otra cosa: "Nuestro país ha sido y es plasticizado, vendido y explotado. Venden "leis" de plástico, ceniceros de cono... Nos han violado, vendido, matado, ¿y todavía esperan que deseemos que Hawai sea colonia de los Estados Unidos?" (Kahau Lee, 1971). Nada que ver, por lo tanto, con el paraíso de la leyenda turística.
Un gesto de Bouchard
Cuando Hawai era aún conocida como islas Sandwich (el nombre que les dio su descubridor), llegó un día allí el marino francés Hipólito Bouchard, incorporado a las flotas de las Provincias Unidas del Rio de la Plata. Lo hizo el 17 de agosto de 1818 al mando de la fragata La Argentina.
Cuando fondeó la nave, vio a una corbeta de bandera argentina, la Santa Rosa (posteriormente denominada Chacabuco), cuya tripulación, que se había sublevado y había cometido actos de piratería en las costas chilenas y peruanas, terminó vendiendo la nave al rey Kamehameha por dos pipas de ron y quinientos quintales de sándalo.
Bouchard quiso reparar esa afrenta a la bandera y fue a ver al monarca. Tras una prolongada discusión se llegó a un arreglo, y ambos firmaron un tratado de "unión para la paz, la guerra y el comercio".


