Felipe, el príncipe que preservó la corona británica con un estilo cuestionado
El duque de Edimburgo fue el patriarca de una familia sacudida por escándalos y el gran amor de la reina Isabel II
LONDRES.- El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, casado con la reina Isabel II, padre del príncipe Carlos y patriarca de una turbulenta familia real que él trató de asegurarse de que no fuera la última en Gran Bretaña, falleció el viernes de la semana pasada en el Castillo de Windsor, Inglaterra, a los 99 años.
Como “primer caballero del territorio”, Felipe intentó arrear hacia el siglo XX a una monarquía anquilosada por la parafernalia del siglo XIX. Pero a medida que la pompa cedió paso al escándalo y que las bodas reales fueron seguidas de mediáticos divorcios, su misión, tal como él la concebía, fue cambiando: lo que había que preservar era ya la mismísima corona.
Sin embargo, la preservación –de Gran Bretaña, de la monarquía, de siglos de tradición– era la misión desde un principio. Cuando este príncipe alto y apuesto se casó con Isabel, la joven heredera al trono, el 20 de noviembre de 1947 (él tenía 26 y ella, 21), Gran Bretaña seguía muy golpeada por los efectos de la Segunda Guerra Mundial, el imperio británico ya era un recuerdo, y la abdicación de Eduardo VIII por su amor a Wallis Simpson, una norteamericana divorciada, seguía reverberando una década después.
La boda era una promesa de que la monarquía, como el país, sobrevivirían, y esa promesa tomaba la forma casi de un cuento de hadas, con todo, y los magníficos carruajes dorados tirados por caballos, con el cochero en el pescante, y una multitud de súbditos alineados para saludar el paso del cortejo nupcial desde el Palacio de Buckingham hasta la Abadía de Westminster.
Como si eso fuera poco, era un casamiento por amor: Isabel le confesó a su padre, el rey Jorge VI, que Felipe era el único hombre al que podría amar. Felipe ocupó un lugar muy peculiar en el escenario mundial, como esposo de una reina cuyos poderes eran mayormente ceremoniales. Cumplía esencialmente un papel secundario, acompañando a su esposa en sus visitas de Estado y a veces reemplazándola.
Sin embargo, se abocó a cumplir ese rol con el empeño de un trabajo a realizar. “Tenemos que hacer que esta cosa de la monarquía funcione”, habría dicho más de una vez.
Y así lo hizo hasta mayo de 2017, cuando al cumplir 95 años anunció su retiro de la vida pública. Su última aparición individual fue tres meses después. Pero no se desvaneció por completo de la escena pública. En mayo de 2018, reapareció para la boda con toda la pompa de su nieto, el príncipe Harry, con la norteamericana Meghan Markle. Para entonces, ya había resurgido como una especie de figura de la cultura pop, conocido por las nuevas generaciones a través de la exitosa serie “The Crown”.
Las imágenes públicas de Felipe solían mostrarlo en uniforme de gala militar, emblema de sus títulos de alto rango en las Fuerzas Armadas británicas y un recordatorio tanto de su servicio en combate durante la Segunda Guerra Mundial como de su linaje marcial: Felipe era sobrino de lord Mountbatten, líder militar y último virrey de la India.
Muchos veían a Felipe como un personaje más bien remoto a quien cada tanto se le escapaba en público lo que pensaba, con acotaciones salidas de la nada que sonaban desubicadas, insensibles, o cosas peores. Con el paso de los años se supo que en privado Felipe podía ser irascible y demandante, frío y despótico, y que como padres, él y una reina emocionalmente reservada aportaron poca calidez al hogar familiar.
Es más, a medida que los británicos empezaron a percibir que la familia real era cada vez más disfuncional, también advirtieron que Felipe no era un actor insignificante de una situación que llevaba a muchos a cuestionar eso que precisamente Isabel y él habían sido consagrados para preservar: la estabilidad de la monarquía. Al parecer, Felipe no esperaba un escrutinio público como el que vino con los años, cuando los trapos sucios de la realeza se convirtieron en el insumo básico de la prensa sensacionalista, a la que llegó a despreciar.
No hubo titulares más resonantes que los del turbulento matrimonio y divorcio del príncipe Carlos y Diana Spencer. Pero el propio Felipe tuvo la desagradable sensación de ser arrastrado al centro de atención cuando la familia real fue fustigada por los medios por su tibia respuesta ante el duelo de Gran Bretaña por la muerte de Diana en un accidente automovilístico en París, en 1997.
Para Felipe también fue dolorosa la revelación de que el príncipe Carlos, su hijo mayor, había dejado trascender que de niño había sido profundamente herido por un padre que lo menospreciaba.
Aunque la gloria que conoció era en gran parte un reflejo, Felipe disfrutaba de los privilegios y prerrogativas de la corona británica: vivió rodeado de lujos, a bordo de yates, jugando al polo y piloteando aviones. Y también usó su posición para promover el bien común, prestando su nombre y tiempo a numerosas causas, como la construcción de campos deportivos para los jóvenes británicos y la preservación de especies en peligro de extinción.
Al menos para los estándares del palacio, en el hogar tenía detalles de hombre común. Cuando sonaba el teléfono, lo contestaba él mismo, sentando un precedente para toda la realeza. Y en vez de poner tutores para sus hijos en el palacio, como era costumbre de la realeza, los mandó al colegio. Mandó instalar una cocina en los aposentos de la familia, donde freía los huevos para el desayuno mientras la reina preparaba el té, para intentar, según se dijo, que sus hijos tuvieran algo parecido a una vida doméstica normal.
Su origen noble
Felipe nació en la isla griega de Corfú el 10 de junio de 1921, quinto hijo y el único varón del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, que era hermano del rey Constantino de Grecia.
La familia de Felipe no era griega, sino descendiente de una casa real danesa que las potencias europeas habían puesto en el trono de Grecia a finales del siglo XIX. Felipe era sexto en la línea de sucesión al trono de Grecia. Por vía materna, era tataranieto de la reina Victoria, al igual que la reina Isabel. Un año después del nacimiento de Felipe, el Ejército del rey Constantino fue arrasado por los turcos en Asia Menor. El príncipe Andrés, el padre de Felipe, comandante de un cuerpo del Ejército de las fuerzas griegas derrotadas, fue desterrado por la junta revolucionaria griega. Cuando era un niño Felipe fue sacado de Grecia de contrabando en un cajón de frutas, mientras su padre escapaba de la ejecución y encontraba refugio para su familia en París, donde vivieron en situación de estrechez. Cuando sus padres se separaron, a Felipe lo mandaron a vivir con la abuela materna, la marquesa viuda de Milford Haven, nieta de la reina Victoria. Pasó cuatro años en la Cheam School, en Inglaterra, una institución abocada a sacar derechos a los niños de las clases privilegiadas, y luego asistió a la Gordonstoun School, en Escocia, todavía más austera, que aplicaba una filosofía de trabajo arduo, duchas frías y camas duras.
En Gordonstoun, a Felipe se le despertó el amor por el mar, y allí aprendió de náutica y de construcción de barcos. Parecía destinado a seguir los pasos de sus tíos Mountbatten en la Armada. En 1939 ingresó en el Britannia Royal Naval College, en Dartmouth, y fue honrado como el mejor cadete de toda su camada. Al año siguiente, Gran Bretaña entró en guerra y Felipe, de 19 años, se hizo a la mar como subteniente. Fue ascendido a teniente en junio de 1942 y participó en los desembarcos aliados en Sicilia en julio de 1943, para luego sumarse a la campaña del Pacífico. El 2 de septiembre de 1945, Felipe estaba a bordo del acorazado norteamericano Missouri cuando se produjo la rendición de Japón.
No está claro dónde o cuándo Felipe y la princesa Isabel se vieron por primera vez, pero parece seguro que lo invitaron a cenar en el yate real cuando Isabel tenía 13 o 14 años, y que por esa misma época también lo invitaron a pasar unos días en el Castillo de Windsor, mientras estaba de licencia en la Marina. También se dice que había visitado a la familia real en su propiedad de Balmoral, en Escocia, y que al terminar ese fin de semana Isabel ya había tomado una decisión y le había dicho a su padre que ese joven y apuesto oficial naval era “el único hombre al que podría amar”.
The New York Times
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