
Todos los domingos, en un centro comercial abandonado de Bucaramanga, hay una fiesta secreta.
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Todos los domingos a las diez de la noche, cuando Bucaramanga está vacía por todos lados, la Avenida 15 se llena de personas que caminan riéndose y hablando de todo mientras paran los taxis que los llevarán a casa. Como la mayoría son jóvenes, visten de cierta manera y vienen de barrios deprimidos, la gente que pasa –familias que salen del Éxito y trabajadores que regresan en bus a los barrios del sur–, piensa que adentro se acaba de celebrar un encuentro nacional de pandilleros.
Estan equivocados. es cierto que a veces, unas pocas veces en tres años, alguien ha salido antes de las diez con una herida de cuchillo. Es cierto que hay “parches” que se tienen la mala y tal vez arreglarán sus problemas el lunes o el martes en las calles del barrio. Es cierto también que adentro hay peleas y pueden perderse unos tenis en un atraco relámpago. Pero la gente que sale, a una hora en la que en Bucaramanga no se piensa en fiestas, sale precisamente de una fiesta. Una fiesta que han esperado toda la semana porque para su música no hay bares ni emisoras. Los últimos en salir, detrás de un pequeño camión viejo cargado hasta el tope, son un hombre con una sudadera azul que lleva una gorra y dos vigilantes en uniforme. Entonces se cierra la reja de la rampa que lleva a la terraza del Sanandresito La Rosita. Arriba, todo queda oscuro y en silencio.
“Sanandresito” es la manera como se llama en Colombia a los centros comerciales y sectores donde las autoridades toleran tácitamente la venta de mercancía de contrabando. En Bucaramanga [la quinta ciudad del país a unos cuatrocientos kilómetros al nororiente de Bogotá], se construyeron en los años ochenta, tres edificios que buscaban solucionar el problema de los pequeños vendedores de contrabando del Parque Centenario. Dos de ellos, “La Isla” y “Sanandresito Centro” siguen funcionando prósperamente a pesar de que los precios que ofrecen están cada vez más cercanos a los de la mercancía legal.
El Sanandresito La Rosita es otra historia. Fue arruinado desde el principio por la competencia y un diseño no sólo poco práctico sino francamente desagradable, hizo que el proyecto nunca despegara del todo. Actualmente en el sótano funciona el parqueadero de un mercado campesino nocturno y en el primer piso un par de asaderos de pollo. El segundo nivel lo ocupan algunas oficinas de cooperativas y un centro de oración cristiano.
Esto para los negocios con vista a la calle, porque el interior del edificio está abandonado casi por completo y los pocos locales ocupados acumulan juguetes y electrodomésticos que se cubren de polvo esperando clientes.
Sin embargo, cuando se construyó el edificio se esperaban tantos clientes que adicionalmente al parqueadero subterráneo se habilitó un segundo lote en la terraza.
Hace años que ese parqueadero no se utiliza, pero supongamos que el domingo a las dos de la tarde alguien abre la reja que da a la calle y uno puede subir. Entonces es posible caminar y dar una mirada a la ciudad.
Apenas atravesando la Avenida 15 está el almacén Éxito. Sobre el gigantesco edificio pueden verse las banderas de Colombia, Santander y la cadena de almacenes. El calor pegajoso las mantiene plegadas, perezosas como casi todas las personas de Bucaramanga en un domingo, y la palabra “Éxito” [que se repite en varios letreros y vallas en los alrededores] se ve extraña desde este lado de la calle porque aquí, en el parqueadero de la terraza, todo se está oxidando. Hasta el aire se oxidaría por la quietud si no fuera por el humo con olor a pollo que arroja hacia adentro la chimenea de uno de los asaderos del primer piso.
Desde la terraza se ven la catedral y los edificios del centro. Una cosa más llama la atención: el mosaico de un almacén de cerámicas, también al otro lado de la avenida, que dice “Yo amo a Bucaramanga”.
Es difícil creer que, en medio de una tarde como esa haya gente, mucha gente, que se está alistando para una fiesta. Es igual de difícil creer que a esa hora hay movimiento en La Rosita; pero a las dos y treinta de la tarde un camión Chevrolet 55 se asoma al final de la rampa que sin ningún giro sube desde la calle hasta el tercer piso.
El camión sube despacio y parece esforzarse por ganar la cuesta. De él bajan cuatro hombres y un niño sin camisa. Uno de los hombres es don Luis, el conductor. Trabaja en ornamentación y hace acarreos durante la semana, pero el trabajo del domingo es fijo. Los otros tres son los técnicos de la miniteca Mundo Tropical, que durante la semana se llama Miniteca Neutrón y como todas las minitecas se dedica a la música de moda.
Pero no el domingo. El domingo es día de cumbia.
Los hombres descargan las cajas y se dan a la tarea de instalar las luces y los 6000 vatios de sonido. Montan la tarima, aprietan tuercas por todos lados y realizan ajustes de último momento que incluyen la conexión directa a la red eléctrica del edificio. Armar la miniteca les toma algo más de una hora. Cuando están terminando llega “Perico”, el más puntual de los catorce vigilantes privados que trabajan los domingos en la terraza.
Así como los técnicos de Mundo Tropical no se parecen a los roadies de una banda de rock & roll, los vigilantes no tienen los músculos ni la actitud agresiva de los bouncers de discoteca. Sus funciones, sin embargo, son similares. Cuando llegue la gente, Perico y el resto del equipo se encargarán de vigilar la fiesta, separar las peleas y sacar a los que armen problema. “Todos los vigilantes deberían llegar a las tres, pero antes de las cuatro y media no hay mucho que hacer”, dice Perico, que ahora aparece vestido con el uniforme café de la compañía, que ha remplazado el jean y la chaqueta de cuero gastada con los que había llegado. Cada uno de los vigilantes recibe treinta mil pesos [US$10] por una jornada que termina a las once de la noche.
A las cuatro, el staff básico está completo y se prueba el sonido. En las fiestas de la terraza trabajan seis DJs que se rotan los turnos. El primer turno, que empieza a las cuatro, es el peor porque hay que comenzar a poner la música antes de que entre el público; y hasta entonces, a pesar de que el sonido parece haber disipado el aire pesado de la tarde, el parqueadero de la terraza sigue estando solo. A las diez, cuando se apague la música, tal vez salgan ochocientas, mil o dos mil personas, pero todo está solo hasta que empiezan a llegar los que bailan. Y la primera que llega es Leydi.
Leydi tiene 16 años, cabello claro, y piel blanca. Durante la semana trabaja como vendedora en un almacén del centro y hasta el año pasado estudiaba los sábados en un colegio de bachillerato semestralizado. Como la mayoría de las mujeres que van a bailar a las fiestas de la terraza, lleva pantalón descaderado y blusa corta. La “ombliguera” es la norma y el vientre se muestra sin reparo, al punto que ni siquiera las mujeres embarazadas se preocupan por ocultarlo. Leydi vive en La Trinidad y desde hace tres años, cuando comenzaron las fiestas de Mundo Tropical en la terraza de La Rosita, ha sido la primera en llegar. Hoy la acompaña Diana, una morena de falda y la blusa corta obligatoria.
— “¿Vienen solas?”
— “No, venimos con unos amigos, pero no han llegado”.
A lo largo de la noche uno escuchará una y otra vez frases como esa. Las mujeres de la cumbia, casi es mejor decir las niñas porque ninguna pasa de veinte años, nunca vienen solas. Están solas, dan vueltas por la terraza sin ninguna compañía y salen a bailar con desconocidos, pero siempre hay alguien por ahí que las espera.
O eso dicen. “Vine con mi esposo que está en el baño” o “con mi hermano que fue a comprar cerveza”. Sin embargo si hay problemas, y sí los hay, nunca es por causa de ellas.
“Desde que uno se muestre firme no le va a pasar nada. Ya si hay peladas que se dejan tocar de todo el mundo, pues claro ellas se ganan que les falten el respeto” dirá una de las bailarinas más tarde durante la fiesta. Por ahora entra un grupo de muchachos que pasa derecho sin fijarse ni en Diana ni en Leydi. Vienen del barrio Girardot y visten gorras, ropa ancha y tenis caros. Atraviesan la terraza para sentarse en el piso de cemento junto a un muro.
Se les nota el “desparche”, el estar en la terraza como esperando que pase algo sabiendo que de todas maneras no va a pasar gran cosa y al otro día, el odiado lunes, habrá que levantarse. “Soy mucho provinciano, me levanto bien temprano, con mis hermanos a trabajar. No tengo padre ni madre ni perro que a mí me ladre, pero tengo una esperanza de progresar”, dice una cumbia que describiría la situación sino fuera porque, claro, la canción habla de un provinciano.
En Perú, la cumbia reúne por igual a los jóvenes desempleados y a los recién llegados del campo. En Bucaramanga, en cambio, los cumbieros son hijos de la ciudad y, al contrario de lo que se piensa, casi ninguno viene de los barrios formados en las afueras por campesinos desplazados. Los cumbieros trabajan en talleres, almacenes o en las fábricas de calzado que se han venido convirtiendo en el sector más representativo de la economía local. Algunos venden en la calle o estudian en colegios públicos.
“Hay de todo. También vagos” , dice uno de los recién llegados que siguen sentados en el cemento mientras Leydi y Diana bailan solas. Pero el baile tiene que empezar y entre la gente que llega comienzan a formarse parejas. Nadie da claves concretas a la hora de bailar cumbia y nadie explica. En el aprendizaje del baile no hay teoría. “Es sólo sentir”, dice un tipo de bailado tieso. Johnny, que sabe del asunto, lo deja más claro.
–¿Cómo se hace para bailar cumbia?
–Pues bailando, ¿cómo más?
La cumbia no es posible sin mujeres, pero a la larga es un baile de hombres. Son ellos quienes practican, quienes ganan los concursos y quienes ensayan durante la semana. Son ellos los que deciden cómo y cuándo mezclar los pasos de rock & roll, tango, salsa y merengue que complementan el paso base. Son ellos los que pueden mover a su pareja de una lado a otro, pasársela entre las piernas y hacerla girar sobre su cabeza mientras ella abre los brazos apoyada en su estómago.
Ivan, un ayudante de zapateria del barrio El Refugio, fue por mucho tiempo el rey de la tecnocumbia, pero ahora está en el ejército y allí durará dos años hasta que cumpla su servicio obligatorio como soldado regular. En su ausencia han aparecido nuevos bailadores que aspiran remplazarlo y no descansan un segundo. Como Johnny Pradilla, que no se sienta en toda la noche: “hay que aprovechar la entrada”, dice. Leydi, que acaba de bailar con otro tipo, lo reafirma “uno no va a pagar por quedarse quieto”. Los dos coinciden en algo más: “El que viene, viene todos los domingos”.
Es curioso que a pesar de que nadie admita haber faltado, los organizadores dicen que hay buenos y malos días. En los buenos se pasa de dos mil asistentes, en los malos puede haber menos de cuatrocientos. No importa cuántas personas entren, el precio del tiquete no es negociable. Cada devoto de la cumbia debe pagar 3.500 pesos [alrededor de U$1.25] y del dinero recogido debe salir para el pago de la vigilancia, los DJs [cada uno cobra 30.000 por noche], el alquiler del lugar y el sonido.
Leydi y Johnny, que cada dos o tres canciones cambia de pareja, tienen razón, hay que aprovechar la plata, el viaje, la trasnochada y la espera por la requisa de la entrada. “Lo que menos me gusta es que me quiten los zapatos”, dice Leydi. Igual, nadie entra a la fiesta sin requisa. Esa es otra de las cosas que tienen que hacer Perico y los demás vigilantes. El mayor de ellos, el más amable y el que más habla, se llama José.
–“Llevo tres años en este puesto. Cuando supe que iba a venir aquí a prestar el servicio de vigilancia pensé que iba a encontrar personas difíciles. Hasta miedo tuve al principio”.
Lo que dice resume lo que piensa la mayoría de los bumangueses sobre la tecnocumbia. Si en Perú se discrimina por raza, al asociar la cumbia con los mestizos y los campesinos llegados a la ciudad, aquí se discrimina por clase y por barrio.
–“¿Usted ha pasado por La Rosita un domingo por la noche ?”
Muchas personas contestarán que no. A pesar de que la construcción del Éxito ha dado un nuevo aire al sector, sigue siendo un lugar donde no es bueno estar después de que cae la tarde. Los que han pasado, en bus o en automóvil, contestarán:
– Sí, eso es lleno de ñeros.
“Ñero”, una palabra que tiene que ver con mal gusto, crimen y barrios bajos. Están en calles como la Avenida 15 frente al edificio de La Rosita, donde todo el mundo piensa que es imposible caminar de noche sin recibir una puñalada. Un “ñero” en Colombia es como un “malevo” en Argentina.
–¿Le gusta la tecnocumbia?.
–Qué va. Eso es de ñeros.
Los malevos de Buenos Aires engrandecieron el tango. Los desempleados y marineros de Liverpool asistían a un club llamado La Caverna. Como el rap al principio de los ochenta, como el flamenco en una época, la cumbia es música de ñeros. Viendo a los que no bailan, a los que siguen sentados en un murito y pensando en cuánto quieren su música y en los trabajos mal pagos que los esperan al día siguiente, uno termina pensando que la tecnocumbia es el punk de los latinoamericanos.
–¿Qué es el punk ? –pregunta don José.
–Es la música de los ñeros ingleses.
En todo caso la violencia está ahí y hay que cuidar a los que van a la fiesta. Las cuatro detalladas requisas por las que deben pasar los asistentes mientras recorren la rampa de entrada incluyen no sólo la quitada de zapatos que tanto molesta a Leidy, sino el uso de detectores de metales. “La mayoría de la gente es bien, pero hemos encontrado gente que esconde chuzos en las costuras del pantalón o se los pega con esparadrapo a la espalda”.
Adentro la regla es simple, el que arme problema es expulsado y se le prohibe la entrada por tres semanas. Lo mismo vale para el que no se deje requisar o intente entrar armas.
–Pero sí ha salido gente chuzada. Ninguno muerto, pero hay chuzados de vez en cuando. ¿Se acuerda la vez pasada que vino ?
El que habla es uno de los habituales de la cumbia y sí, claro que recuerdo, estaba hablando con los que hacían la fila cuando se escuchó un escándalo y entre varios vigilantes y asistentes sacaron a un muchacho jovencísimo, pálido y asustado. Lo habían “rayado” en la espalda. Lo sentaron y le dieron agua. Luego lo llevaron a la casa.
–La herida era cosa de nada, un rayoncito apenas. Fue más el susto.
La gente sabe que a la terraza no se puede entrar armado. Algunos sin embargo, tienen la precaución de esconder el chuzo en los alrededores. “Aquí es firme” dice Jair “pero en el barrio es otra cosa. Allá a uno no hay quién lo cuide. Los problemas no se arreglan aquí, en la fiesta, pero uno no sabe qué pueda pasar mañana o pasado”.
Las peleas y el consumo de drogas han hecho que las relaciones con las autoridades sean más bien variables. Otro punto es la venta de cerveza a menores de edad, que ahora se maneja limitando el consumo a una zona de la terraza donde sólo puede ingresarse presentando la cédula de ciudadanía. Fuera de esta zona se vende gaseosa y empanadas. De todas maneras son pocos los cumbieros que beben mucho. “Una, máximo dos cervezas por noche si hace mucho calor”, dice Johnny. “Agüita no más”, dice Leidy.
También se consiguen “bombombunes” a la entrada del baño de mujeres. María Angélica, una mujer envuelta en un saco absurdo para el calor de la fiesta y que no parece disfrutar el espectáculo, vende los bombombunes y cobra los doscientos pesos que valen tres cuadritos de papel higiénico.
–¿Y si uno trae el papel también paga?
–También, la entrada vale doscientos.
Eso puede explicar que las mujeres se alimenten de bombombunes y los hombres tomen cerveza: para ellos, el baño es gratis. A ratos, por física pereza, alguien orina en uno de los rincones apartados de la terraza. Durante la noche nadie está pendiente de limpiar los baños, pero, a pesar de ese aire decadente compartido con los baños de estadio, se mantienen presentables.
En la zona de los baños la música no tiene el volumen atronador del resto de la terraza y se puede conversar con calma, por eso algunos grupos de mujeres alargan la ausencia de la pista para comentar los detalles y últimos sucesos de la fiesta. En la zona de bebidas, donde se reúnen los hombres, hay una salida de sonido y hablar es más difícil. Al fondo una mujer mayor [sólo la sección de empanadas está atendida por mujeres jóvenes] saca cervezas en lata de canecas plásticas llenas de hielo. El resto del mobiliario lo componen mesas y sillas de plástico.
En una de ellas está sentado un hombre que no bebe. Viste una gorra negra y una sudadera que lo hace parecer un profesor de educación física. Sólo le faltaría el pito, pero no lo necesita. Se llama Mauricio Serrano y le dicen “Sam” [o “San”, depende de la pronunciación]. También lo conocen como “Maestro Sam”, “DJ Sam” y “El rey de la cumbia”. Aparece de cuando en cuando en las dedicatorias que bandas peruanas lanzan en sus grabaciones; es otro de los pioneros, pero para entender lo que representa hay que esperar hasta el momento en que un escándalo interrumpe la charla de Leydi y Diana frente a la puerta del baño y a Johnny que dice: “Yo estuve en Bogotá y allá no hay cumbia. Yo estuve en Manizales y allá no hay cumbia” [es cierto, la única ciudad colombiana que los grupos de cumbia nombran en sus canciones es Bucaramanga].
Son las ocho y media. La música se detiene y las luces se encienden en medio de gritos y silbidos que duran hasta que una voz se escucha por todos los parlantes. Es Sam quien habla desde la tarima:
– Se perdió un par de tenis y hasta que no aparezca no sigue la fiesta.
“Plata no se pierde casi porque los muchachos cuidan las cosas, pero relojes y gorras sí”, decía don José al comienzo de la fiesta. Claro, en un baile de miniteca con más de mil personas una gorra desaparece en segundos.
El crimen está presente en las letras de la cumbia, aunque en general se cuentan historias de criminales arrepentidos que lo han perdido todo. El criminal de las cumbias, a diferencia del personaje de los “corridos prohibidos”, no se siente orgulloso de sus faltas.
“Entró a un negocio al frente de la plaza, cerca de su casa, gritaba al entrar «Deme el reloj, esa alhaja, el dinero» y con mucho miedo se puso a temblar. Volvió a la villa con gran desconcierto, su madre había muerto, no pudo aguantar... Fue a devolver lo que había robado y lo capturaron cuando quiso entrar “ [“El callejero”, Dimensión Tropical].
“Poco a poquito fui creciendo por malos caminos, vicios y placeres, toda mi vida retorciendo, licor y cigarros, violencia y mujeres. Aún recuerdo ese día, era navidad, mi madre llorando, a mí se arrodilló y me pidió que yo cambiara y yo cambié... y hoy, Señor, te la quieres llevar” [“Malos caminos”, Grupo Celeste].
“Señor carcelero, abra por favor, abra la puerta que yo quiero ver, a mi madrecita por última vez, dicen que la llevan en un ataúd. Dios mío, perdona mis errores, yo fui un hijo malo, que la hizo sufrir. A mi pobre viejecita, escuchen mi lamento apiádense de mí” [“Carcelero”, Estrella Azul].
El amor a la madre. El fracaso. Mucho podría decirse de un pueblo donde la culpa pesa tanto. El criminal de poca monta siempre pierde. Si quiere cambiar, de malas, los prejuicios no lo dejan.
Por eso, por los prejuicios, en Bucaramanga la cumbia sigue arrastrando la fama que le dejó la época dura, cuando los eventos terminaban en tropeles y era costumbre que los bailadores dejaran cuentas por trago en las tiendas que quedaban cerca a los salones comunales y parques donde, al principio, se organizaban las minitecas. Hoy, a pesar de la experiencia y la logística, los organizadores insisten en que a Mundo Tropical se le exigen con todo el rigor los papeles y requisitos que en otro tipo de eventos pueden negociarse.
“A pesar de eso, de las trampas de los políticos que prometen apoyo y después no nos reciben en sus oficinas y de la realización de conciertos de otro tipo de música que nos han obligado a realizar la miniteca en otros espacios por algunos fines de semana, llevamos 39 meses sin parar un solo domingo”, dice Fernando Palomino.
Leydi se acerca a la reja que separa la pista de baile de la tarima donde se ubican los DJs y le pide a Palomino un saludo para su barrio. Leonor, de diadema rosada y blusa blanca, hace lo mismo. “Palomino es mi compadre”, dice.
Desde hace tres años, Fernando Palomino ha estado junto a los DJs por dos razones. La primera es la materialista: es el dueño de las luces y el sonido y no pierde de vista sus equipos. La segunda es que se ha convertido en el vocero del movimiento, el que da la cara y habla de la tecnocumbia en Bucaramanga. Palomino es cortés siempre y no pierde la oportunidad de contar la historia de Mundo Tropical y las fiestas de la terraza de La Rosita. Mientras “Mario Cumbia”, otro de los organizadores, es reservado y mira con desconfianza a los extraños que de vez en cuando visitan la fiesta, Palomino no para de hablar. Incluso trabajó en radio promocionando la cumbia hasta que se cansó de que la emisora reclamara el crédito sin brindar ningún apoyo real. Cuando alguien quiere saber de la cumbia, le pregunta a Palomino.
– Aquí han venido estudiantes de varias universidades. También se han escrito cosas para diarios como Vanguardia Liberal y El Tiempo, noticas corticas, cosas así, y noticias para la radio.
Le gusta que se hable de la cumbia. Le gusta que se hable de su miniteca, que a veces aparece en las dedicatorias de artistas peruanos como “Palominoshow”. Se comporta como un ejecutivo de disquera pero no interrumpe su monólogo para contestar su teléfono celular ni para responder los llamados por radioteléfono que le hacen desde varios lugares de la terraza.
“Comencé en la música tropical escuchando a Pastor López en el 84. Yo tenía como catorce años. A los dieciséis ya no me perdía ninguna de las minitecas”.
En ese entonces la cumbia apenas se estaba definiendo y sonaba en fiestas donde se revolvía con vallenato, salsa, merengue, house y rock en español. Entonces sólo unos pocos iniciados tenían grabaciones de cumbia.
“La única manera de conseguir música era conectar un betamax o un VHS y una grabadora a la salida del televisor y trasnochar o levantarse temprano para ver los programas de cumbia en los canales peruanos”.
En eso coinciden los cumbieros veteranos. El fenómeno de la cumbia no se explica sin la televisión peruana que se popularizó en Colombia a finales de los años ochenta, cuando en cada barrio se instaló una antena parabólica [apropiadamente llamada “perubólica”] que capturaba ilegalmente la señal de los canales que transmitían vía satélite.
Así pudieron verse los programas de HBO, MTV y CINEMAX sin pagar televisión por cable [que en esa época era un lujo de los estratos altos], pero el grueso del paquete eran los canales peruanos como América, Global y Frecuencia 2, donde podían verse películas y series traducidas, talk shows atrevidos y programas de cumbia como el de Janet Barboza. Por ahí empezó todo.
“Hasta el 95, cuando un primo viajó a Perú, no hubo en Bucaramanga tecnocumbia. Las fiestas se hacían a punta de casettes”.
En el 95 Leidy tenía siete años. Eso explica que, a pesar de declarase la eterna primera en llegar, no conozca muy bien la historia de la música que baila toda la noche.
– ¿Qué grupos te gustan?
– Celeste, Maravillosos, Pintura Gris.
– ¿Cuál más?
– No sé, otros.
– ¿Y canciones?
– Hay unas que me gustan mucho pero no me acuerdo los títulos.
– ¿Ninguno ?
– Amor de amantes.
– ¿Esa?, ¿la que está sonando?
– Esa. Sí.
– ¿Cuál más?
– No, no me acuerdo.
Johnny le lleva un par de años. recuerda más y conoce más. Nombra a Estrella Azul, a Destello y a Los Sonideros. Nombra a Guinda de Perú y a Guinda de Argentina “Porque hay dos Guindas, creo que también hay un Guinda colombiano”.
–No, Guinda colombiano no hay– aclara Palomino.–Hay peruano y argentino.
En Argentina el movimiento es fuerte y la cumbia, llamada “cumbia villera” para diferenciarla de la “cumbia chicha” peruana, tiene un espectro tan amplio que existen grupos como Damas Gratis que recurren a sonidos reggae y ska y letras izquierdistas a lo Sepultura o Rage Against The Machine:
“Quiero que todos se amotinen, levanten bien las manos, que se pongan a rezar los guardias y refugiados de esta prisión. A mi no me importa morir, abrime la celda que me quiero ir”.
Por extraño que suene, siempre es posible establecer paralelos entre el rock y la cumbia. Hay quien dice que Los Shapis fueron una especie de Beatles cholos que intentaron una cumbia limpia y posaron de niños buenos y Lorenzo Palacios, “Chacalón”, fue un Mick Jagger que hizo una carrera de 30 años y solía dar conciertos gratuitos en las cárceles de mujeres. Cuando murió, se convirtió en el mártir de la cumbia. Un Morrison o un Kurt Cobain. Sus afiches adornan las paredes de miles de cuartos en Colombia, Perú y Bolivia.
– Sí “Chacalón”, ahora el que canta es su hijo “Chacaloncito”. La música de Chacalón es bien difícil de conseguir. Yo tengo por ahí algunos álbumes”.
Grupos como Celeste y Maravillosos llevan años de carrera. Al fondo, sentados por ahí o recostados contra los muros, se ven algunos de sus seguidores de entonces. Son los veteranos, la vieja guardia de la cumbia, y su mirada apagada contrasta con la juventud radiante de Leydi, la presencia de Palomino o la agilidad de Johnny. “¿No ves mis manos muertas, no ves mis ojos tristes vacíos y sin luz?”, dice la cumbia “Caridad”, que pareciera hablar de ellos. Los veteranos no bailan, no llevan tenis caros, no usan gorra y no hablan ni siquiera entre sí. En cambio fuman mucho y de vez en cuando se dan una vuelta por ahí pidiendo monedas para una cerveza u otro cigarrillo. Recuerdan datos sueltos. Nombres de grupos. “Los Pakines” “Supergrupo”, “Chacalón, por supuesto”. “Chapulín” Salguera que quiso ser alcalde de Chupaca. “Los Ecos”. Las fiestas en el coliseo de Floridablanca, los asesinatos de la Mano Negra...
Sería difícil reconstruir una historia de la cumbia a partir de sus declaraciones fragmentadas, pero hay un nombre que no dejan de mencionar: “Destellos”, el grupo de Enrique Delgado que comenzó a mezclar los ritmos colombianos de Pastor López y Alfredo Gutiérrez con guarachas peruanas y otros ritmos andinos. Fue esta banda la que con su tema “Huascarán” dio nacimiento oficial a la cumbia chicha, que se afincó en los barrios populares de Lima y Huancayo y se internacionalizó cuando Tito Mauri, líder de Los Biochips, se unió a Rossy War [la Janis, la Madonna, la Tina Turner] para cambiar la instrumentación tradicional por bajos eléctricos, baterías, teclados y secuenciadores. De ahí salió la tecnocumbia.
“A la cumbia tradicional también se le llama cumbia seca, pero ahora se dice cumbia para hablar de la cumbia seca y la tecnocumbia, que es el género que en la actualidad tocan todos los grupos. La cumbia tropical original, la colombiana, es un género que no se ha vuelto a grabar”.
Sin embargo en Perú se reconoce el aporte de la música folclórica colombiana al nacimiento de la cumbia chicha, al punto que en los medios especializados, que incluyen programas de televisión, revistas y páginas en Internet, es común referirse a Colombia como “el país de la cumbia”.
– ¿En Colombia se toca cumbia ?
– Aquí se baila cumbia.
– ¿Se baila cumbia y no se toca cumbia?
–No. Grupos propiamente no hay. Tuvimos un grupo que se llamaba La Tribu y tocaba canciones de grupos peruanos. Otras veces se han grabado sobre pistas voces con las letras adaptadas a Colombia.
– Entonces no hay conciertos...
– Trajimos a Celeste y a Cielo Gris que son grupos clásicos y como le digo a veces ponemos a cantar a colombianos. Pero la gente sigue prefiriendo las versiones originales. El sentimiento peruano.
Es cierto, al mirar por encima, todo es peruano, pero resulta difícil imaginar a qué se refiere Palomino cuando habla de “letras adaptadas a Colombia” pues, aparte de algunos pocos regionalismos comprensibles, las letras de la música que bailan los cumbieros de la terraza son claras en Colombia, Venezuela o Panamá. Hablan de las alegrías, penas y trabajos del amor, de la tristeza de la ciudad y el desarraigo, de un mundo disparejo.
Hablan de lo que habla la música, pero no cruzan camino con las corrientes de los ritmos de moda que han desaparecido. Dignamente alejada de las diferentes variaciones del “muévelo, mami, restriégalo, mami”, la cumbia reúne cada vez más coleccionistas.
– ¿Cuántas cumbias tiene en su colección, Palomino ?
– Dieciséis mil.
– ¿Tantas ?
– Dieciséis mil, pregúntele a Pollo que hace rato está que se habla.
Acristian le dicen “pollo mix”. casi toda la élite del mundo de la cumbia termina recibiendo apellidos como “Mix”, “DJ” o, por supuesto, “Cumbia”. Ha estado mirando a Palomino y sí, tiene ganas de hablar. Pero mientras Palomino habla como un experto en manejo de medios, Pollo lo hace como desahogándose. Se enreda, baja la voz y se atropella. Por eso suena tan honesto y es imposible dudar de lo que dice.
“Palomino ha hecho mucho, pero él empezó a trabajar con fuerza ya aquí en la miniteca y trabajando más que todo tecnocumbia. Acá antes se escuchaba la cumbia chicha, la cumbia seca original que pasaban en Sábado espectacular y Muévete con Janet. En la cumbia vieja se nota más la mezcla de lo tropical y el canto andino y a mí me gusta más que la tecnocumbia. En Perú con esa música se hacían fiestas bravas. Le daban una puñalada a alguien, llegaba la ambulancia a sacarlo y luego seguía la fiesta como si nada. En Perú es así”.
–¿Usted ha estado en Perú ?
–No, pero eso se sabe. Allá la gente toma mucho.
–¿Y aquí cómo eran las fiestas ?
–Eran bravas pero no tanto. Al principio se hacían con luz prendida porque si se apagaba había pelea y no se sabía quién comenzaba. Luego se hicieron fiestas en salones comunales de Floridablanca y el barrio Campohermoso y luego sí empezó la miniteca en la terraza. Al principio había fiestas en otros lados, ahora sólo queda Mundo Tropical. Yo empecé como DJ, éramos cuatro y cada uno traía su música. La gente era menos pero era más conocedora. Ahora hacen a veces una cosa que se llama La Hora Loca, donde ponen salsa y alternativo.
–Y no le gustan esas combinaciones...
–Unas cosas sí, pero no todo, la gente que viene conoce la música pero no la historia.
–¿Por eso ya no pone música?.
–La envidia santandereana. Al principio nos respetábamos los turnos y nos colaborábamos. Luego empezó a entrar otra gente, gente que ni siquiera sabe mezclar o que ya trae las mezclas hechas. Yo de DJ trabajo ya sólo por raticos.
A ese punto volverá, sin perder la oportunidad de hacer notar cuándo un DJ se equivoca o abusa de los temas nuevos. Para Pollo hay que saber de cumbia para gozarla dignamente y no se aguanta a los que bailan sin preocuparse por las letras [“Son letras reales, letras de lo que nos ha pasado a todos. Escuche una que se llama «El aborto»”]. No canta ni baila y casi se diría que le molesta que la gente piense en la cumbia sólo para rumbear.
“Se puede rumbear, pero hay que pensar. Pensar ¿Me entiende? Allá en Perú se está dañando la cumbia porque cada vez es más la gente que baila pero no piensa”.
Pollo, como Palomino, podría durar horas nombrando grupos y temas y también su colección es respetable. Obviamente se limita a la cumbia. Palomino, en cambio, también colecciona vallenatos, salsa, merengue y rock en español. Al fin y al cabo es con esa música que su miniteca trabaja toda la semana.
–¿Más melómano que cumbiero?
–Más cumbiero. Pero me gusta de todo.
También a Leydi le gusta de todo. Johnny se limita a lo que se pueda bailar con gracia y por eso excluye el vallenato. Don José nunca escucha cumbia fuera de su trabajo. Pollo es radical de radicales. Ocupado en su trabajo como coordinador de logística y lejos de las tribulaciones que le daba ser un DJ de la vieja guardia, se pierde entre las parejas de la pista, algunos de los veteranos lo saludan de paso y luego bajan la cabeza esperando que los de la tarima les boten cumbias viejas.
El encuentro en la rosita todos los domingos es un ritual y los DJ son los sacerdotes. Ellos miden el ánimo de la gente, mantienen la fiesta y, en una escena donde los conciertos son escasos, representan la encarnación de la música. Ellos, mezclando a ratos y animando otros, envían los saludos a los barrios y a la gente, incluso a los que no pueden escucharlos [“Un saludo para Sergio, en el Patio 5 de la Cárcel Modelo”, “Un saludo para el difunto Alexis”]. Ellos dan los autógrafos y sus caricaturas aparecen en los discos que se venden en la calle.
Mario Cumbia, DJ Morocho, Saúl Mix, Borojó y Papa Frank son los Animadores/DJs más populares de las fiestas de Mundo Tropical en La Rosita, pero Papa Frank no ha vuelto. Parece que ha tenido algunos desacuerdos con Palomino y lleva cuatro semanas sin venir. El público lo pregunta mientras sigue el ritmo marcado por otro DJs desde la tarima. En el baile hay que reaccionar rápido para encajar en los cortes de las canciones, para cambiar el paso entre Rossy War y Pintura Gris, entre Guinda argentino y Guinda peruano, entre clásicos a los que se les agrega el beat que se siente en el estómago y nuevos éxitos con algunas estrofas rapaeadas, canciones que aún no han llegado a Colombia,.
Mientras juega con la consola, Saúl levanta la mano izquierda para animar a los cumbieros. Los DJs no bailan en la pista, pero no dejan de moverse siguiendo el ritmo. Los veteranos se molestan cuando se corta demasiado rápido una canción clásica pero no lo dicen en público. A un DJ no se lo critica. Los operadores mantienen la mirada atenta a las señales que les indicarán cuándo cambiar las luces o lanzar el humo. De lejos parece como si la coordinación entre público, música y luces hubiera sido ensayada muchas veces.
La pausa entre un DJ y otro, precedida de una mínima despedida grabada y el anuncio del siguiente turno, es corta. Cinco segundos y listo. Son las ocho de la noche, el sudor moja las camisas anchas y hace brillar los vientres descubiertos y cada vez son más los que se escapan por una cerveza a la zona de bebidas. Corren desde la pista y diez segundos después están de regreso limpiándose la boca con la manga de la camisa. Las niñas siguen chupando bombombun como si de ahí sacaran la energía para no dejar de bailar.
–¿El bombombun no les da sed?
–Sí, mucha.
–¿Entonces?
–¿Entonces qué?
–¿Por qué lo comen?
–No sé, contesta Leydi a los gritos porque comienza a sonar una fanfarria electrónica a volumen brutal. La música suena más duro conforme avanza la noche. En las pausas quedan zumbando los oídos.
–Amigos y niñas lindas de Mundo Tropical. Les tenemos una sorpresa. Después de sus vacaciones en España, regresa Paaaaaaaaaaapa Fraaaaaaaank.
La ovación es unánime pero breve porque la música vuelve a sonar. Palomino, que anunció al público el regreso, baja de la tarima y dice: “lo convencí”. Suena cómplice y satisfecho. Suena a amigo reconciliado.
Papa Frank es uno de los DJs más veteranos, sabe de cumbia y por supuesto nunca ha estado de vacaciones en España. Su hermano, Mario Niño, realizó junto a Leonardo Carreño un documental donde puede vérsele pintando una valla sobre una avenida del centro. Eso es lo que hace para ganarse la vida. Frank habla con propiedad de los parches de Floridablanca y Provenza que entre pelea y pelea establecieron la cumbia.
“Como ahora, ellos buscan la inclusión, pero a la fuerza”, dice reflexivo, pero ese es el pintor de paredes, el hombre fuera de la terraza. En la tarima es Papa Frank y no necesita hablar para dirigir la rumba de mil personas. Gente que baila y corea las canciones. Las niñas se acercan para pedir más saludos, que Frank dosifica a lo largo de su actuación. Cuando el saludo es para un barrio o un parche, los aludidos gritan. Cuando el saludo es para una niña, sus compañeros la silban.
Beto Cumbia ha recibido varios saludos durante la noche. No es un adolescente ni un cumbiero veterano en decadencia y tres cosas lo diferencian de la mayoría de los bailadores, tiene bigote, lleva el cabello largo y es el único que usa la camiseta de un equipo de fútbol. En Perú hay mucha gente que es de cumbia y fútbol, hasta Rossy War cantó “Cienciano campeón”, pero en Bucaramanga es una cosa o la otra. La razón es elemental: los partidos se juegan el domingo, a la hora de la fiesta. Beto lleva una camiseta del Atlético Nacional, un equipo de Medellín.
–¿Cuando Nacional viene a jugar en Bucaramanga usted qué hace?
La respuesta no se escucha. Beto Cumbia no piensa gritar.
–¿Qué hace, entonces?
–Lo que le dije.
–Yo no presto la musica nueva, porque disco que presto es disco que a los dos días se consigue en la calle –dice Palomino.
–¿Dónde se compra la cumbia? En San Bazar, allí se la venden –dice Johnny.
–Aquí no vendemos eso –dice la dependiente de un almacén de discos en Cabecera, la parte más exclusiva de la ciudad.
–Le tengo la que quiera –dice Beto.
Las cuatro opiniones resumen la dinámica del negocio de la cumbia en Bucaramanga. A pesar del crecimiento de la escena cumbiera, es imposible conseguir música legal. Los discos llegan de Perú o Argentina a las manos de los DJs y coleccionistas y, a falta de espacio en la radio, se promocionan en las fiestas de la terraza. Después de algunos domingos de rotación, las canciones más populares se filtran y terminan en compilados que se venden en la calle o en San Bazar, una bodega junto a Sanandresito Centro, donde se vende ropa, bolsos y música pirata.
Aunque los DJs se quejan de la piratería, los discos con sus mezclas se venden a tres por cinco mil junto a los compilados de temas clásicos y de moda. En las grabaciones se escuchan los mismos saludos que en las fiestas de la terraza y las caricaturas de los DJs y organizadores comparten espacio con el logo de un pirata dibujado que descaradamente anuncia “Apoye el trabajo, compre pirata”. En San Bazar se consiguen también DVDs con videos y conciertos de los grupos peruanos y argentinos, compactos con las pistas listas para la voz del aficionado y afiches de los artistas. La música que celosamente guardaron los coleccionistas se vende en copias caseras. El domingo siguiente, los compradores estarán cantando esas canciones en la terraza y recibirán los saludos de Papa Frank y los demás DJs hasta que la música se detiene, se prenden las luces y Sam anuncia que la fiesta está parada hasta que no aparezcan los tenis que alguien, entre la confusión y el humo del baile, le arrebató a otro de los asistentes.
“Segunda vez que lo digo, se perdió un par de tenis y hasta que no aparezcan no sigue la fiesta”.
Si palomino es el rostro visible del movimiento y Frank el espíritu de la fiesta. Mauricio “Sam” Serrano debe ser el corazón. Empezó hace cinco años y desde hace tres, cuando con varios de sus amigos inventó las fiestas en la terraza, su obsesión ha sido quitarles a las fiestas cumbieras el aura de violencia que siguen arrastrando. “Claro que la gente tiene razón. Antes daba miedo. Ahora hay menos problemas porque organizamos un buen evento. Los cambios en la música también influyen porque la cumbia seca era más para tomar y la gente se ponía peleonera. La tecnocumbia tiene ese latido electrónico que hace que la gente se ponga contenta a bailar”.
“Pero hay letras tristes: «La lluvia que cae golpea en el cristal, siento vacío si no estás a mi lado»”, [eso es una cumbia de American Pop, me encanta la voz de la vocalista]
–Sí, bueno así la gente se ponga triste pero no se pone agresiva. No le estoy diciendo que ya no haya problemas, claro que los hay, como en cualquier evento masivo. Por eso tenemos los vigilantes.
–¿Y la policía ?
–Ellos ayudan, pero a veces su actitud hace que la gente se alborote más.
“Por las buenas uno colabora, pero hay agentes que llegan insultando y así cómo”, había dicho antes Dubey, un vendedor ambulante y cumbiero. “Ni modo, ellos cumplen órdenes”, piensa Pollo.
“No puedo creer lo que me decían, que tú andas ahora con un policía”, dice la canción “Mujer maravilla”, de un grupo que lleva el sicodélico nombre de Reflejo azul. Los bailadores tratan de sonar conciliadores, pero los cantantes se desquitan con su música. Las cosas a veces se complican con la autoridad.
“Con la droga hay otro problema, al principio la tolerábamos...”
[No sólo al principio, hasta hace un par de meses uno podía caminar en medio de las fiestas de la terraza y ponerse a tono con el aire sobrecargado de humo verde. “Pues está la marihuana y el baile. Pa’ qué, más”, decía un cumbiero con varios porros encima].
“... pero hemos tratado de que disminuya. La gente sabe que aquí no se puede fumar marihuana delante de todo el mundo. A los que cogemos se les habla y casi siempre entienden que eso no se puede hacer aquí”.
Es cierto, aún a veces llega el olor a marihuana, pero es difícil saber de dónde viene o quién está fumando. Es cierto también lo del buen trato. Sam no pelea con nadie y se ha ganado el respeto de toda la escena cumbiera. Caminar con él en medio de la fiesta de la terraza es sentirse escudero del duro de los duros. La gente lo mira como si fuera a la vez misionero salvador y padrino de la mafia. Los que hace un rato te habían mirado como a un intruso ahora te sonríen [“Hombre, si hubiera dicho que venía con Sam...”]. Mientras damos la vuelta por la terraza, un celador encuentra fumando a uno de los veteranos. Le dice “Apague eso”, y el tipo alza la voz. Sam camina despacio hasta el lugar de los gritos y repite la orden. El tipo lo apaga.
“Todo bien Sam, todo bien”.
“No importa si se fuma o no, eso es cosa de cada quien, pero hay que saber dónde se hacen las cosas. Si controlamos las peleas, la droga y la venta de trago a menores, la policía no nos molesta. Si se nos dispara todo, nos cierran el evento”.
Las fiestas de cumbia que se inventó con Saúl, Frank, Pollo y Palomino marchan bien. Sam vive tranquilo en el barrio Antonia Santos y de vez en cuando lo nombran padrino de uno de los niños de parejas que se conocieron en la terraza [niños nacidos de padres y madres que muchas veces ni siquiera tienen cédula de ciudadanía para entrar a la zona de bebidas]. Sin embargo Sam, fiel a la vocación redentora que le exigen los temas cumbieros que hablan de gente que se pierde en el crimen, no se conforma con el respeto y ahora invierte su parte de las ganancias en “Alianza para todos”, una organización que trabaja en su barrio capacitando jóvenes pandilleros. La mayoría de ellos lo conocieron en las fiestas de cumbia y ahora trabajan en una panadería que está dando utilidades.
“El problema es que nadie hace nada. Todo el mundo critica pero nadie hace nada”, un lugar común que justifica sus acciones y el hecho de que salga de último. A las 9:55 se detiene la música y, mientras los técnicos cargan de nuevo los equipos en el Chevrolet 55, los cumbieros bajan por la rampa hasta la Avenida 15. Los veteranos se van caminando entre los callejones cercanos. Los jóvenes bajan abrazados y riéndose, algunos arrinconan a sus niñas [a sus “cholitas de la cumbia”, como dice la canción] para besarlas. Ellos saben a cerveza y ellas al último bombombún que todavía no terminan. Leydi y Jhonny, que no se conocen, se pierden cada uno por su lado entre la multitud que comienza a dispersarse. Algunos paran taxis y negocian el precio del recorrido. Todos comienzan a esperar el próximo domingo.
Sam, Perico y don José son los últimos que salen, luego uno de los vigilantes de La Rosita cierra la reja al final de la rampa. Nadie subirá en los próximos seis días. Tal vez el proyecto de Sanandresito La Rosita fue un fracaso, pero la existencia del edificio se justifica por las fiestas dominicales. A las once de la noche, la Avenida 15 está tan sola como el resto de la ciudad. Nadie diría que aquí hubo una fiesta, una fiesta grande de gente que vive y muere por su música.
Eso será a las once, a las ocho y media Sam está en la tarima y la música se ha detenido.
“Tercera y última. O aparecen los zapatos o se acaba la fiesta”.
Y los zapatos, unos tenis que valen lo de un año de entradas a la terraza, aparecen. Los amigos de la víctima se lanza contra el ladrón que va solo. Perico y don José separan la pelea. Después Sam habla con el ladrón, lo mira con cara de padre decepcionado.
– Perdone Sam, qué pena.
Sam menea la cabeza. Pollo mira de lejos por si cualquier cosa. Palomino dice que frescos, que no pasó nada. Beto Cumbia se acomoda la gorra. Johnny chifla. Leydi mira. Los dos se alistan para bailar. Las luces se apagan. Papa Frank pone la música.




