
Autobiografía en tercera persona
Invernadero, de Gonzalo Castro
1 minuto de lectura'
Gonzalo Castro estrenó, finalmente, su tercera película, la mejor -hasta ahora- de su corta filmografía. Con la primera, Resfriada , no tuvo suerte. Con la segunda, Cocina , mejoró el juego al registrar la cocina de una arquitecta real que reemplazó el diseño por el arte culinario. En la tercera, Invernadero (que se ve en el Malba, Figueroa Alcorta 3415; los sábados y domingos, a las 18.30) va por un escritor verdadero, el experimental mexicano-peruano Mario Bellatín, manco de nacimiento y munido de una prótesis mecánica, quien ficciona delante de la cámara algunos aspectos de su intimidad.
Bellatín no funciona como cabeza parlante, sino como protagonista de una puesta en la que participa su entorno inmediato. La propuesta atrapa por cómo el cineasta se mueve en ese mundo y por el enigma que éste, finalmente, encierra. Como en su anterior experiencia, la cámara circula tranquila por la geografía habitual del escritor, conocido por obras como El jardín de la señora Murakami , Pájaro transparente y El gran vidrio, que aceptó el juego de mostrarse como figura protagónica de su realidad y de una ficción muy vinculada a su deambular cotidiano, a su perro, una singular toma de posición frente a la vida (asegura que ya está muerto) y a los muchos momentos de lucidez implacable.
Castro saca partido de la cámara estática, sin necesidad de recurrir al convencional plano-contraplano a la hora de registrar un diálogo, y a puertas adentro. Quizá por eso mismo en el afiche se vea a su hija abriendo una puerta para darle paso y a él mismo, de espaldas a los ojos del espectador. Castro intenta darle una vuelta al relato pero, como era de esperar, es allí donde la ficción vuelve a entrometerse.






