Luz, cámara, autobiografía: cómo Bergman, Assayas, Allen, Tarkovski y Almodóvar contaron sus vidas en pantalla
No es Alejandro González Iñárritu el primero en plasmar en pantalla sus recuerdos de la infancia y analizar cómo ellos modelaron su transformación en director; para comparar con su excesiva Bardo, que llegará en diciembre a Netflix previo paso por las salas de cine, cinco obras célebres que lidian con la intersección entre la memoria y la imagen
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El estreno en salas de Bardo, la película con la que Alejandro González Iñárritu vuelve a México y a su pasado, permite volver a ver muchas de las películas que funcionaron como memoria de sus creadores, escapes a su infancia o ejercicios sobre sus miedos personales y profesionales. Acaso las más célebres fueron Ocho y medio (1963) de Federico Fellini, una mágica exégesis de la mente de un cineasta al borde de un ataque de nervios, en la encrucijada de sus miedos y tentaciones, intentando superar el hito de La dolce vita, de trascender desde esa intoxicada primera persona los límites del propio cine. Y, diez años después, La noche americana (1973) de François Truffaut, quien ya había visitado su infancia a través de los ojos de su álter ego Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes (1959), y esta vez expone un rodaje en todas sus alegrías y contratiempos, su camaradería y su vocación de historia. El cine inmortaliza lo que estaba condenado a desaparecer, lo que solo tiene valor por su condición efímera.
Otros cineastas también expusieron su autobiografía de manera indirecta o descarnada, velada en desvíos y fabulaciones; se tentaron con la búsqueda de perdón y la inevitable tendencia a cierto exhibicionismo. Pensaron sus películas hacia el final de sus vidas como una reconciliación con su pasado, como una exploración de lo imaginario, como un regreso a la obra célebre o maldita, como un oasis ante la página en blanco. Cada uno de ellos entregó los secretos de su viaje, los pensamientos tras la consagración, los rencores silenciados por el mérito. Todas esas películas laten incandescentes con ese trozo de memoria que las hizo posibles, que todavía sigue viva en la inmortal condición de las imágenes.
Irma Vep (1996)
Irma Vep ostenta el extraño caso de un doble regreso al pasado, un culto a la cinefilia de la que se es espectador primero, y de la que se es artífice en una segunda vuelta. En los 90, Olivier Assayas era un alumno aventajado de la revista Cahiers du cinema, había recogido su amor por el cine de esos años de escritura, del pasado de su padre como guionista de la industria francesa de posguerra, y también de su rebeldía posmoderna alimentada por el pop, el videoclip y el cine oriental. Irma Vep –disponible en Mubi– era la malvada de Les Vampires, la obra seminal del Louis Feuillade en el cine mudo, pero también era Musidora, la vamp por excelencia del cine francés silente. Y en su película, Assayas la convirtió en Maggie Cheung, una actriz del cine hongkonés a la que admiraba al verla en sus destrezas bajo la dirección de Johnnie To, pero también la musa con la que finalmente se casaría. El arte se nutría del amor y el amor se consagraba en el arte. Quien filmaba a Maggie en la ficción no era otro que Jean-Pierre Léaud, y allí Assayas reinventaba el legado de la nouvelle vague y cerraba el círculo de su historia.
El tiempo pasó, Irma Vep se convirtió en una película de culto; Assayas se divorció de Maggie Cheung y filmó otras películas; la actriz de Con ánimo de amar llegó a cima y se retiró del cine envuelta en el misterio. La serie de HBO Max Irma Vep, una de las mejores de este año, no es solo un regreso a aquella película emblemática de su carrera y una profunda reflexión sobre el cine ahora en un tempo nuevo, más allá del novedoso digital de los 90, de esos trajes de látex de sex shop, invadida por el mainstream de superhéroes y los tiempos de las redes sociales, sino que es una carta de amor a ese pasado compartido. Un intento de hallar a Maggie en la piel de una nueva Irma Vep, ahora con el rostro de la sueca Alicia Vikander, un fantasma que deambula por tejados y atraviesa paredes, que se escapa de la memoria de ese director atribulado (interpretado por el genial Vincent Macaigne), que la persigue sin encontrarla. Irma Vep es una historia personal como pocas, una historia hecha de cine como tantas.
Fanny y Alexander (1982)
Si hay un cineasta que regresó una y otra vez a su pasado para alimentar su cine, ese es Ingmar Bergman. En todas sus películas hay retazos de sus recuerdos de infancia, temores de su crianza religiosa, imágenes de las iglesias que visitaba con su padre –un severo pastor protestante–, sabores de las frutillas en verano, sensaciones de placer y tormento. Pero Fanny y Alexander fue el cierre definitivo de su vida como hombre y creador, un intento de reconciliación en la vejez con aquellas sombras de su niñez, los castigos ejemplares y la felicidad sin miramientos. “Al final quiero dar forma a la alegría que hay en mí y a la que tan poca y débil vida doy en mi trabajo. Poder describir la fuerza de la acción, la amabilidad, la gentileza. No estaría tan mal, por una vez”, dijo a propósito de la idea de Fanny y Alexander en su libro Imágenes.
La película cuenta la vida de una familia burguesa, numerosa y conflictiva, en la Suecia de principios del siglo XX. Si bien la figura de la abuela, matriarca cariñosa y expansiva, resulta clave para el desarrollo de la familia, el relato se irá concentrando en la perspectiva de dos de los niños. Tras la muerte de su padre, la madre de Fanny y de Alexander vuelve a casarse y aleja a sus hijos de ese hogar poblado de gritos, sueños y fantasías. El nuevo padrastro, un pastor protestante muy riguroso –que recuerda al padre de Bergman–, los introducirá en el mundo del castigo, de la crueldad y la autoflagelación. Fanny y Alexander fue una obra ambiciosa, con gran cantidad de extras y un elevado presupuesto con aportes del Instituto Sueco de Cinematografía, también pensada en episodios para televisión y luego exhibida en una versión de 188 minutos en cine. Bergman recurre a la obra de sus amados escritores, desde Shakespeare hasta Ibsen, a la confrontación entre arte y religión, a la relación entre el cine y el teatro. Descubre en esa reconciliación con su propia historia la afirmación de la imperfección como el signo distintivo de toda humanidad. Disponible en Qubit TV y Xiclos.
Recuerdos (1980)
Después de haber sido comediante de stand up sobre los escenarios de Nueva York, de convertirse en guionistas de ciclos televisivos como The Colgate Comedy Tour en la NBC, de escribir una columna regular en The New Yorker y saltar de guionista de ¿Qué pasa, Pussycat? (1965) a director de Robó, huyó y lo pescaron (1969), Woody Allen finalmente llegó a la mayoría de edad. Consiguió el éxito con Annie Hall, dos extraños amantes (1977), el modelo de comedia neurótica que daría cuerpo a ese género en la década siguiente, y rindió culto a su amado Bergman en Interiores (1978) y a su ciudad de ensueños en Manhattan (1979). Recuerdos era la estación obligada a la hora de repensar cómo seguir, una película de ecos fellinianos que se sentía propia, dolorosa, algo anárquica e impostada, pero llena de genuino sentimiento.
La historia es la de Sandy Bates (interpretado, cómo no, por el propio Allen), un director de cine que lleva mucho tiempo limitado al registro cómico, marcado por relaciones sentimentales frustradas, quien no puede lidiar con la celebridad y con los fans que lo acosan, y que pretende convertirse en artista. Un artista en serio, no un simple comediante. Como una declarada evocación de la Ocho y medio de Fellini, si bien Recuerdos es una película en la que Allen intenta unirse a esa galería de autores que admira, también es aquella en la que anticipa su libertad en el manejo de la estructura narrativa, en la que combina escenas realistas, como las que muestran sus discusiones con los productores, con oníricas, inspiradas en los sueños fellinianos pero también en sus propias pesadillas. Sandy es su doble gesticulante y amargo, caprichoso e infantil, que no sabe amar ni ser amado, que se refugia en la prestidigitación para evitar el dolor de estar vivo. Disponible en Apple TV+.
El espejo (1975)
El espejo es la película más personal de Andrei Tarkovski, un cineasta cuyo universo siempre se nutrió del orden imaginario. Una película audaz y poética, modelada en imágenes nacidas de los recuerdos de su infancia. Sin embargo, no todo es subjetivo en El espejo. Hay una fuerte presencia de la Historia: la guerra civil española (los refugiados republicanos de Andalucía, y fragmentos de noticieros de la época), el estalinismo, la Segunda Guerra, Mao y el libro rojo de la revolución cultural china, todo está evocado desde la memoria de un adulto en crisis que recapitula las circunstancias de su vida. Los poemas que se leen en off son los de su padre y están registrados por la voz de Arseni Tarkovski.
El espejo comienza con una escena autónoma que precede a los títulos: una sesión de hipnosis en el transcurso de la cual una médica logra vencer la tartamudez de una adolescente. Las palabras “Ya puedo hablar” y la música de Bach parecen prolongar la revisión existencial emprendida por un hombre que está “en el medio del camino de la vida”. Al igual que el protagonista Alexei (a quien solo conocemos por el relato en off), Tarkovski acaba de divorciarse y su hijo tiene la misma edad que él cuando su padre abandonó el hogar. La enfermedad de Alexei recuerda a su tuberculosis, cuyas secuelas lo obligaron a dejar de fumar. Así, su memoria parece remontarse más allá de lo conocido, en el momento en el que fue concebido por sus padres acostados en la hierba. Todos los recuerdos confluyen: Maria joven tendiendo la ropa y el pequeño Alioska; María anciana, que se aleja con los chicos, el canto del cuco, los pájaros, la imagen de la cruz en el prado. Pese a la controversia que generó la película en la URSS, acusada de exhibir un “mundo privado de manera incomprensible y confusa, cayendo en un ejercicio vacuo del formalismo”, lo que más interesa a Tarkovski –más allá de las audacias formales, las escenas oníricas y el desarrollo de un complejísimo montaje– son los sentimientos que provoca esa historia en el público al invitarlo a revivir el pasado como forma de reflexión sobre la propia identidad. Disponible en Qubit TV y Xiclos.
Dolor y gloria (2019)
Nutrido de su crianza en La Mancha y su descubrimiento de Madrid en plena movida, Pedro Almodóvar no podía sino volver a sus orígenes en el cine de su madurez, alimentado por el peso de una larga trayectoria y los sueños cumplidos de su éxito, los arrepentimientos que visten sus fracasos. Dolor y gloria es una historia en primera persona dividida en dos tiempos, o quizás escindida entre lo real y lo imaginario, esos territorios tan lindantes como promiscuos en su confección. Salvador Mallo (Antonio Banderas, también de regreso) es un director que ha vivido la gloria y ahora padece una serie de dolores que no lo dejan en paz. En su casa, templo habitado por ecos de sus creaciones, por infinidad de cuadros como en un museo, deambula como un fantasma en presente, aquejado por la soledad y el temor al olvido.
Sus guiones y su escritura, antes consignados como vía expiatoria, ahora parecen anegados en la falta de inspiración. Un páramo que abre el tiempo a la reflexión sobre su pasado, aquella infancia en la España de Franco, una madre pobre y unas cuevas blancas; los amores perdidos en los años 80, en la vorágine del destape y la fiebre de la fama; y un presente en el que intenta seguir filmando cueste lo que cueste. Almodóvar demuestra que el pasado es también invención, que la memoria a veces es caprichosa y benévola, y otras, cruel y despiadada. Como esa madre que lo ama y lo reprime, engrandecida con los colores que faltaban en los tiempos de Franco, intentando desenredar el rosario hasta el final de sus días. Disponible en Movistar Play, Claro TV, Apple TV+ y Google Play.
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