Con qué lloramos en el cine
Algunos cinéfilos franceses coquetearon con la idea de ser "hijos del cine", porque cinephile y ciné-fils ( fils , "hijo") suenan casi igual. El juego de palabras lo pensó Serge Daney, con la idea de que el cinéfilo "hijo del cine" nace mitológicamente en tal y tal película. El amor al cine, entonces, visto también como un cuidado amoroso que prodiga el cine, que vamos a buscar al cine. El cine como padre, como lugar de aprendizaje y también de refugio. Muchos cinéfilos han (hemos) sentido eso en algún momento con el cine, en el cine. Entre las leyendas, siempre urbanas -algunas de ellas basadas en numerosos casos reales- sobre los cinéfilos y los críticos de cine están estas dos: que no saben manejar coches y que no tienen hijos. Para ser más precisos: que la proporción de cinéfilos y críticos que saben manejar es menor a la de los adultos en general, y que tienen menos hijos que el promedio de la clase sociocultural a la que pertenecen. Pero más allá de estas leyendas, el cinéfilo -ese que se siente cobijado en la sala de cine, que siente que el cine lo constituye- en algún momento, quizás, avanza contra los mitos y las estadísticas y hasta aprende a manejar un coche. E incluso hay críticos de cine que tenemos hijos. O hijas.
No es lo mismo "salir al cine" desde la llegada de los hijos, porque tienen la ocurrencia de nacer pequeños y con necesidad de diversos y constantes cuidados: en las malas películas, cuando quieren mostrar "lo difícil que es ser padre", ponen bebes que lloran 25 horas al día. Tampoco es lo mismo ver películas en casa. Hay una nueva manera de organizarse, de adecuarse a las novedades humanas del hogar. Pero el eje de esta nota no está puesto en esas cuestiones de logística parental. Está claro que hay que organizarse de otra manera para ver películas, maximizar el tiempo de formas creativas o con menos descanso, o con más atención a los mensajes que pueden llegar de quienes estén cuidando al hijo recién estrenado en la casa mientras se está en el cine, pero hoy nos proponemos empezar a responder esta pregunta: ¿se ven distinto las películas después de ser padre? ¿El cine nos mira, nos interpela de otro modo?
Lágrimas de padre
Está claro que al ver películas ponemos en juego emociones diversas, maleables, cambiantes (claro que cambiamos; los fanáticos inmóviles no cambian, pero ése es otro tema). Sabemos, sabíamos, que se ve el cine distinto al enamorarse o durante alguna clase de duelo (y, Truffaut lo sabía muy bien, son muy distintas las películas vistas en situación clandestina). Pero, y esto dicho desde la propia experiencia, intransferible pero al menos narrable, nada, ni siquiera los mejores anteojos nuevos para aquellos que somos miopes, cambia tanto el ver películas como el convertirse en padre. Y lo más destacable del asunto es que en ese trance ni siquiera sabemos qué es lo que se nos movió en nuestra estructura emocional y qué cosas se nos van a activar emocionalmente ante el poderío del cine. El cine, no es ninguna novedad, tiene la capacidad de sensibilizarnos con mucha velocidad e intensidad: en una sala oscura y frente a una gran pantalla, la aceleración en pocos segundos de cero a diez lágrimas es moneda corriente para quienes tenemos la capacidad -a veces exagerada- de llorar en el cine. Al convertirnos en padres, confirmado, empezamos a llorar por cosas que antes no nos hacían llorar, y apenas nos hacen cosquillas películas que antes nos parecían aptas para nadar entre lágrimas.
En julio de 2007, tres meses antes de que naciera mi primera hija, vi Ratatouille en el cine, un jueves a la mañana en un cine casi vacío. Me reí mucho. Pero lloré, emocionado, aún más. Estaba convencido de que había llorado por la perfección artística de la película y por la pasión por la excelencia en la comida que manifestaba Rémy, la rata protagonista. Pensé que nadie me había visto llorar ese día en el cine, pero más tarde me llamó un amigo (que ya tenía algunos años de experiencia en eso de ser padre) y me dijo: "Me contaron que te vieron llorando en Ratatouille , ya te está pegando la paternidad". Desestimé su comentario, con algún gesto interno al mejor estilo John Wayne. Pero volví a ver Ratatouille tres días después y volví a llorar; esa vez le eché la culpa de las lágrimas a la extraordinaria excepción de que nevaba en Buenos Aires.
Pero el imprevisto cambio emocional de cinéfilo a cinéfilo-padre ya estaba consumado. Convertirse en padre modifica definitivamente la manera de ver cine, sobre todo la de llorar y emocionarse en el cine. Y no lo cambia de una vez y para siempre: los hijos crecen y nos hacen ver el cine como padres de otras maneras a lo largo del tiempo. Y hasta pueden venir nuevos hijos que nos hacen saber con seguridad que quizá no nos arriesguemos nunca más a rever Jude (esa tragedia con Kate Winslet), o al menos no reverla entera. Ser padre tiene el poder de que te impacten como nuevas, y sobre todo sorprendentes, cosas que ya te habían advertido una y mil veces que te iban a impactar. Hay entonces una clave para entender las nuevas emociones, que se descubre luego de algunos años de ser padre, y que seguramente ya la sabían los miles de millones de padres que nos han precedido en la historia de la humanidad: el paso del tiempo. Los hijos, como nadie, nos recuerdan que no somos inmortales: si ellos crecen, nosotros seguimos creciendo. Bah, envejecemos. El cine, como ningún otro arte, es un arte del tiempo, del registro del paso del tiempo.
Y aquí, en este tema fundamental que bien llevado puede hacernos humedecer las mejillas (y el cuello de la remera, es un hecho, y más con una hija a upa en el cine) se imponen dos películas cruciales de los últimos años: ToyStory 3 es una. La obra maestra de Pixar dirigida por Lee Unkrich plantea la mayor aventura, la inexorable, la vertiginosa aventura del paso del tiempo. Pone en escena la imposibilidad de poner pausa (aunque la vida, ciertamente, nos parecía menos vertiginosa antes de tener hijos, incluso a veces detenida). ToyStory 3 plantea sutilmente, de costado, en un plano al comienzo, ese paso del tiempo: la oreja derecha del perro Slinky está gastada. Los años pasan también para los juguetes. No cualquier película se mete así, de lleno, con el tiempo y sus efectos, con el fin de la niñez, con la finitud de la vida. Y podríamos hablar de los dos finales de la película: el final angustiante y terminal, que se soluciona por un deus ex machina casi literal, y el final más vital pero igualmente lúcido en cuanto a lo que no podemos detener y fijar.
Otra película que puede impactar fuerte si se es padre -o si se tiene alguna mascota- es Marley y yo , de David Frankel. Marley y yo , por afiche y tráiler, parecía una de esas películas tontas de "perro que es un desastre pero al final salva a la familia contra unos malhechores y sobre los créditos finales le hacen una torta de cumpleaños". Pero la película no iba por ahí. Esas expectativas chocan contra un relato que pivotea sobre el perro de nombre Marley para contar en segundo plano un relato de maduración, sobre formas de hacerse adultos, sobre ciertas aceptaciones, sobre los cambios, sobre las responsabilidades. Owen Wilson y Jennifer Aniston, que de alguna manera habían crecido en el cine con los que nacimos a fines de los sesenta/principios de los setenta, de repente estaban casados y tenían hijos. Y quienes nos habíamos convertido en padres un poco antes de Marley y yo en algún momento de la película entendimos que en ese perro grandote estaba cifrado el paso del tiempo. La muerte de Marley le permitía a Owen Wilson y a Jennifer Aniston mirar hacia atrás, tener un momento de lucidez reflexiva en medio del vértigo de ser padres. Y les permitía a los hijos enfrentarse con la realidad de que nadie es para siempre. Y en ese momento tuvimos que buscar a toda velocidad el pañuelo. Bah, los pañuelos.
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