Don Quijote vuelve a ser un clásico torbellino de danza, pero distinto
Una excepcional celebración con dirección de Julio Bocca y coreografía de Silvia Bazilis y Raúl Candal, que afirma la tradición secular del Ballet del Teatro Colón
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Don Quijote, ballet en tres actos. Coreografía: Silvia Bazilis y Raúl Candal, sobre la original de Petipa/Gorsky (coreografía de la “Variación de las copas”: Mikhail Baryshnikov.) Música: Ludwig Minkus. Por el Ballet del Teatro Colón. Dirección: Julio Bocca. Escenografía y vestuario: Hugo Millán. Iluminación: Pablo Pulido. Repositora invitada: Lorena Fernández Sáenz. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires; dirección: Manuel Coves. Producción del Ballet Nacional del Sodre (Montevideo, Uruguay). Próximas funciones: viernes 25 y sábado 26 de julio, a las 20, y el domingo 27, a las 17. Hasta el 3 de agosto. Nuestra opinión: muy bueno.
La célebre recreación del arquetipo cervantino vuelve a ocupar el escenario del Colón. Pero no es un Don Quijote más; hay un marco celebratorio que le impone distinguirse: la conmemoración de los cien años de los Cuerpos Estables del Teatro. Uno podría preguntarse cuántas versiones de esta pieza se habrán conocido a lo largo del siglo transcurrido desde 1925. ¿Decenas?, ¿centenares? No importa; lo cierto es que se produce en un momento de auspiciosos cambios, en el que un bailarín formado en la casa y luego convertido en figura internacional ha asumido la conducción de la compañía. Julio Bocca, en efecto, ha orquestado iniciativas como para estimular módicas renovaciones en la obra.
Como para romper la rutina de la trajinada pieza, apela a una versión de dos creadores que la sintieron en sus propios cuerpos muchas veces: Silvia Bazilis y Raúl Candal fueron, durante un par de décadas, la pareja central de los Quijotes que se bailaron en el Colón hacia el final del siglo pasado. Después, en 2014, la montaron para el Ballet oficial del Uruguay (el Sodre) y ahora la muestran al público local. Quedan algunos chispazos de la versión de Zarko Prebil, tan frecuentada por el BETC, pero el rasgo saliente inmediato es que la abultada estructura tradicional se concentra en un periplo de poco más de dos horas. Podría abreviarse más, tal vez, pero ese lapso basta para consumar (como acabamos de comprobarlo en el estreno) algo de lo que proponía Cervantes en el capítulo XX de la Segunda Parte de su obra magna, “Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico, con el suceso de Basilio el pobre”. Así nomás, con la sencillez de los clásicos.
Sin embargo, poner en movimiento y ambientar con bailes y trajes a todos los personajes y situaciones del original y transponerlos al mundo del ballet no es tan simple. El centro de atención que tienta a los virtuosos de la danza, el romance de Basilio y Kitri, sigue incólume. También, las trapisondas a las que tendrán que lanzarse sus intérpretes, Juan Pablo Ledo y Ayelén Sánchez (al menos, en el estreno; después, habrá parejas invitadas) para esquivar la oposición del padre de ella, que pretende casarla con el opulento Camacho. Pero -happy ending obligado- el propio Quijote intervendrá en favor de la unión de los jóvenes.
La dinámica grupal de la compañía se agita de entrada, en la escena colectiva de la plaza de la aldea, incluidos El Torero (Lucas Matzkin) y su séquito, el Hidalgo de La Mancha (Matías Santos) y su presunto escudero (Leonardo Reale). La llegada de estos dos motiva una serie de danzas filofolklóricas. Un par de aldeanas alternan con Basilio, pero es Kitri quien atrae la atención: las diagonales en déboulés que Ayelén ejecuta aquí respiran fluidez, la misma que regirá en su dúo con Ledo al inaugurar el segundo acto en tiempo lento, en el campamento de los gitanos. El jefe de estos, Jiva Velázquez, no pierde la oportunidad de lucir sus saltos y su facilidad para la grand pirouette; lo acompaña Maricel De Mitri, felizmente recuperada para la Compañía oficial.
En lo que podría denominarse “interludio de las dríades”, reaparece la promisoria Mora Capasso como la Reina de esos seres de la mitología de los bosques, que aquí respaldan a las sutilezas de Ayelén Sánchez, ahora convertida en la Dulcinea que Don Quijote ve en su sueño. Todo transcurre durante este injerto de ballet en blanc, un momento de sosiego en medio de tanta algarabía folk al que el bloque femenino de la compañía se adapta, en tiempo y estilo, sin esfuerzo.
En la Taberna, Lucas Matzkin vuelve a exhibir su porte de Torero, ahora más desafiante en sus posturas, de líneas rígidas, casi una provocación dirigida al encantador pero ingenuo barbero enamorado de Kitri. Mikhail Baryshnikov, que supo encarnar a Basilio, consideró que el personaje necesitaba un solo para resarcirse, y así nació la “Variación de las copas” (una respuesta al Torero, en buena medida), otro injerto que la dirección de la compañía decidió incorporar a esta versión de la obra. Ledo tiene que vérselas con los frecuentes doble tours de este pezzo di bravura reservado a los virtuosos. Lo salva con corrección, lo cual ya es mucho decir, dadas las dificultades técnicas del segmento.
Así llegamos al siempre esperado grand pas, en el que se cifra el tercer acto. Aquí sería ocioso intentar innovar. Amén de las variaciones de las chicas (sobrias e inobjetables), Ledo responde con corrección a los clásicos grands jetés en manège y denota seguridad al permitir a Ayelén desplegar su estilizada elongación en el “pescadito”, aunque, en general, sus desplazamientos añoran su energía habitual. Ayelén Sánchez, por el contrario, afirma su voluntad de compromiso y su seguridad -no exentas de emoción-, incluidos los infaltables fouetés del cuadro final.
Otros solistas y acaso alguna otra sorpresa prometen las funciones que vienen, en el marco de esta excepcional celebración que afirma la tradición del secular Ballet del Teatro Colón.
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