La vigorosa energía de Leila Ka y un quinteto de mujeres dispuestas a romper la escena
Carta de presentación de la joven coreógrafa francesa, “Maldonne” sale a recorrer el subsuelo del CETC con sus vestidos; hacia el fin de semana, habrá un programa de piezas breves de la misma creadora
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Maldonne. Coreografía: Leila Ka. Asistencia coreográfica: Janet Fournier Dumet. Música original: Alexis Delong, con la participación de Zaho de Sagazan, más un concierto para violín de Antonio Vivaldi. Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC). Próximas funciones: hoy a las 20. Un segundo programa del grupo francés ofrecerá solos (Pode ser y Se faire la Belle) y un dúo C’est toi qu’on adore, el jueves y sábado, a las 20; y domingo, a las 19.
Nuestra opinión: Muy bueno
Ahí están, alineadas y serenas en el vasto espacio vacío, en apariencia inhóspito, del Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC), adaptado para una propuesta tentadora. Son las cinco intérpretes del elenco de cámara de la coreógrafa francesa Leila Ka, de 32 años y ya acogida como una de las nuevas y notorias creadoras de la danza contemporánea, y no solo en su país: las giras la están dando a conocer en varios continentes. Ahí están, pues, estas mujeres que se disponen a agitar peripecias de cuerpos y movimientos. Y, sobre todo, de una inusual y copiosa indumentaria femenina. Están descalzas y lucen unos vestidos floreados, comunes, pasados de moda. Sin desplazarse, ejecutan una rara gestualidad, lenta, casi ritual: manos que van al rostro, a la cabeza o se juntan a la altura del estómago. Todo en silencio.
Así arranca Maldonne, la primera obra de Ka grupal, es decir, en la que se atreve a ir más allá de los solos y dúos tempranos, que configurarán un segundo programa a ofrecerse en el mismo CETC, de jueves a domingo, esta semana.
Cuando los movimientos del quinteto se aceleran, las intérpretes intensifican la respiración, hasta convertir ese aliento en la banda sonora humana de la pieza, mientras los cuerpos caen y vuelven a incorporarse, algo que recuerda el recurso de fall and recovery que cundió en tiempos de la Post Modern Dance. No es lo mismo (estos son más bruscos), pero se le parecen.
Las chicas se van, mientras unos timbales vibrantes ponen fin a la primera escena, acaso uno de los pasajes más concentrados e interesantes del trazado general. Cambia el espacio, por lo que el público debe desplazarse hacia un ámbito lateral del oscuro subsuelo.
En el nuevo “escenario” (siempre a ras del piso) lo que se ofrece es un trío; la dinámica de movimiento, ahora en riguroso unísono y lejos de diseños convencionales, exige nuevas caídas, cuclillas, desplazamientos en piso, sentadillas que desafían a la masa muscular de los miembros inferiores, hasta volver a la posición erguida; es el tramo que, de lejos, más evoca la poética kinética de Maguy Marin, a quien Ka invoca como su principal modelo. A ambos laterales del ancho espacio escénico, dos intérpretes cantan, simultáneamente, un posible tema de Lara Fabian, “Je suis malade”, una balada impregnada de un dramatismo alla Brel, con resabios -por otra parte- de la temprana Vanoli de Sto male.
El tercer espacio y el final
Una nueva mudanza del público a otro ámbito depara un trío en lo que podría sentirse como el ”momento galante” de Maldonne: una indumentaria en negro, de largo, “airea” el clima áspero del espectáculo, con los volados de los vestidos, gráciles en los giros a que induce la partitura valseada de Leonard Cohen (“Dance with me to he End of Love”). No agrega mucho al desarrollo de la pieza, pero desliza una variante coreográfica contrastante.
El regreso al primer espacio implica un final a todo ritmo que, en alguna medida, resume una de las ambiciones estilísticas más caras a la coreógrafa, que se retrotrae a su infancia y a los juegos con sus cuatro hermanas; este quinteto bailado, por tanto, incluye un rasgo indirecta y sentimentalmente autobiográfico. Aquí se suma una sexta intérprete y se multiplican los vestidos, esos que no son producto de un vestuarista sino de lo que azarosamente uno encuentra en vastos mercados de pulgas (en la terminal del Metro de la Porte de Clignancourt, por ejemplo, de la inefable, siempre sorprendente París).
Leila Ka, que se inició en su Saint-Nazare natal con el hip-hop que llegaba a ese rincón bretón y que evolucionó como coreógrafa sin apelar a la academia, despliega en el tramo final su principio de que “la danza es liberadora” (algo equivalente a la consigna de que “solo la danza podrá salvarnos”, de Pina Bausch). La profusión de vestidos con que se visten y desvisten las intérpretes, sus sacudimientos y el humo que invade la escena (como el polvo en el final de May B, de Marin), forma parte del caos deliberado al que aspira la coreógrafa (“a mí me gusta que las cosas no sean perfectas”, sostiene). Tanta ropa, finalmente, acaba en el piso: las enaguas blancas unifican los cuerpos femeninos y los aproximan a la esencialidad, que no es de tela sino de piel, nervio y corazón.
Sin aportes destacadamente novedosos, Maldonne -sin embargo- revalida su excepcionalidad en la vigorosa energía que despliegan sus criaturas, todo lo contrario (como le gusta a la desafiante creadora) de esas mujeres frágiles y desdichadas que animaron la literatura romántica francesa del s. XIX. Los ritmos urbanos actuales y un team de sólidas muchachas dispuestas a “romper” la escena hacen lo demás. No es poco.
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