
“De joven fui buen cocinero”
A boca de jarro: Fernando Vidal Buzzi
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“La primera persona que me propuso escribir sobre temas gastronómicos fue Miguel Brascó, que por aquella época era director de Gourmet, una publicación del Dinners Club. Lo conocí en 1960 y ya entonces tenía la manía de comer los asados con champagne”, ríe Fernando Vidal Buzzi, periodista en gastronomía y vinos, consultor y, desde hace unos días, ganador del Gourmand Award 2003, otorgado en Francia por su libro Vino y pasión. La familia Benegas y el vino argentino.
“Mi primera nota fue la preparación (profusamente ilustrada) de un plato que había preparado en el The twelve true fishermen, algo así como Los doce verdaderos pescadores, un club para conocedores y degustadores fundado por el propio Brascó.
–Un nombre extraño...
–Al parecer, era el título de un cuento de Gilbert Keith Chesterton que a Miguel le gustaba. Se refería a los doce apóstoles, pero no era el único club; había otros famosos como Epicure y Fork Club, el Club del Tenedor.
– ¿Qué plato era?
–Un puchero a la nouvelle cuisine que en vez de gallina tenía codornices rellenas de foie gras y orejones.
–Además de teórico de buen diente era un cocinero consumado.
–¡Claro que sí!, tenía experiencia. Una buena pregunta es cómo un tipo que nunca estudió cocina ni nunca hizo un curso de vinos llegó a tener un nombre como consultor de gastronomía y vinos. La historia es simple, en mi familia, tanto del lado paterno como del materno, todos eran fanáticos de la buena comida y el buen vino. Mi abuela Fermina Duca, que murió a los 92 años, era una notable cocinera, además de otras debilidades.
–¿Cuáles?
–Las carreras de caballos y, como toda mi familia, la política. Se casó el día de la revolución del 90. Cómo sería que el novio, mi abuelo Pablo Buzzi, abandonó la celebración del casamiento, lo enganchó a su hermano Juan y se fueron a pelear al lado de Alem. Fermina decía que el hombre más buenmozo que había conocido en su vida era el general Bartolomé Mitre. Pero volvamos a nuestra historia; mi abuela tenía una enorme quinta en Bolívar, provincia de Buenos Aires. Una quinta con plantas exóticas, como la soñada radicchio de Treviso, arrepollada con hojas de color púrpura, ¡riquísima en ensalada! Allí pasábamos nuestras vacaciones, ¡cuatro meses inolvidables!, donde entre otras cosas hacíamos de ayudantes de cocina con mis primos.
–¿Qué hacían?
– Nuestra tarea principal era pelar perdices y, después, embotellar vino y poner los corchos. Mis tíos eran grandes bebedores de vino francés, exactamente del Chateau Pape Clement. Todos los años (era antes de la Segunda Guerra Mundial) se hacían traer diez toneles de Europa; algo que, pese a todo, se pudo hacer hasta el año 42, ya bien entrada la contienda. Pero la costumbre de tomar vino era algo cultural en aquella época; no había Coca-Cola y en las casas, desde la más tierna infancia, los chicos tomaban vino: uno o dos dedos en un vaso de agua. Comer y beber eran parte de las ceremonias para celebrar los acontecimientos familiares.
–¿Recuerda alguno?
–En Buenos Aires había dos grandes restaurantes: el Pedemonte y el Grill del Plaza Hotel. Cuando cumplí diez años, mi padre me llevó a almorzar a Pedemonte; era político y solía ir para encontrarse con sus correligionarios. Recuerdo el menú: tarta pascualina, canelones con verdura y paté (¡pesadísimos!) y, de postre, una preparación parecida al charlotte. Mi padre pidió una botella de vino francés del 33, el año de mi nacimiento, pero como no había tuvimos que tomar uno del 29. Recuerdo su comentario: Fernando, tomá este vino y disfrutalo. Recuérdalo bien porque creo que como van las cosas no lo vamos a volver a tomar. Mi padre me guardó la etiqueta, que conservé durante muchos años hasta que se perdió en una mudanza.
–¿Cuándo aprendió a cocinar?
–Cuando tenía 18 años me fui a vivir solo. Como el tema me gustaba, no me costaba ningún esfuerzo cocinar. Me hice famoso, invitaba a mis amigos para que probaran mis platos, y a su vez, mis amigos me invitaban para que les cocinara. Estudié Derecho, pertenecía a la FUBA y, además de escribir proclamas y artículos encendidos, siempre era el cocinero de una banda de veinte compañeros. Pero alimentar a veinte jóvenes hambrientos de justicia y comida era un desafío que resolví ofreciendo dos opciones: polenta o tallarines.
–¿Alguna anécdota?
–Una noche comí ranas en un importante restaurante de Buenos Aires. Tengo un estómago de hierro, pero me descompuse muy mal y tuve que admitir que estaba intoxicado. A la mañana siguiente, mi señora llamó furiosa al restaurante. Asombrado, el encargado le dijo: ¡Señora, no puedo creer lo que me dice, porque de todas las personas que ayer comieron ranas sólo hubo dos intoxicados!
–¿Algo para recomendar?
–En 1990, me tuvieron que hacer tres by pass, entonces contraje un compromiso conmigo mismo: primero, que no iba a trabajar en nada que no me divirtiera. Segundo, que nunca más, en mi vida, iba a poner un despertador. Lo cumplí ¡y soy muy feliz!
Luis Aubele
Duendes
Una noche fui a una cena en uno de los restaurantes más típicos de Bogotá. En medio de la comida, un ejecutivo colombiano propuso un brindis, pero cuando levantó la copa se desmoronó sobre él un enorme cuadro que había a sus espaldas. Después sirvieron ajiaco, el mozo trastabilló y volcó esa sopa sobre mí y un editor español. Al rato llegó el café y, como final de concierto, la cafetera se desarmó sobre los comensales... el restaurante se llamaba El Callejón de las Animas.



