
El lenguaje, ese vehículo tan ambiguo
El proceso de destrucción sistemática de los medios expresivos convencionalmente denominados tradicionales, o clásicos, no comenzó, como suelen creer algunos jóvenes iconoclastas poco esclarecidos, en los años sesenta del pasado siglo XX, con el pop-art, la música electroacústica, los happenings y demás parafernalia más o menos modernosa.
El proceso viene de muy lejos; podría decirse que la historia del arte (acaso, la historia, a secas) no es sino un incesante trámite de destrucción de antiguos íconos, construcción de otros supuestamente nuevos o reconstrucción de los antiguos bajo apariencias y nombres distintos. Esta reflexión no entraña, en absoluto, inmovilismo, ni escepticismo. Todo lo contrario: nada más vital que ese proceso, que replica, en el área espiritual, el ciclo de la vida orgánica.
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El instrumento expresivo por excelencia de la criatura humana, la palabra, oral y escrita, es sometido sin pausa a una transformación semejante. Tal vez por falta de perspectiva histórica, no nos demos cuenta, pero es comprobable que en el breve lapso de nuestras vidas asistimos a la modificación del lenguaje, tanto cotidiano cuanto académico, e imperceptiblemente incorporamos los cambios a nuestro propio hablar (y escribir). Máxime cuando la vertiginosa aceleración técnico-científica de los últimos años, obliga a denominar fenómenos hasta entonces desconocidos: objetos, procedimientos y conductas que reclaman, como todo lo que existe, o es imaginado, un nombre.
No corresponde a esta columna ocuparse de estas cuestiones sino en lo que concierne al teatro, donde la palabra ha ido pasando, desde fines del siglo XIX, por todo el espectro que va del predominio absoluto al desdén no menos drástico, con un inesperado retorno, desde hace un decenio, pero considerablemente cambiada. Motiva estas líneas la visión, mejor dicho, la audición del sorprendente texto de "Siempre lloverá en alguna parte", de Manuel Maccarini, dirigido por Mauricio Minetti en El Doble, el teatro de Lorenzo Quinteros, admirablemente interpretado por éste y por Pablo De Nito.
Las protagonistas (porque se trata de dos mujeres, encarnadas por hombres) usan a destajo la jerga propia de los economistas, la cual, como es notorio, ha invadido todas las áreas de la vida argentina (basta oír, nomás, el sonsonete del "riesgo país"). El efecto cómico es implacable y, a la vez, escalofriante. Estas solteronas, encerradas en su casa, asediadas por un afuera peligroso y por los fantasmas de un pasado muerto, hacen algo más que aludir a una realidad argentina contemporánea: la muestran sin tapujos, en clave de humor negro.
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En tono muy distinto, Mauricio Kartún hizo algo parecido en "Rápido nocturno, tiempo de foxtrot", estrenada en el San Martín en 1998. Allí también el lenguaje era protagonista absoluto. Un lenguaje de hilarante cursilería, como el usado por las personas que temen parecer ordinarias y adornan su discurso con expresiones tan rebuscadas que causan el efecto contrario. Algunos espectadores manifestaban su desconcierto: ¿en qué idioma hablaba esta gente, tan humilde y, como suele decirse, castigada por la vida? Con oído atento, Kartún mezcló hábilmente cierta fraseología tanguera (sobre todo, de los años cuarenta, cuando se suponía que transcurría la acción) con la tierna burla que solía dispensar a sus criaturas Niní Marshall, y dándole al todo un aire de parodia posmoderna que no ocultaba -al contrario, lo realzaba-, entre risas, la tragedia de sus desdichados personajes. Y la tendencia no hace sino empezar.




