Cuarenta años atrás, el metal argentino se construyó a sí mismo al margen del camino, sucio y desprolijo, más que como un estilo de música, como un movimiento, un lugar de pertenencia y un mensaje de resistencia que hermanó a músicos y a público en un mismo latir. La música como refugio en su máxima expresión; el desahogo físico y mental que, en el albor de la década del 80, encontraron huestes de marginados sociales e hijos de la clase trabajadora argentina. Los que celebraron la aparición de Riff con sus camperas de cuero y tachas y los que, poco después, abrazaron el rugir embravecido de V8. Los que coreaban “somos los negros, somos los grasas, pero conchetos, no”, como himno identitario en noches sudorosas de metal furioso. “El metalero se caracteriza por la perseverancia y la lucha”, dice Walter Meza, la voz ronca de Horcas. “El metal no es un estilo de moda y, como decía Pappo, no lo van a pasar por la radio. Nos pueden respetar, pero nunca vamos a ocupar el plano que ocupan otras bandas de rock o de pop. Eso, en cierto sentido, es la filosofía del metal: ir contra la corriente”.
Fidelidad, hermandad, actitud, identificación, lucha, rebeldía, independencia, autenticidad, resistencia y convicción son algunas de las palabras que marcaron a fuego esta relación entre músicos y público "del palo", como ninguna otra. Ya lo predicaban los V8 desde el inicio de su carrera: "Vengan todos, acá hay un lugar junto a la brigada del metal. Gente demente que no es igual a la hiponada de acá. Sáquense ya la careta, rompan las ruedas de carreta y sin demora ni sospecha, consuman todo el heavy metal", escribió Ricardo Iorio, con 20 años, en "Brigadas metálicas".
Según cuenta la leyenda, el primer disco de V8, con su explícito título, no solo iba a incluir este tema dedicado a los fieles seguidores, sino que hasta la tapa había sido pensada como un homenaje para todos esos luchadores del metal. La banda convocó a su público para tomar una gran fotografía grupal en las barrancas de Belgrano, pero a medida que las camperas de cuero iban llegando, la policía las fue deteniendo por portación de metal. Ricardo Iorio y Alberto Zamarbide, confirmando la simbiosis entre músicos y seguidores, también terminaron detenidos y la fotografía finalmente nunca se hizo. Tapa negra y a otra cosa.
Treinta años después, los directores del documental Sucio y desprolijo (2015), Paula Álvarez y Lucas Lot Calabró, reivindicaron aquel momento histórico para el movimiento y recuperaron la idea primal de la portada del debut discográfico de V8. "Fue un poco nuestra retribución al metal. Nosotros somos metaleros y este es un movimiento que tiene ideales muy marcados, que siempre está ahí para ayudar al que lo necesita y que ofrece una identificación para los seguidores que ningún otro género tiene. Uno en los recitales metaleros se siente contenido. Por eso una vez que agarrás el metal, no lo soltás más".
Pero aquellos ideales fundacionales de fraternidad e identificación social entre los de arriba y los de abajo trajeron consigo, una década después de su gestación, un aspecto conservador que terminó estancando el crecimiento del metal en el país y la posibilidad de su diversificación y evolución, justo en el momento en que el género parecía alcanzar la masividad. El metal había nacido en el gueto y de ahí no podía salir, por lo tanto la llegada de nuevos sectores a los conciertos, de Rata Blanca primero y A.N.I.M.A.L. más tarde, para la vieja guardia fue como si se tratara de una traición a los principios metaleros.
Por si fueran pocas las rencillas internas, allí nomás, Ricardo Iorio, héroe del heavy nacional, padre de la patria metalera, se convirtió en el cacique que ya nadie podía -ni quería- seguir. En 2000, el espíritu nacionalista que se había exacerbado en su discurso y en su lírica traspasó una barrera pública durante una entrevista con Rolling Stone realizada por los periodistas Miguel Mora y Fernando Sánchez: "Si vos no sos judío, no me vengas a cantar el ‘Hava Nagila’ en la fiesta judía. Y si vos sos judío, no me vengas a cantar el Himno", dijo, entre muchas otras barbaridades. El líder de Almafuerte fue denunciado judicialmente ante el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) y condenado por propios y extraños. Un año más tarde, en el álbum Piedra libre, de Almafuerte, Iorio profundizó su dirección reivindicando en una de sus canciones ("Cumpliendo mi destino") al militar Mohamed Alí Seineldín, trágicamente célebre por liderar los levantamientos carapintadas contra la democracia durante el gobierno de Raúl Alfonsín. De allí en más, el personaje mediático y autoparódico parece haberle ganado la pulseada al cantor y poeta que supo interpretar e interpelar a más de una generación con un puñado de himnos imperecederos.
Con sus convicciones y también sus contradicciones a cuestas, hoy el metal argentino lleva con orgullo una historia de cuatro décadas que incluye tanto los destrozos de los primeros conciertos de Riff, enmarcados por la ebullición social del fin de la dictadura, como el desprecio público hacia los hippies y su cultura de amor y paz por parte de V8 en el B.A.Rock 82; la federalización de un sentimiento, del conurbano bonaerense a Neuquén y de Salta a Ushuaia; la violencia y la estigmatización, la condena mediática y el prejuicio; el cruce con la religión y el nacionalismo; la multiplicación de grupos y subgéneros; la leyenda de Hermética y el crossover liderado por Rata Blanca, con el acceso a las radios comerciales y al calor de las masas; el impulso de autodestrucción, acompañado por las discusiones internas acerca del "falso metal"; tantas subidas y bajadas como grupos; fanzines, festivales, ciclos, programas especiales, revistas, una feria del libro propia y hasta un Grupo de Investigación Interdisciplinaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires que le dio al metal argentino licencia académica.
Precisamente en el libro publicado con los ensayos surgidos de esos encuentros, Se nos ve de negro vestidos (2016), se teoriza sobre cómo, más allá de los años transcurridos, la poética del metal argentino sigue respondiendo a una política de resistencia a los aparatos de control del Estado, que se las ha ingeniado para ser el amplificador de muchas voces silenciadas o censuradas, concluyendo y reafirmando aquello de que "el metal es un producto genuino de la clase trabajadora argentina".A cuarenta años de la chispa inicial, la esencia del metal argentino se mantiene y, a pesar de que los tiempos han cambiado, la perseverancia y la lucha a las que hace referencia el cantante de Horcas al principio de esta nota continúan bien alto en el decálogo metalero.
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