
Escenarios raros: actuar en una pileta de natación, el living del vecino o el fondo de un pozo
Las puestas en espacios no convencionales llegaron para quedarse: qué se gana y qué se pierde cuando los creadores dejan las salas y se animan a buscar otro diálogo con el público
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La inquietud por quebrar las convenciones y por poner en tensión cuestiones que desde hace milenios definen el teatro ayuda a entender por dónde camina la investigación teatral en Buenos Aires. Ocurre en las puestas más ortodoxas en salas tradicionales y en las más innovadoras, en lugares no pensados previamente para el hecho teatral: desde una pileta hasta un pozo, pasando por la cocina o el living del vecino. Si nos remontamos al origen, la palabra teatro (theatron) pone de manifiesto una propiedad fundamental: es el lugar donde el público contempla una acción que le es presentada en otro sitio. Desde el vamos, entonces, algo del espacio-actor-espectador está sin dudas en juego.
Por supuesto, las condiciones de recepción mutaron a lo largo de la historia. En el principio, el espectador observaba pasivamente el hecho artístico; en la escena alternativa, está inmerso en el hecho teatral. La proximidad con la planta escénica es tal -en muchos casos ni siquiera hay un escenario tradicional- que se le pide al público abrir los caramelos antes de comenzar la función para evitar los ruidos del celofán.
Abundan los ejemplos. Hace unos años se estrenaba una obra, Naturaleza muerta, que transcurría en una cocina y podía ser presenciada por sólo quince espectadores. Más recientemente, un taller mecánico de Palermo abría los domingos para contarnos una historia en una pieza llamada Mecánicas. Durante unas cuantas temporadas, el vestuario del club Estrella de Maldonado se vio intervenido por el director Juan Pablo Gómez. Este año, Gerardo Naumann lanzó El carterista, una propuesta tan sofisticada como interesante, que se repondrá en el verano: en un momento de la obra, un actor abandona la acción y se dirige hacia una sala de la calle Corrientes, convirtiéndose en público sin dejar de ser actor a través de Skype.
¿Ruptura o realismo?
Se puede pensar que estos intentos por ubicar al espectador en un espacio alejado de la tradicional butaca tienen que ver con la posibilidad de poner en abismo su condición de pasividad y llamarlo a la acción. Tal es el caso de Duros, de Lisandro Rodríguez, director, autor y actor que desde hace años indaga en la relación del espectador con el material dramático.
Duros transcurre en un pozo, literalmente un agujero que se ha hecho en la mitad de la sala Elefante Teatro. Los espectadores se asoman desde los bordes para contemplar lo que sucede allí abajo, para lo que deben iluminar la escena con unas linternas que les son entregadas al comienzo de la pieza (junto a barbijos, por si el olor a humedad y el polvo los molestaran). Sólo así podrán echar luz a lo que sucede en las profundidades, en el corazón mismo de la tierra, en ese pozo salvaje, barroso, cavernícola.
"La gente reacciona como puede, como le sale -dice Rodríguez sobre las múltiples reacciones del público-. Cuando estrenamos, los actores saludaban al finalizar la función, pero después sentí que era un gesto que no dialogaba bien con la obra. Hay gente que aplaude, que les habla a los actores. Algunos comparten las linternas, otros se sientan, poca gente se ha ido: alguno se desmayó. Quizá Duros sea una propuesta más radical, en algún sentido, pero no me interesa provocar; al contrario, me interesa cuidar y entender el vínculo con el espectador, un vínculo dinámico, que va cambiando."
Si bien en esta obra el espectador tiene un rol capital, para Lisandro Rodríguez cada función es una buena oportunidad para estar atento al proceso de la pieza, que siempre va modificándose.
"El público es parte esencial, fundante, y cada vez me interesa más pensarlo como parte de ese ritual. Si pienso en una fiesta, seguramente va a ser muy diferente de acuerdo con los invitados que contemple. Más allá de hablarle al público o hacerle hacer una función especial, me importa tener eso en la cabeza y que esté operando."
Ahora bien: no todas las experiencias parecen ir por esta vía. Condición de buenos nadadores, la nueva propuesta de la directora y dramaturga Camila Fabbri, se monta en un natatorio real, contundente, con el olor a cloro y los 300.000 litros de agua que contiene. La inmensidad, el eco de la pileta, todo confluye para darle un marco hiperrealista a la obra. "Pienso el natatorio como un personaje indispensable -asegura Fabbri-. Lo veo como una vía interesante para dejar oír el texto, ya que se trata de un monólogo, y que no se agote rápido en su devenir."
Condición de buenos nadadores se centra en un padre -encarnado por Mauricio Minetti- que conversa con su hijo mientras éste nada. "Creo que un personaje que no habla y solamente se dedica a nadar en una pileta llena está contando algo. Pensarlo en una sala, simulando la acción del nado sin esa verdad, sería una historia contada a medias. Al menos en el material que diseñé para este fin", cuenta la directora. El espectador se sienta al costado de la pileta, pero siente el olor del cloro y el calor del natatorio: si bien no estará a prueba, será un testigo privilegiado. "Pienso al espectador como espía de una situación real. Mi intención es generar el mayor nivel de verdad posible", define Fabbri.
Los ejemplos se multiplican y las intenciones, también. Parte de este mundo, la obra que Adrián Canale viene montando en distintos lugares desde 2011, propone a los espectadores sentarse alrededor de una mesa en cruz para compartir una picada y bebidas y ser partícipe de las historias que los personajes irán relatando. Este mes, la propuesta será por primera vez al mediodía, para que el almuerzo de domingo termine por completar el mundo que construye.
¿Pero qué mayor intimidad existe que la que se produce al entrar en un gabinete de un metro y medio de alto, menos de tres de largo y uno de ancho, para presenciar una pieza de la que uno será el único espectador para un solo espectador? Ésa es la propuesta que Luz Moreira trajo desde Chile y montó en la sala de espera de Timbre 4. Son obras cortas, que duran entre tres y ocho minutos. La entrada no tiene un precio fijo: el espectador puede decidir su valor. "Al entrar una sola persona -narra Moreira-, se puede sentir muy intimidada por la situación, pero la propuesta es amable, la intención es acoger y que el gabinete sea un espacio de revelación. Que el espectador entre a ser partícipe de la historia de un personaje en particular." En la actualidad, la propuesta que se desarrolla allí es Monomujer, un ciclo de micromonólogos que bordea el universo femenino.
Otro director que siempre se ha mostrado interesado en el uso de espacios no convencionales es Ricardo Bartís. En su poética, el espacio es una pieza clave: si la historia así lo pide tendrá que hacer un pozo, construir una pileta, meternos en un cuarto pequeño para espiar a una familia y un largo etcétera. El espectador entonces se subordina a las necesidades de la obra. Su versión recientemente estrenada de Hedda Gabler, Hambre y amor, sucede en el entrepiso de la sala grande de Sportivo Teatral y fue pensada para un público reducido.
La tendencia no sólo se ha arraigado en el teatro independiente: salas estatales como el Teatro Sarmiento proponen -hasta el 4 diciembre- conocer el Proyecto Pruebas, con dramaturgia y dirección de Matías Feldman. Se trata de una serie de investigaciones que se suben a escena; pruebas sobre el espectador, las formas de representación y las convenciones teatrales.
El Teatro 25 de Mayo lanzó una convocatoria que intenta un mayor acercamiento entre los vecinos de Villa Urquiza y la sala de ese barrio porteño. En ella, los vecinos que se inscribieron ofrecen su casa para que el teatro lleve una obra (el director y dramaturgo invitado es Nelson Valente, director y autor de El loco y la camisa) y la monte en su living.
Las propuestas se multiplican. Cada vez más el rol del espectador crece, se expande, se pregunta. Todos puestos en tensión, operando, dejando de ser testigos para convertirse en parte del proceso creativo.
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