Adentro de Raqa, la capital sitiada del Estado Islámico
Una hora antes del amanecer, en un techo en Raqa, podés ver la Vía Láctea. La capital sitiada del Estado Islámico en Siria, alguna vez hogar de cientos de miles de personas, fue bombardeada hasta quedar en las sombras, pero desde el centro de la ciudad llega como un trance el murmullo de las oraciones religiosas. Un súbito resplandor rojo ilumina el cielo, y un estallido, como si fueran truenos a lo lejos, aturde a la gente en los tejados. En cuanto el ruido se apaga, continúa la lectura de las Escrituras, hasta que una vez más la silencia el estruendo sordo de una bomba americana. Desde 2013, cuando los combatientes de ISIS tomaron control de la ciudad, Raqa es el lugar más violento del mundo, una zona a evitar, en cuyas calles se reparten castigos medievales como decapitaciones y crucifixiones, y enfermedades como la polio y la fiebre negra son moneda corriente.
Según un posteo reciente en internet del único grupo de periodistas que quedan: “Durante las últimas semanas fueron asesinadas y heridas cientos de personas, junto con la destrucción generalizada de la infraestructura de la ciudad, de zonas residenciales y servicios públicos”. Las Naciones Unidas dicen que es “el peor lugar sobre la Tierra”.
Este año, el ritmo de los ataques aéreos alcanzó un crescendo devastador, en preparación para una invasión por tierra apoyada por Estados Unidos. El 6 de junio, las Syrian Democratic Forces, o SDF, una coalición formada en mayor parte por milicias kurdas, apoyada por fuerzas aéreas de Estados Unidos, atacó desde el este y el oeste, avanzando rápidamente durante diez días, capturando una vieja base del ejército, las ruinas de un fuerte antiguo, una planta de azúcar, y gran parte de los suburbios y mercados del cordón industrial, pero el progreso se desaceleró cuando llegaron al territorio densamente urbanizado. ISIS tuvo años para preparar una red de trincheras y túneles en Raqa, y está decidido a aguantar lo más posible, como hizo en Mosul, en la vecina Irak, donde las fuerzas iraquíes, apoyadas por Estados Unidos, pelearon durante ocho meses antes de declarar la victoria.
Para los alrededor de 4.000 combatientes de ISIS atrincherados en Raqa –muchos de ellos voluntarios nacidos en otros países–, no hay salida. El río Eufrates limita con Raqa al sur, y todos los puentes fueron destruidos. Las SDF controlan las zonas rurales del norte, y ahora están divididas en dos fuerzas, que tratan de arrastrar a ISIS al centro de Raqa y matarlos a todos. “Cualquier combatiente extranjero que esté acá”, le dijo Brett McGurk, el intermediario americano con las SDF más importante, a los periodistas, “va a morir en Raqa”.
Junto con las SDF hay equipos de soldados norteamericanos, de los que se sabe muy poco. La presencia militar de Estados Unidos en Siria creció exponencialmente desde 2014, cuando los primeros comandos de élite llegaron para asesorar a las incipientes SDF. Hoy, hay unas 14 bases militares norteamericanas en territorio sirio. Las tropas incluyen personal de la Armada, la Marina y las Fuerzas Aéreas, pero el gobierno no quiere decir cuántos hay, dónde están ubicados, qué están haciendo exactamente ni cuánto tiempo se van a quedar. Unos pocos murieron, y bastantes más fueron heridos en combate, pero como casi cualquier otra cosa en relación a la presencia americana en Siria, la cantidad de heridos es información clasificada. A pesar de la escala de la operación, el Pentágono insiste en mantener el secreto, negándose a incorporar periodistas, y canalizando toda la información a través de sus voceros en Bagdad. Turquía e Irak impusieron un bloqueo en Siria que impide que cualquier periodista se acerque a las fuerzas americanas en el campo de batalla, y los soldados tienen evidentes órdenes de no contestar preguntas ni permitir que les saquen fotos.
Después de que me hicieran entrar ilegalmente a Siria a través del río Tigris en un bote inflable el 23 de junio, me contacté con un par de periodistas kurdos que me llevaron en auto a Raqa. Al norte de la ciudad pasamos por un campo de refugiados para decenas de miles de personas que huyeron de la zona de combate. Hay carpas junto a las autopistas, hechas con bolsas de tela, plástico, colchonetas de caña y pieles de animales. Por la ventana de nuestro auto pasan tristes escenas de sufrimiento de guerra: viudas vestidas de negro, rogando por comida; un hombre en una silla de ruedas; una vaca tomando de una alcantarilla abierta. Al entrar a Raqa, hay grafitis de ISIS en las fachadas de comercios derruidos, y las calles parecen haber sido afectadas por una lluvia de meteoritos, con marcas de cráteres y agujeros de bala. No hay ningún civil afuera.
Una mañana, estamos atravesando un territorio recientemente liberado cuando divisamos un convoy americano: tres descomunales vehículos blindados conocidos como MRAPs, construidos para aguantar explosiones de minas. El vehículo escolta es una Toyota Hilux, conducida por un par de soldados kurdos. El convoy se mete en una calle de tierra y lo seguimos a la distancia; la puerta de nuestra golpeada camioneta hace ruido durante todo el camino. Los americanos se mueven a través de una arboleda repleta de basura, con sus vehículos de 13.000 kilos levantando una nube de polvo que oscurece todo excepto sus luces traseras y los latigazos de sus antenas.
Nuestra camioneta emerge de la polvareda hacia una calle de tierra, pero la Hilux que acompaña al convoy nos interrumpe. Mis colegas kurdos saludan al soldado kurdo del asiento del conductor y muestran sus credenciales de prensa, simulando estar perdidos. Mientras ellos hablan, yo estoy en el asiento de atrás, junto a un vidrio polarizado, y sigo filmando los vehículos blindados, que entran en el patio de un edificio abandonado. Pero el último de los vehículos se detiene antes. Su torrecilla computarizada gira y se fija en nuestra camioneta con un movimiento rápido, como de insecto. Detrás de su cañón hay una cámara de video, un sensor infrarrojo y un buscador láser, una maraña de lentes oscuros que parecen los ojos de una araña. Me doy cuenta de que esa cosa puede ver a través de la puerta de la camioneta: una imagen termal de mí en el asiento de atrás, verde, amarilla y roja, con mi corazón y mi cerebro brillando en un rosa más cálido. Por mi posición, semiarrodillado sobre el suelo, con un teléfono en la mano, me pueden confundir con un tirador enemigo.
Experimento miedo y una humillación inesperada, la vergüenza de estar indefenso. Como veterano de la guerra de Irak, yo sé de qué se trata ser el que está viendo. Ahora, por primera vez, tengo cierta idea de lo que es ser un civil –un “nacional local”, en el lenguaje militar– en uno de los países que Estados Unidos invadió: Afganistán, Irak y, ahora, de a poco, y en gran medida en secreto, Siria.
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Hay unas 14 bases de Estados Unidos en Siria, pero el gobierno americano no quiere decir exactamente cuantos soldados, ni dónde están ubicados, ni lo que están haciendo, ni cuánto se van a quedar.
En el este de Raqa, en un barrio abatido llamado Sina’a, me encuentro con un pelotón de las SDF kurdas que vive en una casa de dos pisos, con botellas de agua y latas de gaseosa, platos de comida de plástico, envoltorios de golosinas y pan viejo tirados en el suelo. Hay incontables colillas de cigarrillos en los pasillos, y rastros de fuegos hechos para cocinar en el piso. No hay agua corriente, pero eso no impidió que se usaran los baños. Alrededor de 30 combatientes viven ahí desde hace dos semanas y son, en su mayoría, adolescentes, chicos y chicas alegres, que conversan y hacen payasadas, tomando bebidas energizantes, fumando cigarrillos y usando sus celulares, mostrándose videos de batallas o de música. Tienen el uniforme de las SDF, inspirado en el camuflaje pincelado del ejército de Estados Unidos, algunos con zapatillas y algunos con sandalias y medias, y despliegan una variedad cómica de accesorios para la cabeza: kufiyyas, pañuelos, sombreros de copa, una boina, incluso un sombrero trilby. Ninguno tiene armadura ni casco.
Su comandante es Tekoshin Derik, una mujer de 19 años con ojos verdes y un mechón teñido de violeta. La teniente que la acompaña parece todavía más joven, quizás de 17, con trenzas rubias escondidas debajo de una gorra militar. Sabía que los kurdos sirios eran radicalmente feministas, pero no puedo evitar preguntarme cómo alguien de la edad de Derik puede terminar a cargo de un pelotón de infantería. “La edad no tiene nada que ver”, dice, encendiendo un cigarrillo con bríos de adolescente arrogante. “Es cuestión de voluntad para enfrentar al enemigo.”
Los kurdos no eran la primera opción de Estados Unidos en busca de aliados en Siria. La mayor parte de las SDF está compuesta por jóvenes sirios como estos, pero sus comandantes más experimentados, los que organizaron las primeras resistencias contra ISIS, son veteranos de una guerra marxista-leninista por la independencia kurda en el sudeste de Turquía, miembro de la OTAN y aliado de Estados Unidos. Los kurdos ya no son comunistas, pero adhieren a una ideología de izquierda, anarco-feminista, que está más cerca de Occupy Wall Street que de cualquier cosa en Medio Oriente. Su movimiento autonomista, conocido como la Revolución de Rojava, atrajo voluntarios de izquierda de seis continentes, pero Turquía, bajo su presidente islámico cada vez más autoritario, Recep Tayyip Erdogan, está obsesionado con evitar que establezcan un territorio independiente en la frontera del sudeste. Cuando ISIS atacó a los kurdos, a los que consideran no creyentes, Turquía se alió secretamente con ISIS, como enemigos de sus enemigos.
Estados Unidos intervino por primera vez en Siria más o menos en la misma época, del otro lado de la batalla, lastimando a ISIS con ataques aéreos durante el sitio de 2014 a Kobani, para evitar lo que parecía un inminente genocidio. Cuando los kurdos empezaron a avanzar sobre territorio de ISIS, la improvisada alianza kurdo-americana evolucionó hacia una coalición más formal, oponiéndose a los turcos, que consideran a cualquier kurdo armado como un terrorista. Para calmar a Turquía, y que no los vieran como apoyando a una única etnia en una guerra sectaria, Estados Unidos ayudó a organizar las SDF, que también incluyen milicias árabes, asirias y cristianas. Apoyadas por el poder aéreo de Estados Unidos, las SDF lentamente se extendieron en el norte de Siria, empujando a ISIS hacia Raqa de a una granja, un pueblo, una ciudad por vez. Durante este largo esfuerzo, soldados norteamericanos participaron de docenas de combates que casi no fueron reportados en Estados Unidos, incluyendo la toma de Tabqa Dam en mayo, en la que pelearon cientos de comandos norteamericanos, con apoyo de artillería de la Marina y helicópteros. Pero ésas fueron meras escaramuzas comparadas con una ciudad del tamaño de Raqa.
Estoy a punto de preguntarle a Derik qué estaba haciendo antes de la guerra, pero me doy cuenta de que eso fue hace seis años, cuando ella era una niña. En cambio, le pregunto qué va a hacer cuando termine la guerra. “Esta guerra nunca va a terminar”, dice, disipando el humo del cigarrillo con la mano, “y nunca vamos a dejar de pelear para defender a nuestro pueblo.”
Estamos sentados en un sofá oloroso cuando una serie de explosiones agudas hace que todo el mundo se aleje de las puertas y ventanas. Un drone de ISIS, me dice Derik, está soltando granadas sobre las metralletas montadas en los techos de la casa. Todo el mundo se reúne en la escalera central para esperar que pase el bombardeo. Se sirve té. Otra serie de explosiones golpea el edificio: esta vez es la descarga de un mortero. Derik agarra la radio, un penoso aparato con seis baterías atadas. Del otro lado hay confusión, y mucha estática. “¿Desde dónde están disparando?”, pregunta Derik. Después de una pausa, la voz del muchacho de la radio describe una ubicación titubeando. “Bueno, entonces, amigo”, le dice ella al aparato, “mejor vamos a buscarlos”.
Derik manda a tres soldados a que se sumen a los que ya están afuera, para atacar la posición del mortero de ISIS. Junto con sus armas, llevan un cajón con botellas de agua y un martillo. La chica de trenzas rubias está entre los elegidos, y se pone el rifle en la espalda, abraza a sus amigas mujeres y se da la mano con los hombres. Camino a la escalera se seca lágrimas de los ojos, pero sonríe.
A través de una ventana en la escalera, veo cómo una serie de silos de granos explota a más de un kilómetro bajo una descarga de artillería. Crecen nubes de polvo en el calor empañado del mediodía. Es la Marina, dice Derik, usando sus obuses para encerrar a los francotiradores de ISIS en los silos. Le pregunto por el rol de Estados Unidos en la lucha. Menciona un centro de comandos conjunto, pero, más allá de eso, subestima la presencia americana, algo que percibo en todos los comandantes de las SDF. No logro distinguir si están buscando más apoyo, o si son cómplices de los esfuerzos del ejército de Estados Unidos para minimizar sus actividades en Siria. Entre otras cosas, Derik niega que haya soldados norteamericanos involucrados en combates directos. “En el frente de batalla, no vi ningún americano”, dice. Pero, cuando nos vamos, noto un Humvee estacionado en el fondo, junto a la casa, apenas oculto bajo una parra. En el asiento delantero hay dos comandos caucásicos. Me miran, impávidos debajo de sus anteojos de sol y sus barbas. Me acerco para sacarles una foto pero nuestro acompañante de las SDF me agarra del brazo. “Está prohibido”, dice, “y se van a enojar.”
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Isis se hizo responsable de ataques terroristas que mataron a más de 2.000 personas en más de 20 países desde 2013. Pero la batalla de la coalición norteamericana en Siria está fuera de cualquier marco legal reconocible. Ni el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ni el Congreso de Estados Unidos, que tiene el poder exclusivo de declarar la guerra bajo el Artículo Primero de la Constitución, autorizaron el uso de la fuerza. Hay una ley que le permite al presidente dirigir acciones militares contra cualquiera que haya “planeado, autorizado, cometido o colaborado” con los ataques del 11 de septiembre de 2001, un estatuto que fue usado para justificar presencia de fuerzas en media docena de países, pero ISIS no existía en 2001. Es producto de la insurgencia iraquí; su líder, Abu Bakr al-Bahdadi, era un prisionero de Abu Ghraib. Al Qaeda pelea en Siria como Jabhat al-Nusra, y es enemiga de ISIS desde 2014.
En agosto de 2013, el presidente Obama buscó aprobación del Congreso para bombardear el régimen de Bashar al-Assad, luego de que el dictador sirio usara gas sarín contra sus propios ciudadanos durante la guerra civil de su país. Pero la resolución, presentada en el Senado, nunca fue votada. “Si los miembros del Congreso fueran forzados a una postura afirmativa respecto de la intervención, para muchos de ellos se trataría de un voto difícil, considerando lo que atravesó el país en Irak y Afganistán”, dice Jason Brownlee, un profesor de la Universidad de Texas en Austin que estudia intervenciones americanas en Medio Oriente. Aparte de las ocasionales protestas de legisladores aislados como el senador Rand Paul, el Congreso simplemente otorga dinero cuando el Pentágono lo requiere: 14.600 millones de dólares hasta ahora, con otros 14.000 millones listos para antes de fin de año. “Si empezaras a debatir en serio el estado de perpetuo conflicto que se instaló desde el 9/11, inmediatamente te toparías con la pregunta de cuáles deberían ser los límites”, dice Brownlee. “Los halcones no quieren que una firma en un papel los limite, y, por otro lado, ¿para qué pedir permiso si igual nadie te va a detener?”
Luego de que ISIS tomara control de un territorio del tamaño de un país en el verano de 2014, Obama no se ocupó de buscar aprobación del Congreso para la Operation Inherent Resolve, la campaña anti ISIS del Pentágono en Siria e Irak. Aunque Obama dijo en 16 oportunidades que no habría “botas pisando el territorio” de Siria, mandó 50 comandos de élite para asesorar a las SDF en octubre de 2015, y otros 250 seis meses más tarde. La primera muerte americana en combate ocurrió en noviembre de 2016, cuando un técnico de bombas de la Marina murió en una explosión en las afueras de Ayn Issa. Para diciembre de 2016, la cantidad de comandos había llegado a 500.
En esa época, yo me encontraba reportando desde Siria, y estaba claro que las SDF querían atacar Raqa. En un frente cenagoso de más de 500 kilómetros, vi “Rakka em hatin” –en kurdo, “Raqa, allí vamos”– pintado en grafitis en casas demolidas y autos abandonados. Pero si Estados Unidos les diera a las SDF los vehículos blindados y las armas antitanques que necesitan, Turquía podría contraatacar de maneras inesperadas. Los principales generales de Obama estaban decididos a hacerlo, pero los funcionarios civiles y diplomáticos eran más escépticos. Tras siete meses de debate interno, Obama decidió aprobar el plan del Pentágono, que también especificaba llevar cientos de marines a las afueras de Raqa. Pero, para entonces, la presidencia de Obama estaba efectivamente terminada.
"Esta guerra jamás va a terminar", die Tekoshin Derik, una comandante kurda de 19 años en Raqa. "Nunca vamos a dejar de pelear para defender a nuestro pueblo."
El equipo de Obama repasó el plan con la nueva administración, que incluía a Michael Flynn, el primer elegido de Donald Trump para ser consejero de Seguridad Nacional. Como más tarde debió admitir, Flynn había recibido medio millón de dólares para hacer lobby en nombre del gobierno turco, y estaba en contra de armar a los kurdos incluso antes de que asumiera Trump. (Un mes después, Flynn fue obligado a renunciar por sus contactos no revelados con Rusia.)
Trump ha dicho oficialmente que: “Tenemos que mantenernos jodidamente lejos de Siria”, y criticó a Obama por usar fuerza militar sin autorización del Congreso. Durante la campaña, Trump también dijo que tenía un “plan secreto” para “destruir” a ISIS. Pero el 27 de febrero, el secretario de Defensa James Mattis presentó una propuesta que la mayoría de los analistas cree que era una intensificación de la estrategia de Obama. En abril, Trump firmó en silencio una orden para que el plan de Obama pudiera proceder sin modificaciones obvias.
En las siguientes 24 horas, empezaron los envíos de armas. Una fuente de las SDF me mandó un video de milicianos kurdos parados junto a una ruta, festejando ante la llegada a Siria de un convoy de tráileres cargados con Humvees, vehículos blindados, metralletas pesadas y sistemas de morteros, acompañados por marines americanos. The Washington Post dijo que el despliegue había sido “una nueva escalada”, porque los marines son soldados ordinarios, y no comandos de élite. Pero, en noviembre, me encontré con un puñado de voluntarios de izquierda, americanos y europeos, que se sumaron a los kurdos, y que dicen haber peleado junto a marines en una batalla por una ciudad llamada Tal Saman. “Usaban uniformes que decían U.S. MARINES”, dice Tommy Mørk, un voluntario danés. Si fuera verdad, significaría que la Marina estuvo en Siria desde antes de que tuviera lugar el despliegue oficial de la 11° Unidad Expedicionaria de Marines.
También hay motivos para creer que la verdadera cantidad de tropas en el territorio es mayor que la revelada por el Pentágono. El coronel Ryan Dillon, del Ejército de Estados Unidos, un vocero del Operation Inherent Resolve, me dijo que las regulaciones militares limitan la cantidad de personas que pueden estar en un país en un momento determinado; para Siria, ese número es exactamente 503. Cuando le expliqué mi cálculo de operaciones reveladas públicamente, que llegaba a alrededor de 1.000 soldados y marines, me aclaró que el límite no incluye a los que no están empleados de manera “duradera”, lo cual el Pentágono interpreta como cualquier duración menor a 180 días. De modo que, en teoría, podría haber cualquier cantidad de tropas en Siria, miles o incluso decenas de miles, y los voceros del ejército seguirían diciéndole a la prensa que el número es 503.
Las reglas de compromiso también fueron silenciosamente revisadas. Al principio, el Ejército de Estados Unidos dijo que los soldados estaban en Siria para “asesorar y asistir” a las fuerzas kurdas. En algún momento de 2016, esto se transformó en “asesorar, asistir y acompañar”, un cambio sutil que permitió que las tropas norteamericanas salieran de los cuarteles y se metieran en el campo de batalla. En cualquier caso, es irrelevante. La administración Trump hace poco anunció que ya no revelaría ninguna información sobre “las capacidades, cantidad de personas, ubicaciones ni movimientos de las fuerzas en o fuera de” Siria. La imagen, ya borrosa, se oscureció por completo.
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Recorriendo los pueblos y ciudades del norte y el oeste de Raqa, donde se concentra el Ejército de Estados Unidos, aprendí a reconocer camiones norteamericanos a la distancia: el techo equipado con municiones y raciones, un lanzamisiles detrás de la cabina, una rueda de auxilio en la cara trasera, un gancho de remolque en el parasol y una antena que parece poderosa. Sus Toyota Hilux y Land Cruisers blancas están siempre cubiertas de barro seco; cuando se las inspecciona mejor, sin embargo, se puede ver que el barro ha sido aplicado deliberadamente con una esponja, quizás como forma de camuflaje. Los soldados estadounidenses también parecen tener una debilidad por los dados de adorno. A juzgar por los uniformes desparejos y las barbas desprolijas –símbolos de estatus no permitidos para los soldados comunes–, en su mayoría se trata de Army Rangers, Green Berets y Navy SEALs.
Luego de 16 años de guerra continua, el Ejército aprendió a mantener baja la cantidad de víctimas fatales haciendo que los soldados se queden adentro de sus vehículos. (De las docenas de americanos que vi en Siria, ninguno puso literalmente las botas en el suelo.) Cuarenta estadounidenses murieron en la Operation Inherent Resolve, de acuerdo con el Departamento de Defensa, tres de ellos en Siria. El Pentágono no quiere decir cuántos más fueron heridos, argumentando una vaga “seguridad operativa” y preocupaciones de “privacidad”, pero en respuesta a una investigación del Military Times en enero, hubo funcionarios que reconocieron en silencio que la cantidad está en ascenso.
En julio, en lo que parecía un ardid deliberado para molestar a Estados Unidos, la agencia de noticias estatal de Turquía publicó un mapa en el que revelaba las ubicaciones de diez bases norteamericanas en Siria. Observé personalmente dos bases en el norte del país, lideradas por los kurdos, que no estaban en el mapa turco. Hay dos bases más en el desierto del sudeste conocido como Badia: una guarnición comando con un sistema de cohetes de largo alcance en la frontera del Tanf, y una base en un lugar llamado Zakf. Eso hace que la cifra sea de al menos 14 bases estadounidenses, una cantidad que Dillon se negó a confirmar o desmentir.
En una ocasión, el Ejército permitió que un par de periodistas elegidos a dedo hicieran una visita guiada a una base en las afueras de Kobani. Hablé con uno de los periodistas después, quien dijo que había “cientos” de soldados norteamericanos en la base, la cual describió como “polvorienta” y “muy grande”, puesto que para cruzarla en auto se requerían cinco minutos. Los soldados estaban ocupados armando barracones, dijo, y habían construido un depósito capaz de almacenar 36 toneladas de municiones. Lo que más lo impresionó fue la pista de aterrizaje, que estaba pavimentada y hundida bajo el nivel del suelo, de modo que los aviones parecían desaparecer después de aterrizar.
Una base que atravesé camino a Raqa está construida alrededor de una planta de cemento, un edificio enorme con estructuras industriales de 20 pisos. Unos lugareños que tomaban gaseosas enfrente de una tienda cercana me mostraron un video de un celular de lo que parecían ser misiles saliendo del predio. Me recordó una noticia oscura de la Fuerza Aérea que había leído en marzo, anunciando la muerte del sargento Austin Bieren, de Umatilla, Oregón. Bieren, quien tenía 25 años y era un hombre activo, murió de “causas naturales” en una ubicación secreta en “el norte de Siria”. Lo habían asignado a la 21° Space Wing, una unidad en la que habitualmente se operan sistemas de alarmas de misiles y detección de objetos espaciales.
La planta de concreto está rodeada por un perímetro de banquinas de tierra y paredes con alambre de púa. En la entrada, tras una fila de pinos, puedo reconocer a dos americanos en una torre de vigilancia. “No podés acercarte”, me dice un lugareño. ¿Y qué pasa si lo hago? “Te disparan”, dice. ¿Y si les hablo en inglés y les muestro mi pasaporte? El hombre levanta una mano y dice: “Ni siquiera te van a preguntar”.
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Durante mi quinto día en Siria, visito una estación de primeros auxilios en el límite oriental de Raqa, donde hay explosiones desde el amanecer. A media mañana, aparece un camión y bajan seis soldados de las SDF, rengueando y sangrando. Su posición fue alcanzada por un mortero de ISIS, me entero más tarde, un golpe directo. Uno de ellos está inconsciente, y hay que transportarlo envuelto en una sábana ensangrentada. Los médicos ayudan al otro hombre herido a acostarse. La estación de primeros auxilios es una fachada reconvertida, muy pequeña, y sólo hay una camilla –en realidad es una mesa ratona– que se dispone para un soldado al que una ametralladora le cortó las piernas. Los otros están en el piso, o en la vereda de afuera, gimiendo de dolor, rogando por agua. El doctor de las SDF se pone a trabajar, dando inyecciones y cortando uniformes y arrojándoles desinfectante a las heridas. Hay sangre y iodo manchando el piso. Hay pilas de ropa y vendas sucias apiladas en una canasta. En medio del caos, un soldado que sostiene una compresa contra su brazo empieza a cantar.
El médico sólo tuvo tiempo para tratar a tres de los heridos cuando aparece un Humvee. En el asiento de adelante puedo ver a dos hombres con anteojos negros, pero no se bajan. Un combatiente de las SDF con pelo largo y una mirada salvaje salta del asiento de atrás sosteniendo a un colega, al que un francotirador le disparó en el torso. Lo acuestan en la mesa ratona mientras el médico agarra el fórceps y una tijera. Corta un poco de carne rosada –que cae al piso, donde las moscas se hacen un festín–, luego agarra un tubo de plástico flexible y lo inserta en la herida, produciendo un chirrido horrible. Es una operación para aliviar el neumotórax, una condición en la que se acumula presión en la cavidad del pecho luego de que la penetró una bala.
Más tarde, hablo con el médico, un kurdo que habla turco y se parece a Vladimir Putin. Me dice que la falta de electricidad es un gran problema. La operación de neumotórax, por ejemplo, no debería realizarse en un ambiente donde hiciera más de 4 grados, y acá hace 45 a la sombra. Me dice que los insumos médicos son extremadamente inapropiados, que el ejército estadounidense no aportó nada. Dice que hay un hospital norteamericano al que pueden mandar los casos más graves, pero está a una hora en auto.
Dillon dice que hay personal médico estadounidense actualmente en el país, tratando a miembros de las SDF heridos, junto con soldados americanos, y que estos equipos están en proceso de ser trasladados más cerca de la línea de combate, junto con unidades de refrigeración para conservar sangre. Pero hoy el doctor realiza una operación tras otra sin ninguna asistencia, trabajando bajo un calor extremo. A la distancia, el deprimente tamborileo de la artillería es incesante. Termina operando a doce hombres en 90 minutos, todos los cuales sobreviven, con una posible excepción.
El soldado acostado en la vereda sobre una sábana es el que tiene la peor herida. Parece haber recibido la mayor parte de la descarga del mortero en la cara, y no responde. Cuando lo suben a la ambulancia, al borde de la muerte, hay tres periodistas registrando lo que probablemente sean sus últimos momentos de vida, incluyéndome. “No está bien filmar”, me dice mi traductor, Jan, cubriéndose los ojos.
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ISIS cava entradas a través de túneles a edificios o arboledas. Los atacantes suicidas muchas veces aparecen detrás de las líneas de las SDF y se detonan o disparan una Kalashinov.
Entre viajes a la línea de combate, visito Manbij, una ciudad con mezcla de kurdos y árabes al oeste del Eufrates. La operación del verano de 2016 para sacar a ISIS de ahí fue la primera batalla por una ciudad siria importante en la que participaron fuerzas americanas. Fue una pelea brutal, y aún hay pilas de escombros bloqueando las veredas, basura alrededor de los faroles, y el olor a muerte flota sobre el canal en el centro de la ciudad. Pero hay señales de renovación: el ruido de martillos y taladros; sandías a la venta; dúos de jóvenes recién salidos de la peluquería caminando de la mano; un casamiento, en el que hay niñas sosteniendo flores.
En un edificio gubernamental vigilado, conozco a un comandante kurdo llamado Adnan Amjad, jefe del Concejo Militar de Manbij, armado hace poco para mantener la seguridad. “Durante la liberación, tuvimos una muy buena coordinación con el ejército de Estados Unidos”, dice Amjad, un hombre intimidante con pelo canoso corto y una pistola en el cinturón. Estados Unidos estableció un centro de comando compartido y proveyó armas, camiones, municiones y aparatos de GPS para dirigir ataques aéreos, dice. Ahora hay más de 100 soldados norteamericanos en un par de bases en el país, en general para detectar ataques de Turquía, que invadió un sector del norte de Siria para evitar que las SDF avancen hacia el oeste. A lo largo de la entrevista, Amjad se queja del gobierno turco, y sus asistentes frecuentemente se meten para reforzar sus argumentos u ofrecer más pruebas sobre la supuesta conexión turca con ISIS. “La comunidad internacional y Estados Unidos tienen que hacer que Turquía deje de amenazarnos”, dice uno de los asistentes de Amjad. “Si no estuviéramos luchando contra ISIS, ya estaría en Estados Unidos.”
En una declaración por mail, la embajada turca negó de plano apoyar a ISIS, pero hay pocas dudas de que Turquía esté trabajando para frustrar la alianza kurdo-americana. El ejército turco muchas veces bombardea y aísla posiciones de las SDF alrededor de Manbij, a pesar de la presencia de fuerzas norteamericanas. Para disuadir más batallas, los americanos han decidido patrullar la línea entre los turcos y los kurdos en vehículos blindados con banderas grandes de Estados Unidos, una táctica que implica el riesgo de un enfrentamiento directo con Turquía. Turquía ya mató a un joven estadounidense llamado Michael Israel, un voluntario de izquierda en un ataque aéreo de noviembre de 2016. El 26 de junio, Turquía movió tanques y artillería a la frontera en Tal Abyad, amenazando la retaguardia de las SDF. En respuesta, seis Army Rangers aparecieron con camiones armados. Según un periodista local, los guardias de frontera turcos les dispararon a los Rangers a casi 400 metros. Fue sólo una demostración de fuerza, pero las “patrullas abiertas” en las afueras de Manbij recibieron ataques directos muchas veces en agosto. El 29 de ese mes, la coalición estadounidense dijo que había enviado una protesta oficial al gobierno de Turquía. El mismo día, las SDF anunciaron que Amjad había muerto peleando contra ISIS en Raqa; un periódico conservador turco leal a Erdogan celebró la noticia, diciendo que Amjad era un terrorista. Siria es un campo de batalla extraordinariamente complejo, plagado de conflictos internacionales sustitutos: sunitas contra chiitas; Irán contra Arabia Saudita; Turquía contra los kurdos; y, ahora, Estados Unidos contra Rusia. Por invitación de Assad, Rusia tiene varios miles de soldados y mercenarios en Siria que lo ayudan a pelear contra el Ejército Libre Sirio. Esa batalla se da más allá de la ofensiva kurda contra ISIS, pero la superposición es inevitable. Con el régimen avanzando sobre ISIS desde el sur, las tropas rusas y norteamericanas están esencialmente en los bandos opuestos del tiroteo. Se han fotografiado convoys rusos aquí en Manbij, y se dice que es la primera vez desde la Segunda Guerra Mundial que soldados rusos y americanos operaron en la misma ciudad.
Rusia y Estados Unidos mantienen conversaciones para evitar un choque accidental, pero no se puede decir lo mismo de Irán, que ha enviado a miles de combatientes sectarios para apoyar el régimen sirio. Los agentes iraníes dominan Irak desde el final de la ocupación americana, y un pie en Siria podría crear un pasillo hacia Hezbollah, financiada por Irán, en el Líbano, lo cual le daría a Irán un puente libre de obstáculos entre Teherán y el Mediterráneo. “Un viejo plan”, le dijo un comandante apoyado por Estados Unidos a Al-Monitor. “Pero seguimos esperando.” Una guarnición americana en la frontera en Tanf, donde ya hubo un puñado de incidentes, es lo que obstaculiza que Irán controle el camino entre Bagdad y Damasco. En mayo, fuerzas norteamericanas hicieron un ataque aéreo a una columna de milicianos iraníes que se dirigían hacia ellas, y dos veces en junio bajaron drones de Irán, uno de los cuales les había disparado a estadounidenses que patrullaban el desierto.
En el camino de regreso a Manbij, pasamos por una base estadounidense cuya ubicación nunca fue revelada. El terreno es caluroso y seco, con colinas de césped quemado y ortigas mustias. Hay un rebaño de ovejas moviéndose bajo el atardecer, en medio de una nube de polvo. La base, protegida por paredes altas y alambre de púas, tiene varias hectáreas junto a una calle de doble mano. El soldado americano de guardia se sienta firme, apuntando con su rifle en dirección a nuestro taxi. Sobre el techo del edificio hay dos más con las cabezas cubiertas, uno negro y uno blanco, ambos desnudos hasta la cintura. El negro prende un cigarrillo y se inclina sobre el parapeto. El blanco está rojo por el sol, y se frota la panza de cerveza, absorbiendo el polvo violáceo. No parece que se vayan a ir a ninguna parte pronto.
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El 29 de junio, viajamos al frente occidental de Raqa, donde tuvieron lugar los enfrentamientos más intensos. Aquí el paisaje urbano transmite una sensación extraña y desértica. Las calles son amplias, los edificios son más grandes y están agrupados en bloques de departamentos, haciendo que sea difícil registrar la línea que separa a los pequeños equipos de las SDF y de ISIS. Ambos parecen tener muchos menos combatientes de los que dicen. ISIS es una presencia especialmente fantasmal, escudándose en sus orígenes de indulgencias encubiertas. Sus principales líderes, incluyendo a al-Baghdadi y sus tenientes mayormente iraquíes, supuestamente han acampado en el valle del río Eufrates. Los duros que quedaron atrás tienen que apoyarse en tácticas sorpresa: ataques rápidos seguidos de huidas, y operaciones con mártires, especialmente autos bomba suicidas.
Estamos caminando en medio de una calle repleta de pilas de escombros y frentes de batalla desplomados, siguiendo a un guía que nos asignaron las SDF, un soldado kurdo de más o menos 20 años. Se escuchan disparos de rifle desde las carbonizadas zonas vecinas, pero cuando miro, todo lo que veo son cortinas ondulando en ventanas vacías. Le pregunto a nuestro guía si sabe quién está disparando, pero está preocupado, entrecerrando los ojos y cubriéndoselos con una mano. Dice que hay un drone. Es un día muy caluroso, pero hay una luna creciente visible en el cielo. No veo ningún drone, pero escucho un ruido suave, como un mosquito zumbándote en el oído. Nos metemos en la entrada de un edificio cercano.
ISIS no tiene fuerza aérea, pero aprendieron a armar Quadcopters baratos, con conexiones improvisadas, capaces de lanzar granadas de 40 milímetros. Cada comandante de las SDF con el que hablo me dice que los drones son su problema principal. Son casi imposibles de divisar, y sus cámaras digitales pueden buscar objetivos de gran valor, como comandos americanos. Tras haber introducido los drones en la guerra moderna, el ejército norteamericano ahora está luchando por defenderse de ellos. Aparecieron radios para obstaculizar drones en el campo de batalla, y un periodista holandés en Kobani me dice que abrió su drone con cámara fabricado en China para descubrir que lo habían programado para que no funcionara en Siria.
El edificio donde nos guarecimos huele a mierda humana. Mis ojos se ajustan a la oscuridad y veo que hay un gran agujero en medio del suelo. Además de los drones, el otro gran problema de las SDF son los túneles. Cada metro cuadrado de Raqa está bajo vigilancia de drones y satélites, observado por americanos sentados en sus cubículos en Virginia, así que ISIS cava entradas y salidas a pasajes subterráneos dentro de los edificios, o arboledas. Sus atacantes suicidas aparecen por detrás de las líneas de las SDF y se detonan, o disparan una Kalashinov hasta que los matan. Este túnel, por ejemplo, es lo suficientemente grande como para tragarse un auto. Hay una soga cruzándolo, y los cuartos de atrás están tan repletos de tierra que ha sido excavada que nuestras cabezas llegan hasta el techo. Estoy buscando taladros a la vista, pero nuestro guía me dice que ISIS cava estas cosas a mano, con picos y palas. Soy escéptico, pero él se encoge de hombros. “Es la yihad”, me dice.
El drone se va y seguimos nuestro camino, en dirección a una base de las SDF en el frente de batalla. Trepamos pilas de piedras excavadas y caminamos entre edificios vacíos donde los disparos hacen eco. Parece como si estuviéramos peligrosamente expuestos, pero a nuestro guía, que avanza con el rifle en la mano, no le importa.
En el piso más alto de un edificio de tres plantas, nos encontramos con un equipo de SDF árabes, seis reclutas descalzos de zonas recientemente liberadas de la provincia de Raqa, apresuradamente entrenados y armados con un puñado de Kalashinovs hechas en China, de las cuales no hay dos iguales. Hubo informes de que las SDF están reclutando contra la voluntad de los jóvenes y obligándolos a pelear contra ISIS. Estos chicos tienen una mirada perdida, y sus palabras suenan repetitivas. “Esta es nuestra primera oportunidad de pelear contra ISIS”, dice Hilo Alguna, un chico de 19 años con dientes rotos y tatuajes en una mano. “Estamos felices.”
Nos sirven unas tazas de té con azúcar, usando un par de pantalones de bebé para apoyar la tetera, y nos muestran el edificio, que hace poco le ganaron a ISIS. No me baño desde hace cinco días y creo que tengo pulgas, pero me sigue horrorizando la mugre del lugar. Hay residuos apilados en la escalera, y tablones sobre vidrios rotos y muebles astillados. Hay un estante de libros que tengo miedo de tocar, tras haber escuchado historias de ISIS plantando minas en lugares inocuos. En un estante hay un paquete de seudoefedrina, que los combatientes de ISIS toman para poder quedarse varios días despiertos. En el cuarto de atrás, que tiene una ventana abierta, hay una pila de documentos. Un Corán ilustrado, escrito en turco y recuperado de entre los restos, se ofrece como prueba del nexo entre Turquía e ISIS. Me muestran un “pasaporte al paraíso”, un libreto motivacional que distribuye ISIS a sus combatientes, autorizándolos a entrar al cielo después de la muerte. Lo hojeo, y pienso en la potencia simbólica de un pasaporte en un país como Siria, cuando una granada explota contra la repisa de la ventana.
Salimos de la habitación aturdidos. Mi traductor, Jan, reta a los chicos árabes por no habernos dicho que ISIS estaba tan cerca, pero ellos no dicen absolutamente nada, apenas si se le quedan mirando. Nuestro lacónico guía sigue en el cuarto mirando la pila de documentos, con pedazos de cemento junto a sus pies, cuando de repente explota otra granada contra la pared. Se pasa la mano por la nariz y mira para otro lado, como si nada hubiera sucedido, desdeñoso del objetivo de su enemigo. El resto de nosotros nos amuchamos en la escalera. Les pregunto a los de las SDF si van a armar un contraataque. Discuten entre ellos, y deciden esperar a que los norteamericanos lancen una bomba. Se sientan alrededor de la tetera y encienden cigarrillos.
No se puede saber exactamente cuánto tardarán las SDF en liberar Raqa. La batalla podría durar meses, o más, pero incluso así la participación de Estados Unidos en Siria no estaría terminada. Dillon me dijo que las fuerzas americanas van a asistir a las SDF para llevar a ISIS más hacia abajo, hacia el Eufrates, y funcionarios estadounidenses se han negado repetidas veces a establecer un cronograma para retirarse. Por ahora, sólo podemos esperar que el Ejército de Estados Unidos no repita el mismo error cometido en Vietnam y Afganistán e Irak, una invasión prolongada peleando contra una insurgencia local que se alimenta de la guerra. Sabemos cómo termina esa historia, o cómo no se termina.
Después de esperar casi dos horas en el lugar, decidimos irnos antes de que los disparos se pongan más intensos. Hay un avión volando lentamente sobre nosotros, lo suficientemente bajo como para ver que es un A-10 americano, un avión de guerra viejo y firme que usa cañones rotativos para apoyar de cerca a la infantería. Nos quedamos como idiotas viendo cómo gira lentamente en nuestra dirección. Cuando abre fuego, hay un sonido como de un eructo, y sale una bocanada de humo de sus cañones. Un huracán de balas impacta contra unas palmeras frente a una casa a cien metros de nosotros, levantando una tormenta de polvo. Finalmente, nuestro guía cree que es más apropiado correr.
Por Seth Harp