Tras concluir la publicación de una obra monumental sobre la militancia de izquierda y la guerrilla durante los años 70, Martin Caparros regresa a la ficción con su novela La Historia.
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Vive en un departamento sobre la avenida Las Heras, cerca del Jardín Botánico. "Durante mucho tiempo pensé: qué lástima que no tengo un barrio, hasta que un día tuve una especie de satori, una revelación. ¿Cómo que no tengo barrio? Este es mi barrio, aunque no sea el barrio plateado por la luna del tango y aunque no haya señores en piyama tomando mate en la vereda con la silla al revés."
Sobre la mesa, dominada por la maqueta minuciosa de una plaza de toros –huella de su paso por el periodismo taurino–, acaba de servir pocillos diminutos de café a la turca con cardamomo y agua de azahar: huella ésta, quizá, de su paso por el periodismo gastronómico. Junto a la cafetera de cobre hay un libro de mil páginas, tapa dura, con sobrecubierta. En 1916 el pintor ruso Malévich llevó la pintura de vanguardia tan lejos como pudo, en una serie de cuadros titulados "cuadro blanco contra fondo blanco". La tapa de la última novela de Caparrós es semejante: en letras blancas, recortadas contra fondo blanco, se lee, si uno se acerca lo suficiente: La historia. El ejemplar, apenas una muestra, una promesa del libro por venir, tiene las páginas en blanco. La hermosa edición, ilustrada por Ariel Mlynarzewicz, consta de sólo mil ejemplares.
La historia es la quinta novela de Caparrós. La precedieron cuatro títulos publicados entre 1984 y 1990: No velas a tus muertos, Ansay o los infortunios de la gloria, El tercer cuerpo y La noche anterior. Además de editar dos obras de Voltaire, el escritor reunió sus crónicas periodísticas en tres volúmenes: Larga distancia, Dios mío (relato de un viaje a la India y al reino de Sai Baba) y La patria capicúa. En los últimos meses terminó junto con Eduardo Anguita la obra monumental sobre la militancia de izquierda y la guerrilla durante los años 70: los tres tomos de La voluntad. (1997/98).
La historia es un libro extraño; la contradicción forma hasta tal punto parte de su trama que definirlo sin contradicciones sería una traición. Un historiador, Mario Corvalán-Ruzzi, cuyas iniciales coinciden con las del autor (Rosenberg por parte de madre), encerrado en su casa de Floresta, trabaja a lo largo de años en la traducción de un libro francés que es, a su vez, la supuesta traducción de un libro escrito por un sacerdote español en el siglo XVII. El libro fue hallado por Corvalán en el castillo de Thoucqueaux, en el Loire, en 1957, y desde entonces hasta la fecha de su muerte se entrega a la edición de esa pieza, cuyo título completo es: La historia / de cómo se perdieron los reinos y posesiones / que llegaron a cubrir el tiempo.
En las cinco partes de ese libro incierto (La Primera, La Segunda, etc.) se da cuenta de la existencia de una civilización que vivió en el noroeste argentino. En ese texto se mezcla la historia con el mito, las costumbres que se sugieren remotas con la existencia del plástico, las palabras en idiomas supuestamente indígenas con nombres comunes (Javier, Mario, Alberto, Joaquín) y una ubicación a la que las conjeturas llevan de los Valles Calchaquíes a California, Tierra del Fuego o algún rincón perdido de Asia. En las extensas notas que acompañan a cada parte se dan caprichosas interpretaciones, se agregan datos de esa cultura (siempre contradictorios) y se pone al texto en relación con todas las concepciones políticas desde Voltaire y la Ilustración hasta nuestros días. En sus páginas la crueldad es una constante: extraños tormentos que duran horas, sacrificios, asesinatos, mutilaciones.
Hijo de padre y madre psicoanalistas ("creía de chico que ser grande era ser psicoanalista"), Caparrós se crió en las tierras del Botánico y estudió en el Nacional Buenos Aires. Vivió rápido: ingresó en el periodismo a los 16, se fue solo del país a los 18 y estudió Historia en La Sorbona. En España continuó con el periodismo. De regreso a la Argentina condujo con Jorge Dorio uno de los programas de radio más recordados de los comienzos de la democracia: Sueños de una noche de Belgrano. Después llegaron las novelas y las notas y libros de crónicas que lo revelaron como uno de los nombres fundamentales del periodismo más reciente. Sus bigotes atusados –al igual que los de Dorio– se hicieron públicos en 1987 cuando juntos concibieron el programa de televisión El monitor argentino. La emisión más recordada fue aquélla en la que documentaron –con testimonios de intelectuales reconocidos y falsos memoriosos– la vida de un escritor imaginario.
–En la nota final cuenta que tardó diez años en escribir la novela. ¿Cuál fue el origen de "La historia"?
–Al comienzo pensaba en una cosa simple. Hasta cierto momento pensé que a mí nunca se me ocurrían historias. De hecho mis tres primeras novelas no tienen argumentos que se me hayan ocurrido mí: la primera (No velas a tus muertos) es autobiográfica, en la segunda (Ansay) retomé un personaje histórico, y la tercera, La noche anterior, es un trabajo de orfebrería con un núcleo autobiográfico y cosas de la patrística cristiana. Cuando estaba escribiendo esta novela se me empezaron a aparecer historias, estaba como un chico con un juguete nuevo. Tenía que encontrar una manera de concentrar todas esas historias. Un aparato que me sirviera para darles un lugar y seguir produciéndolas. Entonces se me ocurrió un manual de una civilización inventada. Me decía: ya que cuando uno escribe una novela, postula tácitamente un mundo, ¿por qué no postularlo explícitamente?
–El trazado minucioso de la civilización que usted imaginó en su novela recuerda a la obsesión de los inventores de utopías, que imaginaban una ciudad para describir cómo sería una sociedad ideal. ¿Le interesó esa literatura a la hora de escribir?
–Me interesó a partir de una constatación: no hay nada más autoritario que la literatura utópica. Se suele pensar a la utopía como una serie de sueños libérrimos, y llenos de ilusión, y quizá lo sea. Pero la literatura utópica, es decir, la que inventaron esos señores que se sentaron a escribir cómo debe ser la sociedad perfecta, es absolutamente autoritaria: Campanella, Moro, Fourier. Hay que levantarse a las ocho y cuarto, lavarse los dientes a las ocho y veinticinco, pasar al refectorio donde desayunaremos un pan cortado en cuatro... Son obsesivos. Para crear un mundo hay que ser obsesivo.
–¿Hay algo de utopía en "La historia"?
–Sí, pero a diferencia de las utopías clásicas, no intenta reglamentar, ni mostrar cómo debería ser la vida. A la vez tiene algo de lo que podemos llamar la utopía inversa, como existía en las Cartas persas de Montesquieu. Un fulano que viene a mirar un lugar desde afuera, sin preconceptos. Esa mirada "utopiza" tu lugar, lo hace desconocido y pone en evidencia mecanismos que por demasiado frecuentes uno ya no tiene.
–La crueldad y la tortura recorren el libro, pero contados con una distancia que nada tiene que ver con la denuncia. ¿Cómo trabajó estos temas?
–La palabra tortura no aparece en el libro; se menciona la palabra tormento. Hay relatos de tormentos y se cuenta el reglamento, que consta de reglas estéticas y técnicas. Hay momentos en que el relato de una tortura se hace bello. Eso me preocupa. ¿Qué pasa cuando estás leyendo una tortura y estás disfrutando de esa lectura? En La historia escribí cosas que nunca creí que fuera a escribir, que no tenía pensadas. Y es una de las cosas que más me impactaron y que me ofrecieron más placer: encontrarme con algo ajeno, y pensar a quién se le puede haber ocurrido.
–A lo largo de la lectura, a pesar de todas las cosas extrañas de esa civilización que el historiador llama Calchaqui, nos parece encontrar referencias políticas conocidas.
–En el libro hay una fracción muy significativa, que relata esa revuelta para conquistar la vida después de la muerte; todo está contado de forma totalmente semejante a la de las revoluciones leninistas. Un partido formado por cuadros, dividido en células, con métodos y propagandas. En algún lugar se postula que Lenin tomó como modelo este movimiento. No creo que sea una alegoría sino una puesta en escena de temas que no quiero esquivar: la revolución, la tortura, las formas heroicas de la muerte.
–El historiador se suicida en 1976. ¿Cómo ve a este personaje en relación con la historia?
–Hay algo que está claro y es el acervo sesentista del historiador. Corvalán lee con una biblioteca e interpretación sesentistas y con la presunción de que puede dar cuenta de todo porque tiene un sistema que se lo permite. El lo intenta, pero falla.
–¿Los libros de ficción y los de periodismo están de algún modo integrados en su obra? ¿Prefiere unos sobre otros?
–No hay una diferencia entre escribir ficción y escribir crónicas. En unos el referente parece más real que en otros. No estoy seguro de que siempre lo sea. En alguna época yo decía que cuando quería contar el mundo escribía ficción, y cuando quería hacer autobiografía, escribía periodismo. En las anotaciones personales de Rodolfo Walsh, que editó Seix Barral en el 94, es muy impresionante ver como Walsh por un lado condena a la novela como género burgués, y por otro lado piensa: ¿cómo es posible que yo no escriba una novela? El autor de las mejores crónicas y de dos o tres de los mejores cuentos que se han escrito en la Argentina estaba preocupado porque no había escrito una novela. Es eso, el prestigio de la ficción frente a Operación masacre, tanto mejor que la mayoría de las novelas de su época. Claro que ocurre en general que el periodismo está mal hecho; que hay una confabulación, involuntaria en la mayoría de los casos, de las empresas y jefes periodísticos para que se produzca el peor periodismo posible, para que se le oculte cualquier rasgo de escritura o de mirada. Pero el periodismo puede ser tan bueno o mejor que la ficción.
–"La historia" y "La voluntad" son libros trabajados durante años. ¿Existe entre ellos alguna otra semejanza?
–En La historia yo acepté ese trabajo de años a sabiendas, porque tenía que hacer un mundo, y sólo un dios puede hacerlo en una semana. En La voluntad, no. Pensé que iba a tener unas cuatrocientas páginas. Si hubiera sabido como terminaría, quizá no me hubiera animado. Se parecen también en la estúpida intención de dar un fresco, un panorama con múltiples puntos de vista.
–Los discursos que hablan de la guerrilla en los años 70 a menudo borran las precisiones sobre la toma del poder para hablar de "sueños de una generación" u otras fórmulas imprecisas. ¿Por qué ocurre este desplazamiento de la historia hacia expresiones vagas?
–Es una concesión al triunfo de los militares. Si vivimos en una democracia representativa del mercado es porque los militares les ganaron a los guerrilleros. Por eso en el año 83 pudieron entregar el mando. Los gobiernos democráticos son lo que los gobiernos militares permitieron. La burguesía argentina es suficientemente traidora como para no hacerse cargo de los que le hacen el trabajo sucio. La burguesía chilena defiende a Pinochet, que le hizo el laburo y les mató a todos sus enemigos. Para decir que los militares han sido crueles, hubo que decir que las víctimas de los militares eran unos pobres muchachos que estaban en su casa mirando la tele cuando vinieron unos señores malísimos que se los llevaron a todos y los mataron. Yo solía decir que esto es una forma de volver a desaparecer a los desaparecidos. Privarlos de su historia, de sus decisiones. El argumento es: si eran guerrilleros, los militares tenían razón. En cambio, si no fueron guerrilleros, no tenían razón. Pero los militares no tenían razón de ninguna manera. Si querían eliminar a la guerrilla, tenían las armas legales para hacerlo. Lo que ocurrió con Walsh es un caso paradigmático. Dicen: Walsh era un gran periodista y eximio escritor al que mataron porque era un gran periodista y eximio escritor. No, lo mataron porque era oficial de inteligencia montonero.
–¿Cómo fueron sus comienzos en el periodismo?
–Entré en el diario Noticias a los 16 años. Quería ser fotógrafo. Mi padre tenía un laboratorio en casa, y ya de chico yo sacaba fotos y las copiaba. Miguel Bonasso era el director del diario. Lo fui a ver en diciembre del 73 y me dijo que me podían empezar a formar en marzo, pero que si quería ingresar en ese momento podía ser cadete. Estuve dos meses sirviendo café y cortando cables. El mito supone que era tan torpe que le tiraba el café encima a todo el mundo y que me pusieron a escribir para sacarme de la circulación cafetera. En realidad un sábado de febrero andaba por ahí en la redacción vacía y un viejo periodista me pidió que escribiera una nota sobre el hallazgo del pie izquierdo de un andinista japonés que se había perdido diez años antes en el Aconcagua. Así entré en información general y policiales. El jefe era Rodolfo Walsh. Escribir en un diario donde trabajaban Walsh, Juan Gelman, Francisco Urondo, una cantidad de gente que yo admiraba, era un lujo. Y encima me pagaban. Tampoco tanto porque la mitad se la tenía que dar a la organización Montoneros. Con mi primer sueldo me compré un Wrangler importado, una debilidad pequeñoburguesa.
–¿En qué circunstancias decidió irse del país?
–Noticias cerró en agosto del 74. Después trabajé en la revista Goles y colaboré en El Cronista, que había tomado a gran parte de la redacción de Noticias. Para ese entonces yo había tenido una pelea con Montoneros, que sería larga de contar, y me aparté. Me encontré en la calle con un amigo que me dijo: «Estás loco, estás apareciendo en Goles con tu firma. Si te quieren ir a buscar, saben dónde encontrarte. Y a los quebrados (como se llamaba a los que se habían ido) los buscan más porque es más fácil sacarles información. Si vas a estar, está en serio, si no andate.» Y me fui, justo antes del golpe. A mi amigo lo mataron poco después.
Dejamos el comedor para entrar en su escritorio. Contra la ventana, una mesa enorme con papeles y libros custodiada por un batallón de soldaditos de plomo. Ahí queda abandonado el volumen vacío de La historia hasta que los otros libros, los reales, lo reemplacen. En un sillón, un saxo que Caparrós asegura tocar mal. Compró el departamento a su regreso de España, y allí vivió desde entonces, salvo algunas cortas temporadas que pasó afuera, como el breve tiempo que fue corresponsal en Nueva York del diario Perfil.
–En "No velas a tus muertos" trabajó con sus recuerdos de militancia. Pero hay dos personajes protagónicos en la novela. Uno muy joven y otro algunos años mayor, y desengañado, que le habla desde París a un amigo que después sabemos que está muerto. ¿Cuál era usted?
–El más joven era yo. El más grande era el que yo no quería llegar a ser. También está en la novela ese amigo que mataron. Hay una frase de la última vez que nos encontramos que siempre recuerdo. Mi amigo me dijo: «Por que vos te fuiste de la guerra creés que la guerra terminó.»
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