
La sensualidad trágica de Harold Arlen
Las mejores canciones populares con apariencia de blues no fueron escritas por William C. Handy, Fats Waller, Eubie Blake o algún otro compositor negro. Quien creó las melodías de "Tiempo tormentoso", "Blues en la noche", "One for my baby", "El hombre que se fue", "Come rain or come shine", "Tengo derecho a cantar blues" y otros clásicos de la sensualidad trágica era blanco, se llamaba Harold Arlen y, paradójicamente, quedó en la historia no por esos títulos taciturnos sino gracias a "Sobre el arco iris", un canto inocente, sin erotismo ni rastros africanos, concebido en 1938 para que Judy Garland lo cantara en "El mago de Oz", no hace mucho designado Canción del Siglo XX por el Fondo Nacional de las Artes norteamericano.
Lo mismo que Irving Berlin, George Gershwin y la mayoría de los nombres que construyeron ese monumental repertorio denominado Great American Songbook, Harold Arlen era judío y vivió una juventud similar al argumento de cualquiera de las películas mudas que hacían llorar a la colectividad: hijo de cantor de sinagoga nacido en el interior -se cumplió un siglo el quince de este mes- que huye de estudiosos y rabinos para perderse cantando jazz en Manhattan al lado de Benny Goodman, Leo Reisman y otros paisanos notables.
El capítulo siguiente también parece parte de un film, todavía en blanco y negro, pero sonoro y musical, con Arlen a los veintitantos años, ya convencido de que cantar no era su destino, sobreviviendo como pianista de ensayo en teatros de Broadway y convertido por casualidad en compositor de éxito gracias a que Ruth Etting, una famosa flapper de la época, le grabó "Get Happy", situación que luego habría de repetirse con muchos de sus grandes temas, ligados para siempre a la colosal figura del espectáculo que los daba a conocer.
Es lo que ocurrió en el Cotton Club de Harlem, donde escribió varias revistas durante los años de la gran depresión económica y siempre alguna diva negra se identificaba con la mejor pieza: a Aida Ward le tocó "Tengo el mundo en un hilo"; una Lena Horne adolescente hizo suya "Mientras viva", y Ethel Waters, acompañada por la orquesta de Duke Ellington, se apropió de "Tiempo tormentoso".
Luego vinieron dos décadas espléndidas en Hollywood, con un premio Oscar a poco de llegar por "Over the rainbow" (estuvo propuesto otras ocho veces, pero nunca volvió a ganar), y enseguida la asociación con Johnny Mercer, que aportó al cine "One for my baby" y "My shining hour" para Fred Astaire; "Esa vieja magia negra", que Vera Zorina bailó con coreografía de Balanchine, y muchas otras canciones más interesantes y duraderas que las películas en las que fueron desperdiciadas.
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Nunca abandonó del todo Broadway, donde continuó aportando su música excepcional a fracasos prestigiosos que luego el tiempo transformó en comedias de culto, como "St. Louis Woman", "Jamaica" y "House of flowers", con versos de Truman Capote. Pero la carrera creativa de Harold Arlen no podía terminar de otra manera que con una gran película, en cinemascope y sonido estereofónico, y ésa fue "Nace una estrella", la obra maestra de George Cukor, en la que Judy Garland resucitó brevemente en 1954 gracias a canciones como "The man that got away" y "Es un mundo nuevo".
Fueron sus últimos triunfos y también el principio del fin de una época irrepetible. El hombre que había aceptado titular su biografía "Happy with the blues" se convirtió en un viudo inconsolable que cada vez escribía menos y peor, casi sin salir de su piso en Central Park West, con la única alegría de hablar por teléfono con Irving Berlin, que a pesar de llevarle casi veinte años lo llamaba todos los días para levantarle el ánimo, y hasta eso se volvió imposible cuando comenzó a avanzar la enfermedad de Parkinson que lo llevó a la muerte en 1986, una década después de haber publicado "Parece el fin de una vieja amistad", como si presintiera que iba a ser su última canción.
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