
Mahler, mágico y perfecto
Concierto de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Programa: Sinfonía Nº 9, en Re mayor, de Gustav Mahler. Director: Claudio Abbado. Función del jueves 18 de mayo para el ciclo de la Asociación Wagneriana. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente .
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El último y casi imperceptible acorde de violines, violas y chelos se desvaneció en el aire, pero la mano izquierda de Claudio Abbado -extendida y en alto- no se movió.
Durante unos tensos 30 segundos, las más de tres mil personas presentes en el Teatro Colón se quedaron sin aliento, atrapadas por ese gesto que logró que el tenue final de la Novena Sinfonía de Gustav Mahler que acababa de dirigir se prolongara también en el silencio, transformada en tiempo en estado puro.
Hasta que alguien no pudo más y con un estruendoso "bravo" desató la ovación para el director italiano y los músicos de la legendaria Orquesta Filarmónica de Berlín, que terminaban de hacer realidad su postergado debut en la Argentina.
Filarmónica de cámara
Fue una noche conmocionante y de una sola tirada. Sin prolegómenos, Abbado entró en la sala, agradeció los aplausos y se sumergió con los filarmónicos en las densas aguas mahlerianas, para moverse en ellas como pez en el agua.
Muchas cosas impactan de una orquesta como la Filarmónica de Berlín apenas empieza a tocar: la homogeneidad de la fila de cuerdas, que produce un sonido con un color único e inimitable, la solvencia de la sección de bronces; la calidad y la potencia de las maderas.
Pero, sobre todo, comprobar que los músicos tocan todo el tiempo como si fueran un pequeño grupo de cámara. Los primeros atriles de cada sección miran tanto a Abbado como a sus colegas en los pasajes de concertación, que en esta obra de Mahler los hay muchos y realmente difíciles.
Ante semejante grupo de intérpretes, los conductores grandilocuentes parecen de más. Obviamente, no es el caso del elegante y austero Claudio Abbado. El italiano dirige con mesura, sin gestos ampulosos; él y los músicos saben lo que quieren y por eso su misión en el concierto es conducir, sostener y -también- dejar hacer. Muchas veces, Abbado se limita a "convocar" a un grupo o solista a que "cante" su parte con un gesto o con la mirada: de este modo, la música fluye naturalmente y todo lo que se ve está al servicio del sonido y nada más.
En este caso, estuvieron al servicio de la sinfonía de Gustav Mahler y su particular carga emotiva como obra terminal: escrita en 1909, fue definida por Alban Berg como una premonición de la muerte. Este consciente "canto de adiós a la tierra" de Mahler está dividido en cuatro movimientos que ponen en crisis muchos de los parámetros convencionales de la forma sinfónica: por ejemplo, los movimientos centrales son rápidos, mientras que el comienzo y el final, lentos.
Enfoque objetivo
En el primer movimiento, Abbado dejó en claro su concepción de corte objetivo para la interpretación, ya que no adoptó los rubatos y accelerandos que suelen "ablandar" la música de Mahler, cuya carga emotiva es de por sí los suficientemente elocuente como para necesitar agregados. Abbado fue magistral, sobre todo en el manejo de las largas transiciones entre el tema principal en modo mayor y el secundario en menor, que fueron llevados con un refinamiento, tanto dinámico como de fraseo, sorprendente.
Desde la poderosa sección de cuerdas hasta los solos concertantes entre corno, flauta y chelos, el primer movimiento dejó en claro ya que la Filarmónica de Berlín estaba concentrada en producir una noche inolvidable de música.
En el scherzo, un gran collage sobre el vals y el ländler vienés, la Filarmónica de Berlín sacó a relucir su potencia sonora y un acertado manejo del carácter irónico y grotesco de este movimiento, que contrasta con el resto por el aire "festivo" de los ritmos populares.
En el rondó-burlesque del tercer movimiento, probablemente el más virtuosístico escrito por Mahler, con pasajes contrapuntísticos endiablados, la orquesta y Abbado sacudieron con furia musical al público. De este modo, generaron el contraste ideal con el lento y apasionado Adagio del final, que, como señaló acertadamente el filósofo Theodor Adorno, "mira con gesto de interrogación hacia lo incierto y cuyo final representa la imposibilidad de ningún final".
Con pasión, pero sin desborde, con lirismo, pero sin cursilerías, la Filarmónica de Berlín, con la batuta segura de Abbado, fue llegando hacia la increíble disolución de ese final implosivo. De hecho, la incomodidad se adueñó de algunos, que no pudieron evitar toses y ruidos cuando el chelista Georg Faust quedó solo y se sumergió en el silencio antes del extático coral de cuerdas que cerró la mágica noche mahleriana que los berlineses y Abbado brindaron al público porteño.






