Cómo es Rough and Rowdy Ways, el disco nuevo de Bob Dylan
En "Canción para mí mismo" (1885), el poeta Walt Whitman desarrolló una idea en la que las contradicciones no son más una manifestación de las muchas individualidades que habitan a cada persona. No es casual que Bob Dylan haya tomado esa misma afirmación ("Soy inmenso, contengo multitudes") como el punto de partida de su disco número treinta y nueve: en casi sesenta años de carrera, el autor de "All Along the Watchtower" ha tomado decisiones muchas veces antagónicas entre sus predecesoras, pero todas ellas no fueron más que la confirmación de una personalidad repleta de aristas. Rough and Rowdy Ways es un episodio más en ese juego de identidades que componen un enigma aún indescifrable. Su primer disco de material original en doce años es una postal sepia de un Estados Unidos que no existe más, con un narrador omnisciente que se sabe más cerca del final que de una renovación de contrato.
Con unos acordes en cámara lenta y su voz notablemente sedosa, en "I Contain Multitudes" Dylan repasa un microcosmos en el que se amontonan Anna Frank, Indiana Jones, Edgar Allan Poe, Carl Perkins y los Rolling Stones, todo para definir las reglas de juego de la idiosincrasia norteamericana ("Manejo autos veloces y como comidas rápidas, contengo multitudes"). En "False Prophet", en cambio, parece envolver su garganta con una lija al agua para adueñarse de un blues del casi ignoto Billy "The Kid Emerson" y reformularlo como propio. Allí, el cantautor parece reconocer que es un sobreviviente de una generación que constantemente despide a sus ídolos, mientras deja la impresión de saber que la mortaja está cada vez más próxima.
El Dylan narrativo, ese de las letras kilométricas, asoma las narices en "My Own Version Of You", guiada por un contrabajo tocado a pellizcos y con una secuencia de acordes que se mueve como en una escalera caracol. En ese aire de intriga, Dylan aporta más detalles sobre sus hábitos ("Estudio sánscrito y árabe para mejorar mi mente, quiero hacer cosas en beneficio de todos los de mi clase"), y ese guiño espiritual parece pensado para sentar las bases de "I Made My Mind to Give Myself to You", un góspel ornamentado con voces de doowop. En esa misma línea, "Black Rider" rebalsa de referencias bíblicas y en la que él mismo se pasea como un jinete apocalíptico en una suerte de flamenco ralentizado.
Ya desde su nombre, "Goodbye Jimmy Reed" es un homenaje a uno de los pioneros del blues que embrujó a toda una generación, de los Rolling Stones a The Grateful Dead pasando por Eric Clapton y Stevie Ray Vaughan. A cuarenta y cuatro años de su muerte, Dylan lo despide con toda la pompa y circunstancia posible, con unos chispazos guitarreros que parecen salidos de Highway 61 Revisited o de Blonde on Blonde, y donde incluso se asoma su armónica para rematar las estrofas. "Mother of Muses", en cambio, es una balada en que Elvis, Martin Luther King y los generales del ejército estadounidense son mosaicos de un mismo mural.
La multiplicidad de identidades de Dylan sale a la luz una vez más en "Crossing the Rubicon", otro blues árido con una progresión de acordes hermana de la de "Ballad of a Thin Man". En el rol de un pendenciero dispuesto a batirse a duelo su contrincante, el músico asegura estar "tres millas al norte del purgatorio, a un solo paso del Más Allá". El protagonista de "Key West (Philosopher Pirate)", en cambio, es un heredero de la cultura beatnik que se reconoce "nacido en el margen equivocado de las vía del tren como Ginsberg, Corso y Kerouac" y que sabe que transitó una vida intensa que lo depositó en la sala de espera del paraíso, ubicada ahora en la Norteamérica arcadiana.
Dylan ubicó sobre sobre el cierre del disco a "Murder Most Foul", una balada poderosa y narrativamente compleja de diecisiete minutos de duración. Sin más recursos que un piano, un contrabajo y un violín, el autor de "Like a Rolling Stone" narra el asesinato de John Fitzgerald Kennedy durante varias estrofas para luego hacer un name dropping de íconos de la cultura popular de hace cinco décadas o más. Aún sin melancolía, todo se convierte en piezas de un tapiz de un pasado cada vez más remoto al que parece querer encontrarle explicación. Dylan dedicó sus últimos tres discos a repasar y reinterpretar el Gran Cancionero Estadounidense.
A sus 79 años, Rough and Rowdy Ways está mucho más cerca de esa forma de canción popular que de una lavada de cara para dialogar con los sonidos del presente. Ahí donde Jagger y McCartney hacen malabares para tutearse cada tanto con el sabor del mes, Dylan parece feliz con encontrar la manera de viajar a un tiempo remoto sin miedo a envejcer en cuerpo y alma.
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