
Dvorak, vertido con pasión
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Ultimo concierto del ciclo integral de las sinfonías de Antonin Dvorak, por la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con la dirección de Arturo Diemecke. Programa: Sinfonía N° 1 Op. 3 en Do menor ("Las campanas de Zlonice"), en primera audición local, y Sinfonía N° 9 Op. 95 en Mi menor ("Del nuevo mundo"). Teatro Colón.
Como el alfa y el omega, la cuarta y última sesión del ciclo de sinfonías de Antonin Dvorak ofrecidas por la Filarmónica de Buenos Aires, con la dirección de Arturo Diemecke, mostró en el cierre dos caras del compositor, signadas por rasgos bien distintos. La primera sinfonía Op. 3 en Do menor ("Las campanas de Zlonice") fue compuesta en 1865, cuando el músico tenía veinticuatro años y la última, la novena ("Del nuevo mundo") veintiocho años después, cuando su maestría había superado las incertidumbres y los desafíos de la creación musical de su tiempo, y se había afirmado con perfil propio y gran homogeneidad en su lenguaje, entre la contracorriente formalista de Brahms y la expansión progresista, encarnada por Liszt y, principalmente, por Wagner.
Pero, fiel a sí mismo, Dvorak supo traducir antes que nada el alma de su pueblo, sus esencias puras, sin caer en un nacionalismo folklorizante o pintoresquista, encontrando lo universal en lo particular, aunque con un logro mayor: el que su rigor detallista o su eclecticismo de raíz germánica y eslava no impidiese una visión creadora más amplia, lo cual justamente tuvo expresión en su música sinfónica e instrumental.
Con dinamismo ejemplar y energético, Diemecke acometió la tarea de dar expresión real de estas dos obras, constituyendo la Sinfonía N° 1 Op. 3 en Do menor ("Las campanas de Zlonice"), alusión que debe entenderse sólo de manera subjetiva por parte del compositor, como estreno local. Esta sinfonía -que hubiera necesitado quizá más ensayos- puede considerarse extensa y heterogénea. Si bien su Allegro inicial es una afirmación innegable de su personalidad juvenil, se halla desde el comienzo hipertrofiada por el empleo de los bronces que resultaron al principio algo confusos y con dudosa afinación; su carácter tormentoso, de ritmos muy marcados por los golpes de timbal, resultó sólo apaciguado episódicamente en la escritura por las cuerdas y las maderas que tuvieron mejor desempeño. El Adagio molto que siguió, con una bella línea melódica del oboe, que aparece una y otra vez en el discurso, con interesantes y homogéneos planos en su trasfondo sonoro, tuvo un despliegue orquestal por momentos épico y siempre relevante por la aparición de las fanfarrias.
El Allegretto resultó efectivo en sus acentos rítmicos y la tensión que el director contagió a su discurso, por momentos ansioso, entrecortado, con buen desarrollo y parejo rendimiento orquestal. El Allegretto animato tuvo carácter triunfal; en él se insinúa el Dvorak de las sinfonías posteriores, cuyo fluido discurso y espontaneidad (principalmente, confiada a las cuerdas) fueron distintivas en la música centroeuropea. Diemecke fue buen animador de este estreno local, en el que la sonoridad resultó, en ocasiones, excesiva, restando calidad al discurso musical.
La versión de la Sinfonía "Del nuevo mundo" constituyó, en cambio, un logro significativo por parte de los intérpretes, en principio obviamente por su mayor frecuentación, pero sobre todo por el brío interpretativo que le infundió Diemecke. La predominancia de bronces y maderas en los efectivos orquestales, empleada por Dvorak, tuvo una traducción encomiable por el equilibrio logrado y la calidad sonora. También por el sentido rítmico y los bellos solos instrumentales, así como la intensidad que Diemecke le confirió.
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