
El Olympia de París
El próximo jueves se cumplirán cincuenta años de la electrizante actuación de Gilbert Bécaud -el apodo "Monsieur 100.000 volts" se lo ganó aquella noche- que declaró inaugurado el Olympia Music Hall, sin duda el auditorio más prestigioso del mundo en materia de música popular y también el más antiguo, porque el aniversario que celebran esta temporada es en realidad el de su reapertura, luego de haber funcionado como cine durante largo tiempo.
Edificado por Joseph Oller, un español que fue el dueño del entretenimiento parisino -Moulin Ruge incluido- desde la segunda mitad del siglo XIX, el Olympia original comenzó a funcionar en 1893 en la misma dirección del boulevard des Capucines que ocupa actualmente, al principio con artistas de circo, ballets rusos y demás novedades que divertían en la belle époque. Después vinieron las revistas atrevidas en las que se inmortalizó Mistinguett y finalmente, terminada la gran guerra, las intérpretes realistas que ganaron la sala para la canción.
Eran unas cuantas mujeres fantásticas a las que les bastaba un sólo nombre -Damia, Fréhel, Dubas- poca luz, ojeras y un vestido negro para imponer respeto a los sufrimientos que cantaban y permanecieron en la cartelera alternando con las bataclanas y prestidigitadores que venían de antes hasta 1929, cuando el cine sonoro los echó a todos por un cuarto de siglo.
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Un autor de cierto éxito, Bruno Coquatrix, advirtió que se estaba produciendo un resurgimiento de la canción francesa lo suficientemente sólido como para sostener un espacio propio y en 1954 recuperó el Olympia como music hall, presentando las variedades características de ese tipo de espectáculo, pero otorgando cada vez más espacio a las grandes vedettes musicales.
En esa estrategia tuvo que ver el suceso inaugural de Bécaud, el artista que permaneció más identificado con la sala, y la clamorosa reaparición de Edith Piaf cuando ningún empresario confiaba ya en ella. Fue en enero de 1955, en un ciclo al que luego no podían poner fecha de cierre y obligó a muchos retornos hasta 1962, cuando protagonizó la última temporada de su vida.
Sobraban intérpretes magníficos a quienes recurrir y todos acrecentaron su leyenda en el Olympia: Josephine Baker, Chevalier, Trénet, Montand -otro de los estables-, Ferré, Brassens, Barbara, Aznavour, Moustaki, Reggiani, Distel, Brel, que dijo adiós en ese escenario, y Juliette Gréco, el símbolo del Saint-Germain-des-Prés de los existencialistas, que vuelve a estar anunciada para fines de este mes.
Lo mismo en el orden internacional, ha tenido tanto a Garland como a Dietrich, a Ellington y Armstrong, Sidney Bechet -"Le soir o... l´on cassa l´Olympia" es uno de los conciertos de jazz más intensos que se han grabado jamás-, Aretha Franklin, Dionne Warwick, Piazzolla, de quien siguen olvidando su álbum en vivo de 1977, Amalia Rodrigues, Susana Rinaldi, Paco de Lucía, Cesaria Evora, Brian Wilson... la interminable nómina es tan variada como los estilos de música.
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Al contrario del despampanante Radio City Music Hall de Nueva York, una sala hermosísima, pero sin rigor en la programación, son impensables visitas guiadas al Olympia, porque la escasa belleza arquitectónica que pudo haber tenido ha desaparecido debajo de pintadas y reformas, las 2000 butacas son incómodas y de acústica ni hablar, todo se amplifica. Lo que lo vuelve imponente es su historia, la fascinación agregada por los nombres ilustres que ha presentado en el pasado y continúa convocando luego de medio siglo.
Porque allí no se llega para debutar o hacerse famoso. Es un recinto exigente reservado a intérpretes con trayectorias respetables y aun a pesar de su relevancia siguen obligados a la excelencia, a demostrar en cada recital que mantienen la capacidad de comunicación necesaria para seguir apareciendo en la sala donde han culminado tantas carreras.
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