Las dos muertes de Edgardo Arolas
Fuera de Carlos Gardel, no existe en el tango biografía investigada tantas veces y con el detallismo de la de Eduardo Arolas, también para terminar acumulando documentación sin resolver el enigma. Al contrario del cantor, de quien todavía se discute la nacionalidad, no quedan dudas de que Arolas era porteño, nacido en pleno verano de 1892 en un conventillo de Barracas, barrio donde siguió habitando hasta su viaje sin regreso a Europa, en 1920.
Se han encontrado partidas de nacimiento, boletines escolares y hasta su prontuario policial; también ha sido posible reconstruir una larga agenda profesional que lo muestra alternando temporadas en los mejores cabarets de Buenos Aires y Montevideo, con actuaciones en cafés o pulperías suburbanas y prostíbulos del interior, formando y disolviendo tríos, cuartetos y orquestas numerosas y vinculándose con gente a la que dedicaba tangos maravillosos y luego se peleaba a muerte, como ocurrió con Roberto Firpo, con quien de la excitación de escribir juntos "Fuegos artificiales" pasó al odio de colocar un cartel advirtiendo que no tocaba tangos de ese autor.
El anecdotario íntimo reconstruye la autodestrucción de alguien que parece haber sido un adelantado del estilo de vida punk por venir pero no alcanza, o es demasiado contradictorio, para definir una personalidad coherente con su prodigiosa intuición musical. Nunca se sabrá si era un pendenciero indolente, explotador de mujeres para redondear los ingresos, o un enamoradizo incurable, con mala suerte para elegir objetos de deseo y sin fortaleza para tolerar el desengaño sin soporte alcohólico.
De pocos pioneros de la música popular existen fotos tan sugestivas como las de Arolas -sólo Duke Ellington debe haber superado su seguridad para mantener la seducción posando inmóvil-, pero son imágenes inútiles para descifrar el misterio, porque es siempre él quien mira primero, desconcertante, divertido con su desafío de elegir si se trataba del cuchillero borgeano que parecía a los dieciocho años, el imponente compadrito de bastón y polainas que apenas cabe en el encuadre o el perdedor melancólico de los retratos sin sombrero.
A pesar de la competencia de tantos personajes talentosos, fascinantes o pintorescos que llegaron con él a fundar el tango a principios del siglo XX, se lo reconoce como la figura más representativa en esa transformación de una danza primitiva y marginal en el estilo que rápidamente pasó a identificar al país, el único que reunió todas las condiciones que han pasado a ser obligatorias en un músico popular: gran compositor, organizador y director de conjuntos originales y, más que nada, ejecutante estimado al extremo de justificar el apodo de Tigre del bandoneón.
Arolas fue la primera superestrella del instrumento, pero no el mejor desde el punto vista técnico. Su aporte fue un lenguaje expresivo y directo -la palabra rezongo parece inventada para definirlo-, tan temperamental que a veces el fuelle quedaba arruinado entre sus manos porque, según explicó Enrique Delfino, "el bandoneón era poco instrumento para un corazón tan grande".
Lo notable es que, como la mayoría de los pertenecientes a la llamada guardia vieja, no tenía instrucción musical y fueron otros, apenas más capaces, quienes transcribieron las obras para su edición. Pero lo mismo "Derecho viejo", "La cachila", "El Marne", "Comme il faut" y muchas otras quedaron como borradores geniales, un reto al futuro que aceptaron Di Sarli, Troilo, Pugliese y D´Arienzo -el que más títulos le grabó-, muchos años después de su muerte.
Porque Eduardo Arolas murió -pasado mañana se cumplen ochenta años- muy joven, solo y en París, como corresponde a un buen melodrama. El certificado de defunción dice que de tuberculosis, lo que es aceptable para la imagen de héroe romántico aniquilado por el alcohol y la desilusión, pero está también el final alternativo: asesinado por una banda de maquereux a la que robó una mujer, versión falsa aunque más adecuada a la fantasía del tanguero genial con vocación de guapo suicida.
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