Un texto atractivo y muy poético para una obra incansablemente física de la dupla que conforman Matías Milanese y Federico Lehmann, en la que el movimiento, la irrupción, la sorpresa son constantes
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Dramaturgia: Federico Lehmann. Dirección: Los Pipis Teatro (Matías Milanese y Federico Lehmann). Intérpretes: Matilde Campilongo, Luis Longhi, Matías Milanese, Federico Lehmann y Camila Marino Alfonsín. Escenografía y vestuario: Micaela Sleigh. Iluminación: Miguel Coronel. Música en vivo y composición: Stevie Marinaro. Sala: Teatro General San Martín (Corrientes 1530). Funciones: miércoles a domingos, a las 20.30. Duración: 105 minutos. Nuestra opinión: buena.
“Me das cada día más, aleluya por la forma que…”: el himno de Valeria Lynch resuena al entrar a la sala Cunill Cabanellas, tal vez como una promesa o un vaticinio. Es hipnótico, lo queremos, pero se termina y pasa para que sigan otros hits latinos lanzados por un parlante luminoso que late rojo como un corazón. Dos actores atletas performers corren alrededor, van hacia la platea, se sientan, vuelven a correr, saltar, sacudirse, entrenar, mientras el público continúa el ingreso. Unos cuantos aplauden y cantan porque conocen el ritual. O no, pero no pueden resistirse a la ráfaga. Hasta que, al fin ocupados todos los lugares, ellos, los dos, tomen aliento y asiento en dos sillas de plástico en medio del escenario. Son Matías Milanese y Federico Lehmann, la compañía Los Pipis Teatro, autores, directores e intérpretes de Pasión, una tragedia argentina, estreno que cierra la Trilogía de las pasiones que comenzó con El mecanismo de Alaska (en 2022, en Timbre 4) y La conquista de Alaska (en 2023, en la Fundación Proa).
Si bien se trata de su primera obra en un teatro público, ambos conocen el circuito: entre otras intervenciones, han actuado en Edmond que reinauguró el teatro Presidente Alvear en 2023 y, por su parte, Lehmann trabajó ese mismo año en el Teatro Nacional Cervantes, en Potrillo Ben, de Santiago Nader (como ellos o como Valentino Grizutti, otro referente sub30). También son novios hace años. No es chimento, lo dicen las “gacetillas oficiales” y tiene sentido porque es constitutivo de su propuesta artística, a la que podría incluirse en el apartado queer, aunque desborde esa caja por todos lados.
Esta vez la palabra Pasión redobla intensidad y va al título pero es siempre una pregunta a explorar para el grupo, desde la búsqueda de su origen en las napas profundas del vientre materno, en El mecanismo de Alaska, hasta esta última creación donde se asocia a la tragedia nacional. Algo sale mal, algo se degrada en el devenir. Por eso la constante preocupación por el futuro, por cómo proyectarse, por la descendencia y la trascendencia, por cómo construir una imagen, un recuerdo, perdurables.
Sin embargo, no es la melancolía en lo que abreva esta dupla artística e íntima. Nada más lejano. La entrada en calor ¿anterior? al inicio de la obra incluye a los espectadores: de otra forma, sin short ni zapatillas como los actores, también van a transpirar. Porque los Pipis, detrás del amigable momento festivo, exigen muchísimo al público. Alto objetivo y bienvenido sea. Pero por momentos, y es el riesgo de la pasión, puede resultar algo agotador.
El texto escrito por Lehmann es atractivo, muy poético, plagado de imágenes, de asociaciones, de hallazgos, dignos de anotarse en una libreta de citas. Son textos que además del impacto escénico, pueden leerse como narrativa (por cuestiones liminales ya nadie litiga) para saborearlos de cerca. Como son obras incansablemente físicas, el movimiento, la irrupción, la sorpresa son constantes y es en ese entramado donde se sostienen estos textos que no son monosílabos sino gruesos racimos de sentidos. Es un código sin escapatoria, la atención no puede decaer jamás. Y no hay “distractores” porque la escenografía es mínima. La actuación al palo, en estado crudo, levanta un viento avasallante que el público acata por fascinación o, en algunas ocasiones, por cansancio: cuestión de tiempo tal vez, en una hora y 45 minutos.
Teatro después del teatro, diría un cantante, además de narraciones, de performance, de un constante ir y venir entre “lo ficcional” y “lo real” (como en las anteriores obras de la Trilogía), en Pasión hay personajes y una historia, pero todo muy corrido, apenas una alusión a la representación tradicional.
Un joven vuelve de una guerra que no se termina (Lehmann) con un secreto de traición a develar al final. Mientras tanto, hay reencuentros: con un amor del pasado que ahora es sodero (Milanese) y con la familia. La madre (Matilde Campilongo), la traicionada cuyo nombre es, sí, Argentina, siempre con sus guantes de limpieza puestos, y el padre (Luis Longhi), a modo de salvación personal, intenta filmar el cine de postguerra. También hay una chica muy perdida que comparte esos días con la familia (Camila Marino Alfonsín). Esta joven actriz y cantante siempre es convocada por los Pipis, al igual que el compositor y músico Stevie Marinaro que con su piano en escena acompaña, subraya y enmarca la actuación. Con Longhi coincidieron en Edmond y Campilongo participó de uno de sus festivales Pipipalooza: que estos artistas talentosos, de mucha trayectoria y códigos diversos, funcionen en este grupo es responsabilidad de la dirección de Milanese y Lehmann. En especial, para destacar, es el trabajo de Campilongo -como esta madre que se pregunta por su poder sanador- porque sin salirse de registro logra otro tempo, instantes de quietud que permiten la entrada a otro tipo de emoción, un aire que se agradece frente a tanta electricidad en cortocircuito.
Con tanta productividad creativa, durante los ensayos habrá quedado mucho en el camino. En la obra, de pronto, Milanese corta y le habla al público para contarle que van a hacer una escena del pasado de los personajes que habían descartado. Y la vemos y después se sigue y no se alcanza a entender por qué no editaron un poco más. Alguien a la salida, en procesión al ascensor del tercer subsuelo, dijo que tenía que volver a verla. Sí, Los Pipis exigen mucho. Hay que entrenar fuerte para capturar su corazón. O como en un brote pasional, dejarse tocar por su fuego cuando la ocasión convide.