La actriz de 89 años se alejó hace tiempo del mundo del espectáculo, pero supo dejar su huella y vivir su vida plenamente
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Durante muchos años se la describió como “la musa de Michelangelo Antonioni” y aunque pueda ser que Monica Vitti haya sido en más de un aspecto motor de inspiración del italiano, -además de su pareja y actriz en media docena de sus películas-, la descripción no termina de hacerle justicia. Porque Vitti fue un ícono en sí mismo, una mujer que nunca se subordinó al universo masculino sino que lo transitó con la convicción de saber siempre qué estaba haciendo. “Yo tengo una forma de ver el mundo que cambia cada día, cada hora, cada minuto. El día que no me pase eso me consideraré vieja, perdida para siempre. Yo no nací para la diplomacia, me gusta hablar con todas las palabras. Además, esa es la única manera de entenderse. A veces puedo decir cosas brutales, que pueden aterrorizar a mis mejores amigos y si eso sucede, paciencia. Yo hago mi trabajo con un amor infinito, le dedicó todo lo mejor con la mayor seriedad y honestidad. Lo siento en mi piel, en mis ojos”, decía en 1972.
Quien marcó el rumbo del cine italiano en la década del 60, y 70 nació el 3 de noviembre de 1931 en Roma como María Luisa Ceciarelli. De madre boloñesa y padre romano dedicado al comercio exterior, descubrió la interpretación siendo muy niña, jugando con muñecos y títeres, a los que los hacía “hablar” con diálogos inventados durante horas. En ese momento la familia lo consideraba un divertimento y ella: el universo al que soñaba pertenecer.
Cuando se recorre su filmografía, enseguida salta a la vista una división marcada por su ductilidad: de las obras de Antonioni a las comedias con Alberto Sordi. El universo de Monica fue muy amplio. Sin embargo, detrás de ese éxito profesional, de esa mirada seductora y de sus dotes para pasar del drama al humor, existieron también otras realidades. Varios intentos de suicidio, el sentir que necesitaba cambiar cuando su entorno no se lo permitía y la sorpresa de descubrir que estaba muerta en vida.
Las muchas vidas de un mito
Un día, a mediados de la década del 50, María Luisa se convirtió en Monica y Ceciarelli en Vitti. El apellido, breve y contundente, provenía de acortar el Vittiglia materno. En cambio el nombre fue menos simbólico: provino del personaje femenino de un libro que estaba leyendo en ese momento.
Con la convicción de querer ser actriz, Monica se graduó en la Academia Nacional de Arte Dramático y comenzó a hacer obras de teatro. Se dio el gusto de interpretar obras de Shakespeare y de Molière, la fascinaban los clásicos.
Su debut sobre el escenario fue en 1953 y un año después llegó una pequeña aparición en el cine no acreditada. El camino fue lento y ella consecuente. Cada año sumaba horas de vuelo en escena y más líneas de guion en películas. “Soy actriz para no morir”, escribió en su autobiografía en referencia a sus múltiples intentos de suicidio, el primero a los catorce años, para luego reafirmar: “Si tuviera el suficiente valor, ya me habría disparado un tiro en la cabeza”.
Y es que para la actriz, la ficción siempre fue más atractiva que la realidad. Tener un camino de altos y bajos prefijado, sin sorpresas y con la convicción de que habrá final feliz fue para Monica un deseo que la obsesionó durante toda su vida. De la alegría a la tristeza, de la pasión a la depresión, la montaña rusa de emociones que signó su vida la convirtió en una mujer reflexiva, pero a la vez desconfiada y punzante en el análisis de su entorno. Y por supuesto, la necesidad de entretener al otro para evitar que experimente la misma sensación que ella tenía cada mañana.
“Claro que le tengo miedo a la soledad -monologaba en aquella entrevista de 1972-, ¿por qué no reconocerlo? Pero creo, para ser justa, que eso le pasa a todas las mujeres. Sin embargo, cuántos errores cometemos en su nombre, por huirle, por no asumirla, por sentirnos frustradas. Se puede ser viejo a los veinte años y joven a los ochenta, bueno, lo mismo pasa con la soledad. Una puede sentirse angustiosamente sola rodeada por los seres que más nos quieren”.
Y enseguida, nuevamente la muerte como angustioso desenlace: “Creo que a lo único que le tengo verdadero miedo, lo único que configura mi verdadera obsesión es la muerte. Por eso odio los viajes en avión, la posibilidad de una muerte gratuita, la insólita exposición a un riesgo que no puede ser controlado en caso de accidente. Con solo decir la palabra ‘muerte’ me siento mal, la imagino como una vieja que me sorprende y aterra, pero no hablemos más de eso, mi vida es otra y por otra parte, la gente no piensa que las actrices puedan estar angustiadas más que por la pérdida de su maletín de belleza”.
A pesar de correrle la cara, de esquivarla, de no darle entidad, la parca tenía una sorpresa para ella. Un aviso en forma de nota periodística destacada en uno de los medios más importantes de Francia. Corría 1988, cuando Vitti abrió el diario y descubrió que había muerto.
El entierro prematuro
El 3 de mayo de 1988, el prestigioso diario francés Le Monde publicó en su primera edición que la actriz Monica Vitti se había quitado la vida. Al momento de encontrarse con la noticia, ella se preparaba para ir al funeral del actor de teatro Paolo Stoppa, que había fallecido el día anterior en Roma.
La información había llegado al periódico de manera telefónica, a pocos minutos del cierre de la edición: “Monica Vitti está muerta. Se suicidó en su apartamento romano (...). Se tragó una dosis letal de barbitúricos. Ingresó en el hospital de urgencias y todos los tratamientos resultaron inútiles”. La contundencia de los datos, sumada a la mala praxis periodística hicieron el resto.
Aunque nunca se terminó de conocer de dónde vino la llamada, de acuerdo al medio la publicación surgió luego de un mensaje firmado por Georges Geaume, agente de Vitti en Francia. Sin embargo, este aseguró que no había tenido nada que ver con la información y Le Monde cargó con la culpa de publicar una información sin verificar. Igualmente, tan grave como los datos erróneos fueron las especulaciones del imaginativo redactor: “Detrás de la armonía, había una herida, sin duda disimulada con demasiada modestia. Monica Vitti prefirió abandonar la vida y no lo hemos podido contener”.
Al día siguiente, y a partir del revuelo que generó la noticia falsa, el diario se rectificó pero hasta ahí nomás porque aprovechó la autocrítica para vanagloriarse de que la noticia había servido para que la actriz dimensionara el cariño de su público, que solo aparece cuando mueren las estrellas, y por lo tanto ellas no lo pueden saber. Ella no lo entendió de esa manera.
“No cabe duda -declaró la actriz días después al diario El País- que dicha historia me ha servido para darme cuenta de la gran responsabilidad que tiene la prensa, ya que la gente tiene tendencia a creer ciegamente en lo que se escribe, y de este modo lo escrito acaba siendo más verdadero e irrefutable que la realidad”. Y a continuación sumó un nuevo ejemplo: “Un día llamé a mi madre y le dije: ‘Hola mamá, te hablo desde Milán’. Y ella me respondió: ‘No es verdad, estás en Venecia porque lo he leído en el periódico esta mañana. Lógicamente mi madre le creyó al diario en lugar de dar por cierto lo que su propia hija le estaba diciendo al otro lado del aparato”.
Amor y cine
Monica Vitti y Michelangelo Antonioni se conocieron trabajando. Algunas investigaciones periodísticas aseguran que su primera colaboración con el realizador no fue frente a cámara, sino que prestó su voz para el personaje de Dorian Gray en la película Il Grido (1957). Sin embargo, esta historia fue refutada con el paso de los años.
La aventura (1960) y La noche (1961) fueron las primeras colaboraciones oficiales de la pareja, al mismo tiempo que el inicio de una historia de amor entre ambos que duró cinco años. Y aunque la prensa de entonces aseguraba que se trataba de una relación asimétrica y aburrida, ella siempre se encargó de desmentirlo: “Cómo se puede vivir mal al lado de uno de los hombres más lúcidos de su época. Yo odio los encuentros furtivos, mis sentimientos son demasiado violentos como para poder expresarlos en uno o dos encuentros. Preciso tiempo, paciencia, introspección. Vivo en alta tensión todas las horas de mi vida, de manera que me sería imposible convivir con un hombre superficial”.
A mediados de la década del 60, Vitti comenzó una relación con el director de fotografía Carlo Di Palma, a quien había conocido durante el rodaje de Deserto Rosso (1964), de Antonioni. Ambos hombres colaborarían inmediatamente después en el clásico Blow Up (1966). Vitti, por su parte, fue la protagonista de los únicos tres largometrajes que Di Palma dirigió entre 1973 y 1976.
A mediados de la década del 80, la producción fílmica de Monica Vitti comenzó a decaer. De todos modos, la estrella italiana se dio el gusto de despedirse de la pantalla grande con una película como directora, Escándalo secreto (Scandalo segreto, 1990). Previo a eso, había vuelto a trabajar con Antonioni en El misterio de Oberwald (1980) y protagonizado dos películas dirigidas por su actual marido, Roberto Russo, con el que se casó el 28 de septiembre de 2000, luego de dos décadas de noviazgo.
Se la vio por última vez en marzo de 2002, en un estreno en París. Retirada de la vida pública, las últimas noticias en torno a Vitti han sido a raíz de su salud. En noviembre de 2003 fue hospitalizada por una fractura de fémur y poco después se anunció que padecía alzheimer. Desde entonces, su esposo se encarga de actualizar su estado de salud y de desmentir rumores, que desde la prensa continúan acechándola. Pero ella sigue ahí, dando pelea: “La ironía forma parte de mi carácter y no debo evitarla ni esconderla. Es mi válvula de defensa. La ironía es la base que me sirve para deformar la realidad de manera de hacerla soportable, adaptable a mis puntos de vista, a mis necesidades. Muchos amigos me preguntaron cómo pude pasar del cine trágico a la comedia sin sobresaltos. Bueno, la ironía me podría servir para replicarles que en el fondo, las dos actividades son caras de una misma medalla, condenada para colmo, a perderse en el río del tiempo”.
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