La actriz de 70 años es una de las figuras de la miniserie Sol negro, de Netflix, en la que despliega una interpretación arrebatadora
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Junto con su arrebatadora belleza y su temprana aparición en el cine con solo 14 años, Isabelle Adjani fue, a partir de su consagración como estrella del cine francés, valorada por su franqueza en las entrevistas y declaraciones públicas. A diferencia de muchas actrices contemporáneas, y más en sintonía con la provocación propia de su generación, siempre eludió declaraciones ecuánimes o respuestas diplomáticas, ya sea sobre el rumbo del cine, sobre su larga trayectoria o sobre su vida personal. Basta recordar sus respuestas tajantes ante la exposición de sus tumultuosos romances con Daniel Day Lewis -que terminó en ruptura, embarazo y abandono-, o con el director Bruno Nuytten, quien la dirigió en Camille Claudel, conformando entonces la pareja de moda en París. O cuando se negó a asistir a la rueda de prensa de Verano ardiente (1983) en el Festival de Cannes por la intrusión de los fotógrafos en su vida privada.

Años después, en su madurez, llegaron sus cuestionamientos al entonces Papa Benedicto XVI por su conservadurismo en materia de salud sexual, y sus opiniones enfáticas contra el racismo francés respecto de los inmigrantes argelinos. Su personalidad arrolladora siempre traspasó de la pantalla a las tapas de las revistas, su belleza sugería un secreto pacto con el diablo para mantener la juventud antes de las cirugías plásticas y su pensamiento, siempre agudo y locuaz en sus expresiones, aguardaba en silencio hasta la llegada del momento de una nueva reinvención ante su público. Fue “la actriz francesa” de los 80, más cercana al talento de Jeanne Moreau que a la condición de sex symbol de Brigitte Bardot, contemporánea a Isabelle Huppert, antecedente de Juliette Binoche y Marion Cotillard, inspiración para actrices más jóvenes como Eva Green o Melánie Laurent.
El estreno en Netflix de la miniserie Sol negro actualiza esta última etapa de la carrera de Adjani, intermitente pero prolongada por lo que demuestran sus recientes apariciones: en la comedia policial La farsa (2022 -disponible en Prime Video), de Nicolas Bedos, junto a François Cluzet y Marine Vacth; en el thriller Ladronas (2023 -disponible en Netflix), justamente dirigida por Mélanie Laurent y junto con Adèle Exarchopoulos; en la miniserie La pareja perfecta (2024), con Nicole Kidman (también en Netflix) y desde hace unas semanas en Sol negro, miniserie que le permite convertirse en la misteriosa Béatrice, viuda de un magnate de la floricultura que muere misteriosamente. Su interpretación es arrebatadora, deudora de los grandes melodramas que Adjani veía de pequeña, de aquellos con Bette Davis o Joan Crawford que usó como modelo para algunas de sus controvertidas heroínas, como la torturada Anna de Posesión (1981), o la apasionada Camille Claudel. Una actuación siempre al límite, un mundo interior tumultuoso, un espejo perfecto de ese arte que cultivó desde el mismo instante de su aparición en escena.
“Los recuerdos de mis interpretaciones a veces pueden imponerme presión, cierto miedo, pero también me asusta aquello de lo que podría no acordarme. Prefiero la violencia de un recuerdo, aunque eso implique que nunca podré protegerme de él, a la dulce autodestrucción que provoca la amnesia”, explicaba la actriz que este año cumplió 70 en una entrevista con Vanity Fair de 2021, durante un recreo en la filmación de la miniserie Diana de Poitiers. Entonces la edición europea de la revista había insistido en convertirla en la portada de 2022 junto a otras estrellas del viejo continente, Ornella Vanoni por Italia y Ángela Molina por España, pero Adjani finalmente se excusó por el extenuante rodaje sobre la vida y obra de la célebre amante del rey Enrique II (Diana de Poitiers fue, nada más ni nada menos, que la rival de Catalina de Médici). Sin embargo, prometió ser tan franca por correo electrónico como podía serlo en persona. Y la memoria surgió como un tema clave en la entrevista, algo que ella señala como un terreno de permanente ejercitación. “Para mí, el mejor gimnasio para la memoria es... ¡la Comédie Française! Por eso resulta paradójico que yo memorice por instinto textual. Abordo la lectura desde una cierta animalidad, lo que me ha permitido desde siempre estar atenta a todo lo que conforma un texto, a lo que desprende, a sus colores, a sus perfumes”.
Retiros y regresos
Esa memoria es también la que se dispara en cada una de sus nuevas apariciones en pantalla después de sucesivos retiros y esperados regresos. Su primer papel importante, luego de aquel debut juvenil en Le petit bougnat en 1970, fue como aplicada estudiante de la Comédie Française hasta que François Truffaut la eligió para interpretar a Adela Hugo, la hija del legendario autor de Los miserables, enamorada sin ser correspondida de un oficial de la marina francesa al que siguió hasta Halifax en Canadá. En La historia de Adela H. (1975), Adjani impuso a la obsesión amorosa también los dilemas de lidiar con el peso del apellido paterno, un anhelo de lo absoluto, un arrebato de locura y un hallazgo de trascendencia. Y entonces sus ojos azules y su boca pequeña asomaron como sinónimo de la belleza que definiría la próxima década en el cine francés: un cine heredero de los estertores del polar, de los destellos de la tardía nouvelle vague, y de los nuevos directores como André Techiné o Luc Besson, para quienes protagonizó películas decisivas como Barocco (1976) o Subway (1985).
De padre argelino y madre alemana, Isabelle Adjani se crio bilingüe, pero apenas hizo pie en el cine francés como la hija trágica de Víctor Hugo, incursionó en otras cinematografías: en Estados Unidos con el neo noir de Walter Hill, Driver (1978) -de Hill dijo que le recordaba al clasicismo de Howard Hawks, develando su exquisita cinefilia- ; en Alemania con el Nosferatu (1979) de Werner Herzog y la inolvidable Posesión, del polaco Andrzej Żuławski; de vuelta a Francia como Emily Brontë en Las hermanas Brontë (1979), de Techiné junto a Isabelle Huppert, y en Una mujer inquietante (1983), de Claude Miller con Michel Serrault. Todas películas notables, que demostraron no solo el talento extraordinario de la actriz (la crítica Pauline Kael señaló que su estilo de actuación era “el de un prodigio”), sino su temprana versatilidad, pasando por géneros como el melodrama o el terror sin afectación alguna, despojando su presencia escénica del histrionismo teatral de los actores de la Comédie Française.
Si bien ya con 19 años recibió su primera nominación al Oscar como Mejor Actriz por su interpretación de Adela Hugo, y pocos años después la doble Palma como Mejor Actriz en Cannes por Trampa pasional (1981), de James Ivory, y por la controvertida Posesión, su carrera en los Estados Unidos nunca terminó de despegar. Truffaut había dicho que Francia era un lugar demasiado pequeño para ella, pero Driver no funcionó en taquilla, el posterior experimento de Ishtar (1987) fue devastador (en su momento fue señalada como la peor película de todos los tiempos y su resultado influyó en la ruptura amorosa con Warren Beatty), y el fracaso de Las diabólicas (1996) con Sharon Stone, en un intento de homenajear al clásico de Henri-Georges Clouzot de los 50, propició algunos años de descanso y el intento de repensar su futuro.
Repensar el futuro
“Desde hace tiempo he dejado en claro que mi vida no es, ni será, solo el cine. Durante estos últimos años he ‘jugado’ a ser actriz en mi tiempo libre, como si siempre pudiera recuperar el pasado. Es como firmar un nuevo contrato de alquiler con la vida, como mudarse de sí mismo. Hoy en día disfruto de ello, sin tomármelo demasiado en serio”, explicaba a fines de 2021.
Sol negro recrea a la perfección el espíritu de Isabelle Adjani de esta etapa: películas o series que evocan su pasado, como Diana de Poitiers recrea algo de sus clásicos históricos estilo Camille Claudel (1988) o La reina Margot (1994), que le valieron una reafirmación en Francia en los años 90; o Ladronas, que recrea el espíritu lúdico y criminal del thriller Una mujer inquietante; o la su aparición en Ten Percent (2015) en Netflix resulta un guiño a su fama de irritable, de intransigente en los rodajes, de ofendida recurrente de la que ella misma pareció siempre burlarse. Y ahora Sol negro, sigue la estela de la venganza que asomaba en Verano caliente de Jean Baker, sin esa sensualidad ardiente y la música de George Delerue, pero sí con la misma perfidia certera que ahora detenta su misteriosa Béatrice.
Esta nueva era de redes sociales y plataformas de streaming ha sido todo un desafío para la condición de estrella. ¿Cómo mantener el misterio con tanto culto al yo y a una subjetividad sobreexpuesta? ¿Cómo hacerlo con la exhibición constante de la intimidad por Instagram, de las opiniones en X, de la imagen fragmentada en ínfimas pantallas de celulares? “Yo soy la prueba fehaciente de que no aparecer, no significa desaparecer”, explicaba la actriz respecto a sus reiteradas salidas de la escena pública.
Su tiempo fue también el del crepúsculo del “cine de autor”, aquellos años en los que pesaba el aura sagrada de algunos directores iban llegando a su fin. Sin embargo, ella disputó con cada uno ese lugar de prestigio, de autonomía, de devoción: abandonó el rodaje de Prénom Carmen (1983) de Jean-Luc Godard cuando falleció su padre (“No estaba yo de humor para aguantar su ego, además… ¿hay algo más godardiano que dejar plantado a Godard?”); lamentó hasta las lágrimas la ruptura con Bruno Nuytten y reconoce a la distancia su talento en la composición de las imágenes (“Admiro más a Bruno que a otros que han triunfado en su lugar”); recordó siempre con cariño las cartas que le escribía Truffaut (“Tras el rodaje de La historia de Adela H, una de las veces que volví́ a casa de mis padres donde seguía viviendo por temporadas, me enteré de que mi madre había tirado todas las cartas. ¡¿A quién se le ocurre?!”).
Cartas y poemas
En los últimos años regresó a las lecturas de poemas o cartas de amor en radio y teatro (recuerda las cartas entre María Casares y Albert Camus, que leyó en público junto a Lambert Wilson, como emblemáticas del estilo amoroso que también consagraría Truffaut en El hombre que amaba a las mujeres), también consiguió trabajar François Ozon, a quien admira, en Peter von Kant (2022), un homenaje sentido al cine de Rainer Werner Fassbinder, y el año pasado grabó “Où tu ne m’attendais pas”, un video musical junto al cantante Christophe (de manera póstuma porque falleció de COVID en 2020), evocando aquellos tiempos en que había grabado un álbum pop producido por Serge Gainsbourg y dirigido por Luc Besson. También abrazó sus orígenes argelinos con Soeurs (2020), de la joven directora Yamina Benguigui, que muestra cómo el desarraigo de quienes abandonan Argelia se conjuga con el arraigo de sus hijos nacidos en Francia y hunde sus raíces en una de las heridas más profundas de la Historia.

“Si tuviera que definirme por mis orígenes, diría que soy una actriz franco-germana-argelina”, señala casi como conclusión. “Y en mi presente, debo decir que he intentado tener una vida como la de todo el mundo, incluso como la de aquellos a los que esa pasión de la que hablo les resulta algo ajeno. He amado, he sufrido, he sido madre, he acompañado a mis padres y a otros seres queridos en la vida y en la muerte, y hasta he disfrutado en ciertos días de tener una vida anodina, como si eso me protegiera del destino. Hace poco he descubierto una grabación de Marguerite Duras de 1980, que no puedo quitarme de la cabeza. Expresa perfectamente esa relación desmembrada que tengo con el trabajo, el cine, el teatro y la vida. Dice así́: ‘No hay escritura que te deje tiempo para vivir, si no, no hay escritura. Porque lo que ponés en el libro, lo que escribís, lo que pasa a través tuyo, es, en definitiva, lo más importante de lo que sos. No somos nadie en la vida vivida, somos alguien en los libros, en el arte, y cuánto más somos en el arte, menos somos en la vida vivida’”. Isabelle Adjani ha sido ella, en el cine y la vida. Es ella siempre, una sola.
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