"Si quiero un estilo, debo inventarlo"
Luis Ortega habla de Dromómanos, el film que le valió el premio al mejor director en el último Bafici y muchas críticas ("les pareció inaceptable"), y que desde hoy se verá en el Malba
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No fueron pocos los que se sorprendieron cuando el jurado del último Bafici decidió otorgarle a Luis Ortega el premio al mejor director por Dromómanos. Ortega mismo lo sabe: "Para mucha gente, es inaceptable como película. Les parece un horror, un pecado. Nadie me lo dijo directamente, pero me lo imagino. La ven como una tomada de pelo", dice. Lo cierto es que Dromómanos, que se estrenará hoy, a las 18, en el Malba, es una película fuera de toda norma. Visceral, exótico, contundente, el nuevo largometraje de Ortega –el quinto de su carrera, iniciada en 2001 con otro muy buen film, Caja negra– documenta excesos, encuentra poesía en lugares impensados y celebra desprejuiciadamente la inocencia. Es una película anárquica y conmovedora, un documental delirante que le hace pito catalán a las reglas del cine que se asume "serio" y simplemente repite fórmulas. "Yo ya hice películas que buscaban tener un «estilo» –asegura–. Decía «quiero que tenga una onda tal», y así la terminé cagando. Me pasó con Monoblock y con Los santos sucios. Me di cuenta de que si quiero un estilo, debo inventarlo". Es probablemente esa inventiva la que el jurado del Bafici valoró para tomar una determinación que terminó siendo un salvavidas. "Ganar ese premio era la única que me quedaba para pagar las deudas que tenía con esta película. Es la primera vez que termino hecho. Dromómanos se hizo en dos años con 50.000 pesos y sin ningún tipo de apoyo. Fue mi manera de volver a tener la sartén por el mango, de dejar de perder el tiempo con productores. A mí el único modelo que me cierra es el de Cassavetes: asumir todas las deudas, todos los juicios y todas las puteadas, pero tener todo el control, que tu vida sea eso. Yo trabajo con mi novia, es una cosa familiar, nos salvamos o nos hundimos juntos."
El estreno de Dromómanos –que a pesar del premio en el Bafici casi no tuvo recorrido internacional en festivales, así de anómala es la película y así de conservadores son los festivales– se produce en un momento en el que Ortega está en pleno trabajo de edición de su nuevo film, Lulú, al que define como "una historia de amor surrealista con bebes en sillas de ruedas, tiros y gente que anda a caballo en plena Recoleta". Esa historia de amor la protagonizan Nahuel Pérez Biscayart y Ailín Salas (novia de Luis y socia en todos sus proyectos) e incluye en el elenco al músico Daniel Melingo. "Daniel es un ángel –sostiene Ortega–. Fue muy fácil trabajar con él. Primero filmaba y después se quedaba a tocar, fue una bendición. Es un tipo que admiro mucho."
Luis trabaja de lunes a viernes en la edición de la nueva película en un estudio del barrio de Chacarita y los fines de semana viaja hasta Bernal para grabar y mezclar las canciones de su segundo disco, el sucesor de Entro igual, producido por María Eva Albistur y en el que participaron Melingo, Fernando Samalea, Gringui Herrera, Fernando Kabusaki y Willy Crook. "Quiero que se llame María Cash, como una de las canciones, que está dedicada a ella. Vamos a ver qué dice la familia... Va a quedar buenísimo. La Plata. Son canciones más narrativas que las del anterior, temas que cuentan una historia, como los de Lou Reed, Charly García o Atahualpa Yupanqui."
El triunfo de la poesía
Cuenta Luis Ortega que Dromómanos nació a partir de su encuentro con Luis María Speroni, un psiquiatra retirado que lo informó sobre la leyenda urbana de Pedrito Pedraza, "el último enano de raza que queda en Buenos Aires", según sus propias palabras. Después de que alguien le hablara de Speroni, Ortega lo buscó durante meses. Un día recibió, escritos en una receta médica, los datos que necesitaba: "Luis María Speroni, percusionista. Poesía y almíbar". Con ese personaje singular, desbocado y entrañable apodado "Pink Floyd", el propio Pedrito, su pareja, paciente de un psiquiátrico que mantiene con el doctor Speroni afiebradas conversaciones sobre temas existenciales regadas de cocaína y vino barato, y una joven cartonera que tiene un cerdito como mascota (Ailín Salas), Ortega armó una película inclasificable que confía mucho más en el poder de la poesía que en el de la lógica. Según el propio director, el derrotero de Speroni simboliza la derrota de la ciencia y el triunfo de la poesía. Algo de ese mismo orden caracteriza al cine de Ortega, radical, atrevido, desafiante, muchas veces errático, pero inevitablemente vivo.
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