El actor frente al espejo
El personaje nace en la visión del dramaturgo. Cuando éste lo traslada al libreto, el personaje vive una vida literaria, como en una novela: es una descripción, a la que el lector imaginativo presta su fantasía. En el pasado, los autores hasta describían cómo debía vestir, si tenía barba y bigote, si era gordo o flaco, lindo o feo. Aunque en ese sentido hoy existe mayor libertad, el proceso no ha variado desde los griegos hasta aquí: tan sólo cuando se lleva la obra a escena la criatura de papel empieza a tener un cuerpo, una voz, una manera de caminar, de sentarse, de gesticular. Le llegó la hora de encarnarse en un actor, de comenzar a vivir una vida de ficción, pero que debe incorporarse a un organismo que respira y se mueve aquí y ahora.
Se inicia allí el tramo acaso más comprometido de la compleja estructura que es una puesta en escena. La creación del dramaturgo sale del libreto y se instala en el mundo tridimensional. ¿Cómo convencer al público de que esa máscara es una persona? En este punto hay que volver siempre a Pirandello, el autor que más a fondo investigó la ecuación de realidad y ficción en el teatro, cuya muestra más eficaz es "Seis personajes en busca de autor". En otra de sus obras, creo que nunca representada en la Argentina, "Trovarsi" (Encontrarse), de 1932, la protagonista, Donata Genzi, es una actriz famosa obligada a elegir entre la que ella es en la vida real y las muchas otras mujeres que también es, en el escenario. No se revelará aquí la decisión de Donata (papel soñado para una gran actriz, que la malograda Delphine Seyrig resucitó con éxito en París, en los años 70 del siglo pasado), pero el dilema sigue siendo válido. Cabe preguntarse en qué momento -y cómo- el intérprete se convierte en la máscara. La respuesta más obvia sería: a lo largo de los ensayos. Durante ese período se construye el personaje. Rara vez, sin embargo, el fantasma se hace presente por entero desde el principio. Más bien se arma como un rompecabezas, con las mismas alternativas de prueba y error. El momento crucial, y en esto coinciden casi todos los actores, es cuando se dan los toques finales al maquillaje, se viste la ropa y se espera la llamada del traspunte. Porque el espejo devuelve la imagen del que se ha pasado a ser: sigo siendo pero también soy este otro que me mira desde una juventud o una vejez que no me pertenecen, desde un tiempo anterior a Cristo o desde un futuro que no conoceré, desde una voz, una gesticulación y una mirada que es y no es mía.
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Debe de ser un momento vertiginosamente contradictorio, y peligroso. Eleonora Duse, en sus últimos años, hacía colocar biombos a los costados del camino del camarín al escenario para que nada la distrajera de la suprema concentración que le permitía ser el personaje. Hay un film documental sobre la gran actriz francesa Edwige Feuillére, que la muestra cuando interpretaba a Aurelia, la protagonista de "La loca de Chaillot", de Giraudoux. El periodista y la cámara han irrumpido en su camarín, en el último intervalo. Enfocada, interrogada, Feulliére echa de mal modo a los intrusos: con los ojos cerrados, los labios tensos, se niega a ser otra cosa que Aurelia. En el extremo opuesto se situaba otro actor, igualmente grande: Pedro López Lagar. Mientras interpretaba "Panorama desde el puente", de Miller, un cronista le preguntó cómo hacía para ponerse en la piel de su personaje un segundo antes de entrar a escena. "Pues hombre -contestó don Pedro-, me pongo el sombrero y entro, y ya está."
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