La estética de Reinhardt
Esta columna evocó, el sábado último, al austríaco Max Reinhardt (1873-1943), sin duda el más famoso director teatral entre las dos guerras mundiales. El hallazgo de una recopilación de notas publicadas en el siglo pasado en Vogue ("The Twenties in Vogue") fue el pretexto de esa evocación. "Sic transit...": casi olvidado hoy, aparte de viejas crónicas, fotografías y maquetas, tan sólo queda un testimonio vivo del opulento sentido del espectáculo en Reinhardt: su versión de "Sueño de una noche de verano", filmada para la Warner en 1935, con la colaboración del alemán Wilhelm (se convertiría en William) Dieterle.
¡Perdón, Fernando López, por invadir tu territorio! Pero ese film (está en video) resume la estética de Reinhardt como ninguna descripción verbal lo conseguiría. Minuciosa dirección de actores (ningún Puck como el de Mickey Rooney, entonces de doce años de edad; ningún Bottom como el de James Cagney); espléndidos decorados, ya fuere el bosque, ya el palacio de Teseo, inspirado en grandes pintores como Veronés y Tiépolo; expresionismo de la imagen en blanco y negro, como el cortejo de Oberón que huye del sol al llegar la mañana: el rey de las hadas cobija bajo su manto, que mide un kilómetro de largo, a las angustiadas criaturas de la noche. En tanto que para las escenas del bosque se colocó una red metálica sobre el ojo de la cámara, a fin de producir un constante centelleo, un revoloteo incesante de chispazos y destellos, como el vuelo de centenares de luciérnagas.
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En su momento, la puesta más celebrada de Reinhardt -además del "Jedermann", de Von Hofmannsthal, inspirado en una moralidad medieval y puesto en la catedral de Salzburgo- fue una suerte de pantomima, "El milagro", de un tal Vollmoeller, cuya principal atracción era la presencia de una gran dama de la aristocracia británica, lady Diana Duff-Cooper, en el estático papel de la Virgen. Vogue, la suprema revista mundana de la época (1924), dedicó varias notas a este acontecimiento. En sus memorias, tituladas "The Rainbow Comes and Goes", lady Diana, de soltera Diana Manners, nieta predilecta del duque de Rutland, evoca con mucha gracia las andanzas de "El milagro", sobre todo cuando Reinhardt llevó su espectáculo al Century Theatre de Nueva York y pudo darse por fin el gusto de contar con setecientos (sí, lector, ni uno menos) figurantes, además del vasto elenco principal, que no pronunciaba una palabra en toda la obra. La sala íntegra fue convertida en una catedral gótica, el escenario era el ábside donde culminaban las acciones, y no había proscenio ni candilejas, apenas unos cinco metros libres entre la primera fila y el tumultuoso vaivén de los setecientos partiquinos.
Sin haber presenciado ninguno de sus espectáculos, y tan sólo a partir del "Sueño de una noche de verano" filmado, se sentiría la tentación de asimilar a Reinhardt, en cierta medida, a Luchino Visconti. Pero Baty y Chavance, en su "Arte teatral", de 1932, se ocupan de enfriar los ánimos: "El ejemplo de Reinhardt no ha dejado de dar sus frutos -dicen-. El pensamiento que lo guiaba era generoso. Pero al conferir todo su carácter a estas manifestaciones colectivas, ¿no le faltaba, tal vez, el aliento de un alto ideal común? Sin él, sus espectáculos se distinguirían apenas de un cortejo histórico, o de un festival deportivo, y se salen de los límites del teatro". ¿Cuáles serían hoy, casi en 2002, esos límites? ¿Cómo reaccionaría el espectador joven de hoy, acostumbrado a los "megaespectáculos" en grandes espacios abiertos, y a los festivales de rock, frente a una puesta de Reinhardt?
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