La fiebre: la épica del desamor
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Libro y dirección: Mariana Chaud / Actuación: Julieta Zylberberg / Música: Lucas Martí / Espacio: Estefanía Bonessa y Matías Sendón / Vestuario: E. Bonessa / Luces: M. Sendón / Sala: Nün (Juan Ramírez de Velazco 419) / Funciones: sábado 7, a las 21 y a las 23 (vuelve en febrero) / Duración: 60 minutos / Nuestra opinión: muy buena
No encajar tiene un costo que se paga en soledad, con cuotas de vida y lágrimas secadas a escondidas. A cambio del rechazo, queda el beneficio de la ironía, una jeringa que devuelve en gotas el veneno tragado por años. La fiebre, el unipersonal de Julieta Zylberberg, tiene ese golpe, tan lejos de la victimización, tan cerca de la herida.
Azucena es madre pero no recuerda el nombre de la hija, la calienta un hombre que la ignora, detesta a quienes declaman ayudarla y huele el fastidio que causa al entorno. Sin entrar en explicaciones, consume drogas, padece internaciones, tiene problemas de equilibrio en la frontera entre las convenciones de la realidad y la marginalidad de la locura. Su única compañía es Fiebre, una tortuga con la que dialoga mentalmente y al que los espectadores vemos como un rollo de papel higiénico que su dueña lleva siempre bajo el brazo.
Imposible el naturalismo en ese paisaje mental. Luces de colores y un botecito arrumbado, un lugar de fantasía y sin tiempo donde la protagonista cuenta a su mascota, a sí misma, a otro, episodios sueltos, más o menos hilvanados, que siempre son un presente incómodo. La actriz pasa del relato a interpretar la anécdota –imita a sus interlocutores– y a cantar sobre una grabación, igual que se tararea un tema que suena intacto en la cabeza. Vestida como quien no se baña hace días, es la heroína de una gesta incomprensible para adaptados. A su pesar, carga en el cuerpo "la épica de la falta de amor", un camino solitario donde saltar al otro lado puede ser liberador cuando las raíces no llegaron a hundirse en la rutina.
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