
La Biblia y el calefón: la leyendia continúa
Con la conducción de Sebastián Wainraich, hoy vuelve a la televisión la versión 2011 del programa que conducía Jorge Guinzburg
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"¿Alguien está nervioso, alguien está cagado?", pregunta Sebastián Wainraich a nadie en particular. Pero alguien le contesta alto y claro: "Vos". Todos los que escuchan el intercambio entre el conductor de La Biblia y el calefón versión 2011, que se estrena hoy a las 22.30, por El Trece, y Natalia Oreiro se ríen. Y el clima de la grabación queda establecido. Aquí no hay nostalgia ni tristezas y las únicas lágrimas serán de risa y llegarán un rato más tarde cuando la complicidad entre los que están frente a las cámaras -además de Wainraich y Oreiro están Adrián Suar, Diego Torres y Ricardo Darín-, se contagie a los que están parados del otro lado esperando para ver qué pasará, cómo será el programa de Jorge Guinzburg sin Jorge Guinzburg.
Aunque la escenografía sea otra y el estudio también y ya no haya público en vivo rodeando a los invitados no hay duda de que éste es el mismo ciclo que se estrenó en 1997 en América, hizo escala en Telefé y pareció dar su última vuelta en El Trece durante el verano de 2008. Pero no. Aunque Jorge ya no esté, el formato, un clásico siempre fuerte en rating e impacto popular, continúa. Como él hubiera deseado. (Ver aparte).
"Chau, no digan nada. Me voy, chau chicos", dice Wainraich cuando Gustavo Peduto, el director de cámaras, anuncia desde el control que está todo listo para empezar. Para allá van Andrea Stivel, la productora del ciclo y viuda de Guinzburg, Coco Fernández y Pablo Codevilla mientras en el piso los reidores se aclaran la garganta, abren los oídos y se preparan para hacer lo suyo. En el otro rincón del estudio, el equipo de guionistas comandados por Miguel Gruskoin hacen lo propio, atentos a las vueltas y piruetas de una charla que tiene temas preestablecidos, pero que nunca se sabe dónde puede terminar. Lo dice el título: la biblia junto al calefón, lo profundo y lo superficial todo junto y mezclado, la verdad y la ironía haciéndose lugar en una charla de destino tan desconocido como intrigante para el espectador.
"No me siento para nada expuesto, para nada observado. Dormí bien todos estos días", insistirá Wainraich con el sarcasmo autoinfligido que lo caracteriza cuando una falla técnica interrumpa el comienzo que debe haber soñado -o fantaseado en medio de su insomnio-, miles de veces desde que le ofrecieron este trabajo.
Claro que ni Wainraich, que participó del que sería el último programa de Guinzburg frente a La Biblia... el 14 de febrero de 2008, podría haber imaginado la fluidez con que Suar, Oreiro, Darín y Torres empiezan a charlar, opinar y pensar sobre el primer tema de la noche.
Cómo se ríen entre ellos, de ellos, con ellos, estos "cuatro tanques" como los llama Stivel, que mientras los mira desde el control se divierte con los chistes, anota el horario de la largada en la rutina y controla qué hacen las seis cámaras que no se pierden ni un detalle de lo que sucede frente a ellas. Siguen a Suar cuando se inclina hacia adelante para mirar fijo a Torres que anuncia que la próxima anécdota que va a contar hará que ésta sea "la última vez que voy a estar en El Trece porque el chueco me va a echar a patadas" o que se fijan en Oreiro que le pide por favor al dueño de Pol-ka que la defienda cuando todos concluyen que ella es la más trastornada del grupo. Y todo porque, puestos a hablar de sus manías, la actriz admitió tener fobia a los inodoros con la tapa levantada. Y Darín dijo algo de sus pelos y la cera vegetal y Suar dijo que le gustan los números pares y que cuenta sus camisas y unas algunas cositas más que sólo un programa como éste puede hacer que confiese. Porque algo tiene este círculo de famosos puestos a charlar con la ayuda de un moderador que los hace decir lo que nunca dicen y a hacerlo con humor, intentando tener la última palabra y que sea la más graciosa. Lo que no sucede en Sábado Bus acá parece ocurrir por arte de magia, o una combinación de bastantes ensayos y el detallado trabajo de Stivel y su equipo.
Mientras Wainraich se va acomodando en su trono, que es en realidad una suerte de silla eléctrica creada por el artista plástico Carlos Nine, Darín está ganando el concurso -no oficial y sin premio-, del mejor invitado de lujo en primeros programas con altas expectativas. Exactamente lo que necesita un ciclo como éste del que Guinzburg siempre gustaba recordar una anécdota que lo enorgullecía. Un comentario que le hizo Gustavo Yankelevich, experto en la creación de formatos irrompibles. "El me decía que con La Biblia... había programa para cincuenta años. Cambiás los invitados, cambiás los temas y siempre te dan ganas de verlo", explicaba Guinzburg al diario Perfil en 2008, días antes del comienzo de la nueva temporada y a pocos meses de su muerte en aquel marzo.
Y tenía razón, pero es imposible estar acá, mirar y escuchar cómo un tema pasa a otro -de los trastornos obsesivos compulsivos al sexo, a las expectativas de los padres y los contratos prematrimoniales-, y no preguntarse si el formato podrá llegar a cumplir la profecía de Yankelevich y continuar sin su creador. Si llegará el año 2047 -1997 + 50 años para los lentos para las matemáticas como yo-, y el programa seguirá en el aire, si es que sigue habiendo aire o programas o alguien que los mire. Y entonces, antes de que la digresión que parece provocar La Biblia... se salga definitivamente de cauce se escucha una voz desde el control del estudio: "Muchísimas gracias a todos por una hermosa grabación". Lo dice el director, y todos asienten porque casi sin darse cuenta pasaron, pasamos, una hora y media viendo un gran ciclo de televisión que, aunque se lo extrañe, no necesitó a Guinzburg para serlo. Y da la sensación de que así es justo como él hubiera querido que fuera.




