
Una cálida visita a La Botica del Angel
Ultimo sábado de agosto, disfrazado de verano ("un verano imposible, un remoto verano y que tan sólo existe/en la tarde en que agosto grita su grito triste", según un poema de Manucho Mujica Lainez). Eduardo Bergara Leumann me ha invitado a tomar el té en La Botica del Angel: son las cinco de la tarde en Luis Sáenz Peña al quinientos, donde reinan la soledad y el silencio, como en las vistas de Buenos Aires pintadas por Horacio March y Onofrio Pacenza en los años cuarenta. Tan sólo frente a la exuberante fachada de La Botica -entre pseudogótica, pseudobarroca y Bergara Leumann auténtico- hay actividad: de una camioneta están descargando balaustres, guirnaldas, máscaras y angelotes de estuco, restos de demoliciones evidentemente destinados a engrosar la ya portentosa colección albergada en el edificio; más un inmenso tarro de lechero, de los de antes, de latón.
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Pasaron años desde mi anterior visita. No recordaba bien este laberinto vertical, casi infinito, donde más y más escaleras conducen a más y más pasadizos, atiborrados de objetos que han proliferado como un insólito arrecife de coral. El vértigo de la acumulación impide demorar la vista en las reliquias más valiosas: hay pinturas, sobre todo, de Berni, de Soldi, de Roux, de casi todos los maestros argentinos, dedicados al dueño de casa, y dos curiosos paneles de Kuitca que representan a sendos compadritos. Autógrafos, manuscritos, cartas, miles (no creo exagerar) de fotografías. Cada corredor, cada recoveco, es como una capilla dedicada al recuerdo de actores, actrices, cantantes, bailarines... todos los que dedicaron y dedican sus vidas al espectáculo. Pero también están los escritores (una encantadora carta de Victoria Ocampo a José Gobello, agradeciéndole el envío de un Diccionario del Lunfardo, donde ha podido descubrir que ella misma usa en sus textos términos lunfardos, sin saberlo), los pintores, los músicos.
Pero no hay nada funerario en este divertidísimo cambalache donde, de veras, la Biblia se codea con el calefón. Porque si algo caracteriza a Eduardo Bergara Leumann es su ejercicio indeclinable del humor: en el momento en que la evocación arriesga convertirse en melancolía, salta la carcajada de lo disparatado, de lo paródico. Con sus puntas de ironía, como bien saben quienes desde hace años frecuentan sus espectáculos. Deslumbrado por este viaje -20.000 leguas por los mitos y las leyendas del "show-business" local-, olvidé preguntar a Eduardo si La Botica está activa hoy en día. Es tal la cantidad de escenarios (mínimos algunos) desplegados en la inmensidad del edificio, que cuesta imaginarlos a todos en función simultáneamente. En esa tarde casi veraniega, yo atravesaba los túneles del tiempo y saludaba a los amables fantasmas que surgían y se desvanecían a mi paso, mientras iba del Pabellón de las Rosas a lo de Hansen, del vasto salón entonado en plata donde Marikena se hermana con García Lorca, al diminuto circo dedicado -naturalmente- a los Podestá, o curioseaba en los baños, decorados con tanta gracia que Katherine Graham, la dueña del Washington Post, cuando visitó La Botica se los quiso comprar a Eduardo.
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Quien finalmente me conduce a la terraza, donde tomamos un té riquísimo, acompañados por las tres gatas, reinas del caserón y diseñadas por Botero. Porque son inmensamente gordas, sobre todo una, la más bella, la gris (otra es totalmente blanca, y otra totalmente negra), y están pendientes de las delicias que acompañan al té. Para culminar la magia, mientras conversamos sobre el destino que tendrán estas colecciones, por encima de las cenefas de hierro calado que coronan las mansardas aparece, redonda y perfecta, la luna llena, en un cielo gris y rosa. "¿Viste -me dice Eduardo- la escenografía con la que te recibimos esta tarde?"
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