Aburrirse es humano
Aburrimiento es hoy una palabra maldita. La sola sospecha de que está asomando en una situación convierte a las personas en una suerte de compulsivos animadores de fiestas. Si alguien confiesa estar aburrido o actúa en consecuencia, puede ser acusado de amargo, cortamambo o pesado y quedar excluido de grupos o actividades. Y hay quienes, por el solo hecho de sentirse aburridos, sospechan de sí mismos, de su propia cordura. El mandato ordena tener buena onda, ser divertido, distraerse con lo que sea. Todo lo que no divierte aburre. En esa grieta germina la alegría obligatoria, la diversión maniática, abierta las 24 horas.
El exquisito y reciente ensayo que el filósofo alemán Rüdiger Safranski tituló simplemente Tiempo contiene un imperdible capítulo sobre el aburrimiento. Lo define como “el encuentro paralizante con el puro pasar del tiempo”. Los humanos tenemos una compleja relación con el tiempo. Tomar conciencia de él es confrontar nuestra finitud y nuestra mortalidad. Por lo tanto, cualquier espacio en blanco que nos advierta su presencia suele mortificarnos. Y el aburrimiento es precisamente ese lapso en el cual quedamos cara a cara con el tiempo. Las agujas se detienen. Hay una sensación de vacío. Por lo tanto, se impone llenar el tiempo con sucesos, no importa cuáles.
El humano, dice Safranski, es el único ser que se aburre. Pero es también el único que tiene conciencia de sí, del mundo, de los otros. El único con vida interior. Esto significa registrar y comprender las propias emociones y sentimientos, conectar recuerdos y experiencias de modo que adquieran significado, interrogarse acerca del porqué y el para qué de las circunstancias con las cuales la vida lo enfrenta. El verdadero aburrimiento, el tedio infinito, sobreviene donde no hay recuerdos ni expectativas. Es decir, donde pasado y futuro quedan excluidos de la percepción que tenemos de nosotros, de la vida, de nuestro devenir. El verdadero aburrimiento, en fin, es consecuencia de vivencias débiles y de una percepción pobre, apunta el filósofo. Safranski señala que una persona con curiosidad por la vida despierta ante el tiempo y las situaciones que atraviesa con capacidad para reflexionar, hacerse preguntas y explorar respuestas, y dueña de una fantasía activa podrá ayudarse produciendo sucesos interiores cuando los estímulos externos resultan apáticos o desaparezcan.
En esta idea parecen resonar las palabras de Erasmo de Rotterdam (1469-1536), pensador humanista y teólogo holandés, a quien se debe Elogio de la locura, quien afirmó: “El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento”. Se podría agregar aquí que solamente quien puede habitar el aburrimiento cuando éste se presenta, y se puede mantener íntegro mientras lo atraviesa, está en condiciones de disfrutar de la verdadera alegría, que tiene poco que ver con la diversión mecánica y enajenante. Pero vivir consigo mismo no debe confundirse con un hábito contemporáneo: el culto al yo. Estar demasiado ocupado con el propio ombligo suele terminar en un aburrimiento metafísico cuyo origen el propio aburrido no comprende. Nuestra vida interior puede ser rica, inspiradora, infinita. En cambio, nuestra propia imagen reflejada por doquier en fotos, palabras, autorreferencias y autoalabanzas es un camino directo al tedio propio y ajeno. Aburrimiento y alegría son momentos opuestos y complementarios de la vida. Huir del primero nos lleva a caer en el consumo voraz de placebos. Éstos, dice Safranski, nos hacen vivir en un estado de zapping que no deja nada en la memoria y termina en el peor aburrimiento: el existencial.
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