
¿Qué sucede en Arabia Saudita con cada peregrinación? ¿Qué se siente formar parte de la movilización humana más grande del planeta? ¿Quiénes son los que logran cumplir con el gran precepto del islam? Diario de un viaje que exige un 1% de ritos y un 99% de paciencia.
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Por Cicco
La vida, para la mayoría de la gente, es un peregrinar sin sentido. Un ir a ninguna parte, un pelear por cosas que importan poco y acaban pronto. Un ir y venir sin ton ni son, haciendo fila, esperando turnos, trayendo más gente al mundo, hasta que Dios decreta que el peregrinaje aquí ha terminado y uno debe dejar su lugar para peregrinar al más allá.
En el islam, peregrinar es uno de los cinco pilares de la fe. Obligación relativa: la hace aquel que puede costear su viaje a La Meca, en el reino de Arabia Saudita, el lugar que alberga el templo más antiguo que dedicó el hombre a Dios y el más importante del mundo islámico.
<b>BAJO ESTE SOL TREMENDO </b>
La peregrinación a La Meca cae en verano y, por la tarde, en ninguna parte del reino hay gente en la calle. Esto parece Marte. Si uno sale de la cápsula de su hotel o de su auto, la atmósfera lo liquida. Ayer hizo 43 grados. Hay hoteles que, cansados de ver secarse las plantas, ponen césped sintético y el sol igual lo calcina. El sol te pega por delante, te pega por detrás, te pega por los costados. Y es entonces cuando uno entiende por qué los saudíes usan esos pañuelos que cubren sus cabezas. En Jeddah, a menos de una hora de La Meca, donde se alojan muchos de los extranjeros antes de la peregrinación, vemos un milagro: un charco.
Tal vez mientras vas a bordo del bus rumbo a La Meca veas que un saudí se alborota, corre las cortinas y señala la ventanilla. Mueve los brazos en círculos y quiere compartirlo con vos. Cuando eso sucede, el hombre trata de decirte algo: afuera llueve. Otro milagro.
A pesar del calor, del verano, del desierto, de la amenaza de estampidas –este último año se desató una donde cientos de personas perdieron la vida–, a pesar de que antes de salir te exigen vacunas para que no te pesques nada feo, aun cuando tus amigos te dicen que estás loco y mamá te saluda como si fuera el beso del adiós, con todo eso a cuestas, dos millones de peregrinos cumplimos los ritos de la mayor peregrinación del mundo islámico: el hajj. Vamos sin miedo, felices de la vida, contentos de que Dios nos invite a su casa. Porque, por más dinero y disposición que tengas, si Dios no invita, la peregrinación no se abre. El hajj se hace a pleno sol pero con ayuda de unas sombrillas que regala el reino y, por supuesto, con la ayuda de Allah.
Uno, sin embargo, pasa buena parte del día bajo techo, en mezquitas o en campamentos. Hay residencias para todos los gustos y bolsillos. Desde los más básicos con colchones en el suelo hasta otros, bien ubicados, con césped sintético, salad bar y máquina de pochoclo.
MULTITUD DE MULTITUDES
El hajj es la movilización humana más grande del planeta. No importa el recital o el partido al que hayas ido, no importa si viste a los Stones en River o fuiste a la final del Mundial en Río, nunca vas a ver tanta gente junta: dos millones de peregrinos que, casualmente, vienen a hacer lo mismo que vos, en los mismos días, en el mismo lugar, vestidos con la misma ropa.
A pesar de que hay centros de extraviados por donde quiera que vayas, a pesar de que hay veinticinco hospitales públicos, y más de 100.000 polis para que todo esté bajo control, uno sabe que tarde o temprano, en el hajj se perderá. O se perderá un amigo. O un hermano. Y perderse da pánico. El peregrino siempre va con un pie en la tierra. Y el otro pie en el aire, sostenido por Dios.
Normalmente cuando uno sabe que hay una multitud cerca, la evita. El hajj es saber que hay una multitud y, aun así, dirigirse a ella. Como la mosca que se dirige al fuego. La peregrinación es un acto voluntario de aniquilamiento.
<b>SANTA PACIENCIA </b>
El hajj consiste en un 1% de ritos y en un 99% de paciencia. Es un golpe en el centro de tu tolerancia. En los días que dura –menos de una semana– se trata de saber esperar. Esperar en el aeropuerto. Esperar en el bus. Esperar en la entrada de la mezquita. Esperar a que todos vuelvan de los ritos, si es que vuelven. El resumen de los mejores chistes de la semana, en el periódico local Saudi Gazette, trata sobre atascos de tránsito. El hajj es un taller intensivo donde aprender a rendirse.
No solo se trata de esperar durante el hajj. Se trata de esperar a que te llegue el turno de hacerlo. Y eso puede llevarte una vida. Desde 1987, para controlar la llegada de peregrinos, rige una ley en Arabia Saudita y un cupo: cada país no puede enviar más de un peregrino por cada mil musulmanes. En la Argentina, donde hay tan pocos musulmanes, basta con que tramites tu visa un mes antes para que te den el permiso. Pero en Turquía, por ejemplo, aguardan siete años hasta que los incluyen en una lista para el hajj. En Palestina, a veces esperan hasta cumplir 60 para que el gobierno les permita hacerlo.
En la semana de la peregrinación, un pakistaní llamado Noor Muhammad fue portada de los diarios: recién pudo hacer el hajj a los 105. "Es más fácil de lo que me contaban mis amigos", dijo, canchero. Recién pudo ahorrar para el pasaje al cumplir los 100. "Mis hijos y mis nietos ya eran independientes", explicó. Un capo.
LLEGAR A LA META
Hajj en árabe significa "meta". Si hiciste el hajj, es señal de que cumpliste la meta. Si te planteás, después de esta, otras metas, son pavadas nomás. A tu verdadera meta, ya le has puesto una tilde.
En la práctica, el hajj es un viaje que se inicia un día puntual de un mes puntual del calendario islámico. Antes, llegar a La Meca era una odisea. La gente saludaba a sus familias como si no volviera a verlos nunca más. Pero una vez allí, las cosas eran cómodas, sueltas, espaciosas. Hoy, llegar es fácil. Lo difícil es, una vez en La Meca, mantenerse en pie en medio de la multitud.
La peregrinación reproduce un puñado de actos de la vida de Abraham y su familia. En ese ir y venir con sentido, Dios ha encriptado los secretos para que los peregrinos regresen de allí sin pecado alguno. Ir al hajj, también se dice, es ir a morir. Por eso, lo primero que uno hace es quitarse sus prendas y vestir las prendas del peregrino: dos túnicas para los hombres –las mujeres pueden ir cubiertas con su ropa habitual– y un par de sandalias. El ihram –esas prendas blancas y nada más que eso– es para el peregrino como una mortaja. O, mejor aún, como el traje de bodas.

<b>VESTIRTE DE PEREGRINO </b>
Hay puntos en el mapa llamados miqat donde uno se pone su túnica de peregrino. Si el miqat te agarra en el avión, hay dos opciones: te vestís con las prendas en el aeropuerto antes de salir o vas al baño y te cambiás en el vuelo. Si te olvidaste, tenés que ir de nuevo hasta el miqat y ponértelas allí.
Parece sencillo, pero la muda de ropa es brava: mientras me doy la última ducha antes de salir a peregrinar, con mi ihram limpio y para estrenar sobre la cama, me descubro llorando. No me pregunten por qué. Y eso que es la segunda vez que lo hago.
Hay cosas que en el hajj no podés hacer: ni maldecir ni pelearte, ni cortarte el pelo o las uñas. No podés perfumarte. No podés matar ser alguno –excepto uno especial el día del sacrificio, al cierre de la peregrinación–. Y no podés tener relaciones sexuales. Así que el hajj es un embrollo de gente donde todos dan la mejor versión de sí mismos para que las cosas vayan bien.
LOS POLÍTICOS AFUERA
En cada país, la peregrinación se respira a su modo. Hasta hace unos años, cuando los peregrinos de Kirguistán, de la antigua Unión Soviética, volvían de La Meca, la ciudad los recibía en el aeropuerto y les tendían una alfombra roja como si fueran estrellas de cine. En Uzbekistán, por ejemplo, los candidatos viajan a La Meca y se muestran con las dos túnicas blancas y las sandalias del peregrino. Y llevan fotógrafo con ellos para que capture debidamente el momento. Sienten que es el mejor modo de lanzar su imagen al corazón de la gente y captar votos. Para el último hajj, sin embargo, el reino de Arabia Saudita decidió poner un freno a eso: "No se podrá utilizar el hajj para campañas políticas", declaró un vocero del reino. "Hay que mantener el hajj puro de malas intenciones", dijo un ulema, los sabios del islam. Así que los políticos se quedaron afuera.
EL HAJJ ES TEMA DE ESTADO
Para el reino de Arabia Saudita, la seguridad del hajj es un tema de Estado que se trata con el mayor cuidado. El Ejército, la Guardia del Rey, la Policía, y hasta los scouts se suman a supervisar y guiar a las multitudes –no solo eso, incluso hay polis que te tiran agua para sobrevivir al calor–.
Cada año, el rey Salman se ocupa de invitar especialmente y con gastos pagos a miles de peregrinos de todo el mundo que no pueden afrontar el costo del viaje. El turismo espiritual, por aquí, crece a ritmo acelerado: mientras las mezquitas se expanden, se modernizan y se ponen a tono con los tiempos que corren, el sector turístico proyecta generar en los próximos cinco años 400.000 puestos de trabajo.
<b>TODOS PARA UNO </b>
Cada peregrino es una historia única de superación. Una película en sí misma. En el hajj conocés musulmanes de todo el mundo. Algunos sobrevivieron a guerras. Otros son empresarios de las telecomunicaciones que tienen el ihram hasta con botones. Hay gente que de tanto postrarse en la alfombra se le produce en la frente, en forma de moneda, un hematoma. En la semana del hajj, un árabe llamado Nasser fue noticia: era la tercera vez que hacía la peregrinación a pie. Un peregrino nigeriano se descompuso en el aeropuerto. Cuando lo llevaron a cirugía, descubrieron que en el interior del abdomen tenía unas tijeras. "Me operé hace quince años –dijo– y nunca sentí ninguna molestia". Hay historias de parejas que se pierden al inicio del hajj y se vuelven a encontrar al final como una historia romántica. Historias de hijos que llevan a sus padres ya ancianos a cumplir el rito en el final de su vida. Historias de gente que lleva de regalo mortajas empapadas en agua bendita.
Haris Ducic, de Sarajevo, aún tiene esquirlas de una bomba que veinte años atrás lo hizo volar por el aire, en una guerra donde murieron miles y miles. "Soy de la generación del 71 –dice Ducic–, quedamos muy pocos". En ese bombardeo donde él casi pierde la vida, murió su hermano. "En Bosnia somos buenos en tres cosas –cuenta Ducic–: en computación, en karate y en recitar el Corán".
"El Corán, el último de los libros revelados por Dios al hombre, y el gran milagro del islam, es como la Biblia", compara Ali Calatayud, periodista de España en Córdoba TV, una señal de televisión islámica, un converso que vivió años en Medina, donde estudió árabe. "Es como la Biblia, claro, pero sin las tonterías".

<b>DE ESTO SE TRATA </b>
Para serte franco, los ritos del hajj no son muy complejos que digamos. Uno camina, espera. Ruega. Arroja piedras. Reza. Se corta el pelo. Rodea la Kaaba. Llevarlos a cabo no representaría más de un rato al día si no fuera porque hay dos millones de personas que piensan lo mismo. Pero dejame que te cuente de los ritos. Tal vez, esta sea la única nota que leas sobre la peregrinación a La Meca en tu vida. Mejor que manejemos cierta información en común. El primer día, los peregrinos parten en 20.000 micros a Mina, a doce kilómetros de La Meca, el campamento más grande del mundo: 160.000 carpas a prueba de incendios con capacidad para 2.600.000 personas. Al día siguiente, avanzan en bus, en auto, en tren o a pie hasta Arafat. El lugar donde Abraham por poco sacrifica a su hijo, hasta que Dios le ordenó que desistiera. Y el lugar donde el profeta Muhammad –Mahoma para Occidente– dio el último discurso, días antes de morir. En Arafat uno pasa el día pidiendo. Es el día de los pedidos. Allah responde cada ruego de los peregrinos que han logrado llegar hasta aquí –un año, de tanta gente, miles de personas, detenidas por el tránsito, nunca lo consiguieron–. El hajj sin el día de Arafat no es hajj. Todos los demás ritos pueden compensarse en caso de que falten, pero este no.
Al atardecer, se sale en malón rumbo a Muzdalifah, donde se reza y, por la noche, se sigue camino de regreso al campamento de Mina. Los días siguientes se apedrean tres monolitos gigantescos, mientras uno pone la intención también de apedrear sus propias tentaciones, que llegan a diario en un packaging cada vez más irresistible.
Una vez tiradas las piedras, se sacrifica un animal –para ordenar la cosa, pagás un ticket y una empresa se hace cargo del sacrificio en tu nombre y luego despachan la carne a un país pobre–. Recién entonces, te cortás el cabello, volvés a calzar tus prendas, y se levantan las restricciones del peregrino.
<b>LA KAABA, EL MOMENTO MÁS ESPERADO </b>
Antes de terminar, se desanda el camino hasta La Meca y llega uno de los momentos más intensos: rodear siete veces la Kaaba. El rito del tawaf. Para que te des una idea de las dimensiones: la mezquita que rodea la Kaaba es el equivalente a cincuenta estadios de fútbol. Y piensan seguir ampliándola.
"Cuando la gente dice mi vida gira en torno a mi trabajo o a mi equipo de fútbol, los musulmanes decimos mi vida gira en torno a Dios", dice Ali Calatayud, el periodista español. "¿Y qué mejor forma de adorarlo que girar tú mismo en persona alrededor de la casa de Dios, no te parece?".
La santa Kaaba fue construida, siglos atrás, por el profeta Abraham y su hijo. A la vista, es un cubo negro, pero en verdad, negra es la tela que la cubre, la kiswa, setecientos kilos de seda pura, bordados con 120 kilos de hilo de oro y plata, y que se renuevan cada año. Habrás conocido videos donde miles de personas giran sobre ese cubo vestido de negro y te habrá parecido muy coreográfico, pero también muy demencial. A nivel energético, sin embargo, la Kaaba es el polo de la humanidad. Si ves Google Earth, descubrirás que se ubica en el centro del planeta. O, para decirlo mejor, en el ombligo del mundo. Rezar junto a la Kaaba equivale a rezar 100.000 veces en cualquier otra parte. Y no solo eso, cada día, millones de musulmanes –el 25% de la población mundial– orientan sus cinco oraciones en su dirección. Imaginate toda esa energía acumulada, cual gigantesca batería, en el mismo sitio. Intenso, ¿no?
Antes, para encontrar la dirección hacia la Kaaba, la gente se guiaba por el sol. Luego se guiaba por brújulas. Hoy, descargan una app en el celular y al instante, no importa dónde estés, señala la ubicación de la Kaaba. Por las dudas, en las habitaciones de hotel de todo el reino de Arabia, tienen en el techo una flecha para orientarte y una mezquita pequeña en el lobby, por si querés rezar en grupo.
La sagrada Kaaba es como el sol. Cuando uno se acerca, se derrite. Capas y más capas de artificialidad caen mientras uno da siete vueltas al templo que levantó Abraham. Solo la puerta de tres metros de la Kaaba, hecha en oro, pesa quinientos kilos. En el remolino de peregrinos, uno ve caer sandalias, gorros, bolsos, pañuelos. Ve camisas, sombrillas, trípticos con los ritos paso a paso. El desprendimiento de alguien en el camino a encontrar a su amado.

UNA PIEDRA DEL CIELO
En una esquina de la Kaaba, está uno de los grandes enigmas del islam: la piedra negra. En nuestra tradición, la piedra bajó, blanca y radiante, de los cielos, y los pecados la oscurecieron. La piedra negra sobrevivió a un incendio y a un robo –la robaron en 1930, pidieron rescate y la devolvieron veinte años más tarde–. Hoy está fragmentada y unida con clavos de plata. Aún se discute su origen. El museo de historias naturales de Londres dice que es terrestre. Pero muchos insisten en que vino de muy arriba. Si bien basta con, a cada vuelta, saludar la piedra negra, hay quienes pelean por algo mucho más preciado: besarla. Para ello, deben hacerse camino entre una multitud que busca lo mismo, mientras otra multitud empuja como un río en su derrotero de siete vueltas en círculo. Estuve a tiro de besarla, cuando llegó alguien con cordón policial y nos empujó a todos. Un dignatario posó sus labios en la piedra mientras un grupo de soldados nos devolvía al mar de gente (espero, al menos, que no haya sido político en campaña). En el hajj uno entiende esa expresión: mar de gente. Pues lo único que te queda en medio de una multitud así es no oponer resistencia y dejarte llevar por su oleaje.
Luego del tawaf, uno reza detrás del sitio donde Abraham ordenó la construcción del templo. Y de allí, marcha entre Safa y Marwa, las colinas donde Agar, la madre de su hijo Ismael, corrió desesperadamente buscando agua. Hasta que un ángel hundió un ala en la arena y brotó un manantial que al día de hoy sigue dando de beber a millones de peregrinos –se lo llama zam zam, y hasta hay un ministerio de zam zam, que se ocupa de que esa agua bendita se distribuya también en otros países–. Y así termina todo. La meta está cumplida.
PEREGRINO DE LOS CIELOS
Uno regresa de peregrinar desde un aeropuerto atestado de gente fuera de La Meca –en la ciudad, rodeada de montañas, no se permiten aeropuertos–. Cada uno lleva ya puestas sus viejas prendas y vuelve a ser el mismo de siempre. Pero no es el mismo de siempre. El hajj, la Kaaba y la mano de Dios dan un giro a tu corazón, como quien abre un grifo. En árabe, la palabra corazón también encierra la idea de girar.
A partir de entonces, uno es llamado hajji. Algunos, en sus casas, ponen banderas para mostrar su hazaña. Otros añaden el hajji a su nombre. No es para menos. Un hajj cumplido te convierte en peregrino de los cielos. Y pone fin a ese otro peregrinar colorido y musical, lleno de lucecitas y cómodas cuotas, lleno de baile y sucundún, cuyos ritos idiotas a muchos les consume la vida. Algunos llaman a eso, románticamente, el peregrinaje de la vida. Otros, más realistas, lo llaman peregrinar al infierno.






