A la cima del monte Nuolja, en el corazón de Laponia, llegan los cazadores de auroras, turistas privilegiados de todo el mundo, para avistar las codiciadas luces del norte. A sus pies, el pueblo milenario de los Samis intenta conservar sus costumbres frente a un Estado que alguna vez sostuvo que la mezcla con ellos llevaría a Suecia a la ruina racial. Luces y sombras de una región encantada.
–"Darkness is your friend."
El tono grave y la frecuencia modulada de Jim llenan la noche helada. "La oscuridad es tu amiga" es algo que podría decir un personaje de Star Wars y es todo lo que se necesita saber en la cumbre del monte Nuolja de Abisko, un pueblo sueco con el corazón en Laponia, la región del norte que también integran Noruega y Finlandia. El objetivo del cazador de auroras es fundirse a negro y distinguir matices, encontrar una formación gris ceniza que gane luminosidad hasta llegar al verde inconfundible de las fotos. Pero Jim lanza una segunda advertencia. "Las verdaderas northern lights no son las que saltan en Google, con efectos increíbles gracias al obturador abierto de la cámara. Son algo más sutil, pero quizá más hermoso".
La ceremonia pide templanza: peinar la cima de un extremo al otro, enterrarse con la nieve hasta la cintura, respirar toneladas de aire helado. El que se cansa o desorienta puede volver a la tibieza de la Sky Station, un refugio con sillas y ventanales donde una cofradía efímera intercambia consejos de avistaje. Hay asiáticos que viajan por toda Escandinavia, parejas que persiguen las luces desde hace años, creyentes que no se resignan.
Porque tarda en llegar y al final hay recompensa. Después de la segunda medianoche en el Nuolja, algo cambia ahí arriba. Con las estrellas nítidas a 15 grados bajo cero, una franja verde emerge desde la cumbre hacia el lago Tornetråsk. La cortina se expande hasta formar una figura extraterrestre. Hay movimiento y hay profundidad: el 3D que no aparece en Google. Un baile fluorescente, una foto psicodélica. La aurora nace, crece y muere en 20 minutos. A las tres de la mañana aparecerá una más extensa e intensa en el horizonte: la imagen perfecta para conciliar el sueño.
¿De dónde salen esas luces?
La leyenda dice que las luces se forman por las chispas que dejan los zorros de fuego al correr sobre Laponia; la ciencia explica que las líneas del campo magnético de la Tierra capturan partículas solares de alta energía que bajan hacia las áreas polares para entrar en contacto con el oxígeno y el nitrógeno de la atmósfera. Entonces la energía se convierte en luz, ese espectáculo imbatible. Solo se ve con el cielo despejado y oscuro. En verano, el sol brilla durante 100 días y 100 noches.
La locomotora negra del Arctic Circle Train se abre paso entre la nieve y el hielo. La compañía SJ cubre los 1.300 kilómetros desde la silenciosa Estocolmo hasta la imperturbable Abisko en 19 horas. Es un cruce de sur a norte donde la naturaleza se va tragando la civilización: las casas están cada vez más aisladas y las estalactitas cada vez más cerca del suelo. Al otro lado de la ventanilla desfilan miles de álamos disciplinados, con la participación ocasional de renos y alces.
"No es fácil ser flor en la cordillera. Hay que alcanzar a florecer durante el corto verano y sobrevivir al duro invierno", se compadece un texto en la oficina del Parque Nacional Abisko. Los animales no la tienen más sencilla. Para protegerse de los predadores, el lemming (sí, existe, y es una especie de roedor esférico) se entierra bajo la nieve. El zorro polar cambia de color: marrón en verano, blanco en invierno. Y, para vencer en los juegos de apareamiento, el ruiseñor aprendió a imitar hasta el sonido de las cabras del Himalaya.
Doscientos cincuenta kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, Abisko tiene una temperatura media anual mayor a lo esperable: un grado bajo cero gracias a la corriente cálida del Golfo. Pero entre diciembre y mayo son frecuentes los 30 grados bajo cero. El invierno convierte toda la región en una gran pista blanca. Se puede cruzar el lago Tornetråsk congelado sobre una moto de nieve o absorber las vistas luminosas en una travesía de ski nórdico.
En la Abisko Mountain Station –un alojamiento multitarget con habitaciones privadas, cabañas y hostel– todos son atentos, bilingües y capaces. Climatizados a 21 grados, locales y visitantes instan a pensar en el mundo como un lugar mejor. Más allá de las excursiones diurnas y las cenas gourmet de tres pasos, todo gira alrededor de la aurora y sus circunstancias: quién la vio, dónde, cómo. Mientras el cielo se oscurece, el clima muta hacia una tensa calma. El tiempo y el espacio se ajustan a los horarios de las luces: hay que salir corriendo si deciden aparecer. Los que ya estuvieron en el Nuolja eligen un tour fotográfico. Salen del hotel y caminan en medio del aire más puro y del silencio más imperturbable. Buscan un claro alejado, montan las cámaras y empiezan a mirar el cielo. Si es un no show, la experiencia habrá dejado imágenes únicas del bosque y las montañas, más una extravagante sesión de light painting. Si las luces emergen, todos volverán con las mejores fotos de sus vidas.
Palabras para la nieve
–Sami, not swedish.
La autodefinición no habilita segundas lecturas. Aunque tiene pasaporte sueco, Håkan Enoksson no olvida. Hasta bien entrado el siglo XX, el Estado justificó la exclusión del pueblo originario de Laponia: si sus miembros abandonaban el nomadismo y empezaban a asentarse en el territorio nacional, descuidarían a los renos y se convertirían en mendigos. A contramano de esa política, el abuelo de Håkan construyó en 1956 su hogar en Rautas, ahora una comunidad de 38 personas a 75 kilómetros de Abisko. Los samis que trabajan con renos –el símbolo vivo de su cultura– pueden criar, cazar y pescar en las aldeas, pero no son dueños de la tierra que conocen como nadie: tienen ocho estaciones, tres inviernos y decenas de palabras para la nieve.
Los renos de Håkan son tímidos y mullidos. Se los puede alimentar con la mano: hierbas y arándanos en verano, líquenes en invierno. La experiencia sigue en el ráidu, el trineo unipersonal con una rienda para indicar curvas y frenadas. La tracción a sangre impulsa un trayecto sin sobresaltos, pero todo cambia cuando se alinean dos trineos. De repente, hay carrera: el reno es un bicho competitivo. El ráidu se acelera, la rienda pasa a ser una soga inútil y los animales resuelven la contienda en los últimos metros. En la llegada resoplan por varios minutos hasta que retoman su estado inicial, calmos y distantes.
La experiencia termina alrededor del fogón, donde Håkan hace historia. Los samis viven en Laponia desde el final de la Edad de Hielo. Al principio estudiaban los patrones migratorios de los renos y hacían fosos para capturarlos, comer su carne y abrigarse con sus pieles. Después los acompañaron, alejándolos de osos y linces para engordarlos en las mejores pasturas. La armonía empezó a estallar a fines del siglo XVII, cuando el Estado decidió convertir a los samis al cristianismo y quemar los tambores con que buscaban contactar al mundo divino. Hubo desplazamientos forzosos de grandes grupos hacia el sur: para el Instituto Nacional de Biología Racial, la mezcla llevaría a Suecia a la ruina. En 1928 se resolvió que solo los samis que se dedicaban a la cría podrían cazar donde habían vivido sus antepasados.
Más allá de las imposiciones, los renos todavía implican una forma de reconocimiento: un orgullo que se pone en juego durante las carreras y las competencias anuales que miden la habilidad con el lazo. Mientras tanto, las cosas están cambiando. La mayoría de las 70.000 personas que se consideran samis (alcanza con eso o con hablar el idioma, parecido al finlandés) viven y trabajan en las ciudades. Cuando terminaba el siglo XX, el gobierno les pidió disculpas "por la opresión practicada por la sociedad sueca". Desafiando la historia universal, no exterminó a sus pobladores originarios, pero la cuestión sigue siendo difícil de procesar al interior de un Estado generoso y abierto a los inmigrantes.
Si el pueblo sami vive en el centro de una tensión, los habitantes de Kiruna (a 22 kilómetros de Rautas) están justo por encima. La ciudad se mueve al ritmo de Kiirunavaara, la mina subterránea de mineral de hierro más grande del mundo. Literalmente: en tres décadas se habrá mudado por completo, con un centro nuevo a tres kilómetros del actual. Como el emprendimiento se está extendiendo a límites peligrosos para la vida humana, se van a reemplazar 5.000 viviendas en 65.000 metros cuadrados. Solo se conservarán dos edificios: la casa del fundador de Kiruna –y primer director de la minera estatal LKAB– y la Iglesia, votada en 2001 como el edificio más popular del país, que será desarmada y rearmada pieza por pieza.
Lejos del impacto ambiental, pero a solo 15 minutos de la ciudad, Klara jura que tiene el mejor trabajo del mundo. "Estos perros son el amor de mi vida", declara en su canil. El momento revelador llegó hace nueve años, cuando compró un alaskan husky y supo que quería dedicarse a la crianza. Los animales ladran excitados cuando ven a su ama de trenzas rubias: quieren salir a correr. Son amigables, aunque con personalidades distintas: tímidos y sociables, inquietos y tranquilos. Criados a Royal Canin y estómago de vaca, empiezan a entrenar a los seis meses y a correr cuando cumplen un año.
Klara elige a 11 perros, que potencian sus ladridos cuando les calza el arnés. Su preferida llegó en avión desde Holanda: Combat es cariñosa y decidida. La pone al frente, engancha a la manada y deja listo un trineo con siete hembras. "Escuchan y son atentas. Los machos son más dispersos, solo quieren divertirse", proyecta. Sus huskies son más chicos y eficientes que los clásicos siberianos. Sin pedigrí, pero con genes de lobo y voluntad de velocista.
El trineo se abre camino por la tundra sobre dos metros de nieve. Mientras Klara dicta instrucciones antes de las curvas ("derecha" e "izquierda"), cuenta que se comunican con los alaridos que escuchamos en los descansos o en los cruces con otro grupo. Las pisadas insonoras y delicadas son engañosas: cuando toman velocidad en las pendientes, con las patas saltando hacia delante, el viento polar se siente en todo el cuerpo. Después de 10 kilómetros de vértigo y placer, volvemos al canil. Como quien desanuda un romance, Klara quita arneses y besa a la manada.
El resto de los humanos que llegan a la región direccionan su libido hacia el Icehotel de Jukkasjärvi. Fundado en 1989, recibe 50.000 huéspedes al año y es siempre distinto gracias a los arquitectos y artistas que trabajan sobre 35.000 metros cúbicos de snice, una mezcla de nieve y hielo. En marzo, cuando el río Torne se congela en su punto más sólido, "cosechan" los bloques y levantan el lugar en tres meses.
El hotel es impactante y efímero: lo que queda del complejo –incluida la iglesia que oficia casamientos hétero y gay– regresa al río en primavera, cuando el ciclo vuelve a empezar.
Al caer la noche, los huéspedes componemos un cuadro bizarro en el lounge. Vestidos con una capa de ropa térmica (recomendación del "curso de supervivencia"), buscamos relajación en libros, pantallas y diálogos ocasionales. Cuando decidimos que es hora de dormir, hay que dejar todo lo que pueda congelarse (es decir, todo) en un locker, pedir la bolsa térmica y entrar al sector frío, que es un poco como la Fortaleza de la Soledad de Superman. Los pisos, paredes y techos son de hielo. Los candelabros son de hielo. Las habitaciones son de hielo: hace cinco grados bajo cero.
Uno se pregunta cómo y por qué llegó hasta acá. Busca y no encuentra momentos más extraños en su vida. Despliega la bolsa sobre las pieles de reno, se repliega en su interior. Entonces empieza lo interesante. El frío minimiza los movimientos y silencia las neuronas. El calor corporal distiende los músculos. Las preguntas desaparecen y el sueño invade una atmósfera irreal.
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