
El Chavo y yo
La magia de saber contar un cuento
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Estoy en la primera clase de guión de la Escuela Nacional de Cine. Nos piden a los alumnos que nos presentemos con nombre y apellido, que contemos la experiencia que tenemos, y como quién nos gustaría escribir. Somos treinta, pero sólo ocho guionistas. Todos, pero todos, tratan de parecer inteligentes y cultos delante del profesor. Hablan de Orson Welles, de Tarkovsky, de Ingmar Bergman. Alguno tira un Woody Allen para no quedar pretencioso. También hablan de escritores, de dramaturgos. Se escucha mucho Borges y mucho Cortázar, porque somos chicos y a esa edad se dice siempre lo mismo. Creo que uno hasta habló de Shakespeare, pero no me acuerdo bien quién fue.
Cuando llega mi turno, me presento rápido, con un hilo de voz. "Soy Carolina, nunca hice nada y quiero escribir como Gómez Bolaños." Como nadie escucha, el profesor repite en voz alta lo que dije: "Es Carolina, tiene 18 años y quiere escribir como Bolaño". Enseguida me desespero por aclarar. "No dije Bolaño, dije Roberto Gómez Bolaños, profesor", le aclaro, con timidez. El tipo me mira levemente confundido y vuelve a preguntar para estar seguro: "Perdón ¿Cómo quién?" Entonces insisto, a pesar del miedo, porque quiero que quede bien claro: "Yo quiero escribir como el Chavo, profesor".
Pasaron más de quince años, pero cada vez que digo que quiero escribir como el Chavo, la gente se sigue riendo. No busco efecto ni escándalo, pero inevitablemente ven mi declaración como una gracia, como una provocación. Podría decir Roberto Gómez Bolaños para eliminar algo del efecto cómico, pero necesito aclarar que es el Chavo, porque si bien los demás personajes me gustan, la joya más grande del tesoro no es el Chapulín ni el doctor Chapatín, sino ese chico pobre que vive en un barril adentro de un decorado. Supongo que les sorprende que de todos los escritores del mundo alguien elija un autor popular de la televisión mexicana. Yo no entiendo bien por qué. ¿Debería elegir a otro? ¿Hay alguno mejor?
Podría cubrirme con números. Podría explicar que el Chavo se dobló en cincuenta idiomas y que lo tuvieron en su programación veinte países en simultáneo. Podría contar que Televisa facturó mil setencientos millones de dólares en veinte años sólo por su reproducción y que Chespirito escribió mil trescientos capítulos de diferentes personajes, acumuló alrededor de sesenta mil carillas y que en un momento tenía tantos derechos en la asociación de autores mexicana, que él solito tenía el 51% de los puntos y podía, si quería, tener su propia mayoría a la hora de votar y tomar una decisión. Que sus frases son tan famosas como las de un poema clásico, que si escuchan Fue sin querer queriendo; Bueno, pero no se enoje; Es que no me tienen paciencia; Se me chispoteó; Vas a ver a la salida, o el famoso Eso, eso, eso todos los espectadores sonríen igual que cuando eran chicos.
Podría decirlo y sin embargo no lo hago porque sería mentir. Yo no elijo el Chavo por exitoso, sino por eficaz. Por la asombrosa destreza para conectar con cualquier tipo de espectador, para hacer llorar a una persona de 5 años o sonreír a una de 40, para penetrar culturalmente en tantos países, en tantas edades y tantas clases sociales. Por ser vigente, vital, gracioso en diferentes décadas, por existir antes y después del boom de la animación, por sobrevivir entre tantos dibujos alucinantes realizados por computadoras, series de aventuras norteamericanas o películas de ciencia ficción. Lo elijo por su profunda y permanente reflexión sobre el lenguaje audiovisual y su emocionante e inspiradora construcción de verosimilitud. Porque algunos de sus episodios me han hecho llorar como pocas cosas me han hecho llorar en la vida. Porque creo que la eficacia o la ineficacia de un texto no se define en el ring del prestigio, ni de los pasillos de la academia, ni en el bronce de los premios que entregan los colegas, sino en el corazón del espectador. Porque el Chavo barre con lo que es real y lo que no, porque lo anula, porque lo pone fuera de juego. Porque nos enseña que lo importante a la hora de escribir no es que sea lindo ni que sea realista, sino que esté vivo. Y el Chavo está vivo, hace treinta años que está más vivo que cualquier otro programa que yo haya visto.
El Chavo es el grado cero del guionista, el abecé, un manual de cómo escribir televisión. Prescinde de casi todos los recursos que entendemos como importantes hoy y sin embargo, funciona. No tiene actores demasiado versátiles, los decorados son de una calidad espantosa, el vestuario y el maquillaje son infantiles y burdos, el argumento siempre es el mismo y algunos actores hacen dos o tres personajes al mismo tiempo. No tiene un solo recurso que lo ayude a ser más real o verdadero; sin embargo, cuando hacemos zapping y nos cruzamos con algún capítulo nos quedamos mirando al menos unos minutos. El Chavo es, además de un programa alucinante y divertido, un tratado sobre verosimilitud.
Los espectadores tenemos una superstición peligrosa con la realidad. Pensamos que una historia es más o menos verdadera porque está basada en un hecho real y no por la credibilidad y la coherencia de su universo. Lo verosímil (que a veces nada tiene que ver con lo verdadero) sólo tiene que tener apariencia de verdad. No necesita existir ni dar pruebas de ello. Sólo volverse creíble, hacernos pensar que existe, que está pasando, que es posible. Y hacernos conectar, además, con todas las emociones que se desprenden de esa verdad. Que lloremos como si fuera verdad. Que nos riamos como si fuera verdad. Que nos angustiemos como si fuera verdad. Y todo, sin ser verdadero. Platón escribió que en los tribunales "la gente no se inquieta lo más mínimo por decir la verdad, sino por persuadir, y la persuasión depende de la verosimilitud". Si la verosimilitud es convencer, el Chavo del 8 es la construcción más verosímil que conozco. Es pura magia. Un milagro. Un experimento maravilloso que hace con nada un todo enorme y perfecto.
Ahora mismo, con toda la tecnología disponible, puedo bajar una película de cien millones de dólares sobre un tsunami que va a arrasar con la ciudad de Nueva York en segundos, hecha por un director alucinante, llena de efectos especiales hiperrealistas y no sentir un gramo de susto. Puedo incluso ir a ver algo en 3D, que casi se pueda tocar, que tenga volumen, y pensar que es lo más falso que vi en la vida. Y puedo ver al Chavo, que es un hombre de 67 años vestido de shortcito, con pecas pintadas con delineador negro, adentro de un barril imposible, decir que tiene hambre o siendo echado de la vecindad por ratero y sentir que se me hace un nudo en el estómago.
No importan las arrugas de la Chilindrina, ni el decorado de cartón que se mueve para todos lados, ni que Quico sea más alto que Doña Florinda, o que la Bruja del 71 tenga talco en el pelo para parecer más vieja. El Chavo no tiene nada. Ni 3D. Ni 100 millones. Ni siquiera maquillaje serio. Sin embargo, nunca en la vida le he cuestionado su verosimilitud. Ni yo ni ningún chico del mundo. Ni siquiera en el capítulo más flojo, o cuando vi el mismo recurso diez veces. Ni siquiera ahora, que soy grande y me dedico a escribir para la televisión, he dudado ni por un segundo que el Chavo tiene hambre y tiene tan sólo 8 años. Para mí y para todos, es una verdad absoluta. El Chavo dice que quiere una torta de jamón y listo. Yo me angustio. Eso es saber contar un cuento. Y eso es ser el mejor autor del mundo.
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