
El Sea King hundido en Malvinas: el día que el SAS sufrió su peor tragedia desde la Segunda Guerra Mundial
Ocurrió en mayo de 1982; un helicóptero británico cayó al mar con más de veinte soldados a bordo
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Volaban bajo. Tan bajo, que si uno se asomaba por la ventanilla, podía ver la espuma de las olas cortadas por el viento helado. La noche del 19 de mayo de 1982 no tenía luna. Era una de esas noches cerradas del Atlántico Sur, en las que el horizonte se mezcla con la nada y todo parece suspendido en una calma falsa.
El helicóptero Sea King HC4 del Escuadrón 846 tenía una misión simple: trasladar comandos del SAS desde el portaaviones Hermes hasta el buque de asalto Intrepid, más cerca de la costa este de las Malvinas. Era un vuelo corto, casi rutinario, pero sobrecargado. A bordo iban más de veinte hombres, la mayoría del SAS. Entre ellos, un joven cabo de 21 años: Mick Williams.
El SAS (Special Air Service por sus siglas en inglés) era y sigue siendo la unidad de élite del Ejército británico. Fundado durante la Segunda Guerra Mundial para realizar operaciones detrás de líneas enemigas, había construido una sólida reputación basada en experiencias de guerra. En 1982, fue desplegado en el Atlántico Sur como parte del dispositivo especial de reconquista de las islas. Se ocupaban del reconocimiento profundo, la infiltración, la guerra psicológica. Eran la punta de lanza de la inteligencia británica. Estaban entrenados para sobrevivir en la selva, en el desierto, en el hielo. No se suponía que fueran vulnerables.
Pero esa noche, volaban sin margen. Treinta años más tarde, Williams todavía podía cerrar los ojos y ver lo que vino después. Pero antes, estaba el despegue. La vibración. El rugido del motor. Y el hacinamiento. “Me senté, con la espalda contra una portilla, pero mis brazos estaban tan apretados contra mis costados que no podía abrocharme el cinturón de seguridad”. Había una sensación extraña. No miedo, pero sí tensión. El helicóptero llevaba más hombres de lo recomendable. Para compensar, se había cargado con menos combustible. No era una práctica inusual en vuelos breves. Pero en esa noche sin luna, sin visión nocturna, cualquier decisión marginal se volvía un riesgo. “El motor luchaba con el peso adicional; parecía tan probable que perforara un agujero en el barco como que despegara”, dijo Williams.
No era una premonición. Era el instinto de un hombre entrenado para notar lo que no encaja. El Sea King levantó vuelo y se perdió en la oscuridad. Volaban a baja altura, en formación de rutina, con rumbo al Intrepid, anclado más al este. Era un tramo de pocos minutos, apenas un traslado entre buques. Pero entonces pasó. “No escuché que el ave fuera succionada por el motor. En cambio, me desperté cuando el helicóptero golpeó el agua”.
Un albatros, según dirían después, habría impactado contra uno de los motores, provocando la falla inmediata de la aeronave. El Sea King cayó al mar como una piedra. No hubo fuego enemigo. No hubo advertencia. Solo un impacto, seco, brutal, y después, el mar.

El Sea King HC4 se precipitó de forma casi vertical. En cuestión de segundos, el helicóptero —con más de veinte hombres a bordo— se estrelló contra el Atlántico Sur. El golpe fue tan violento que algunos soldados perdieron el conocimiento de inmediato. Otros, como Mick Williams, se despertaron en medio del caos. “El Sea King ya se había inclinado de lado y yo estaba en el fondo de un montón de cuerpos”, dijo Williams.
El agua helada entraba con furia por las aberturas. El fuselaje se llenaba como una bañera sin freno. Los hombres, atrapados, apilados unos sobre otros, intentaban ganar espacio, respirar, subir.
Williams tenía compañeros sobre su pecho, sobre sus piernas, sobre la cabeza. No podía moverse. Sentía el peso. Sentía el agua. Sentía que se moría. “Hombres que habían sido soldados del SAS juntos durante años luchaban entre sí, desesperadamente tratando de alcanzar un pequeño bolsillo de aire”, contaría muchos años después.
Williams, contra todo, logró impulsarse hacia una de las puertas que aún no había cedido del todo. Pateó. Pateó otra vez. Salió. Emergió. Inhaló: “Solo recuerdo que pataleé y braceé y después estaba en la superficie. No podía ver nada“.

La noche era cerrada. El agua, negra y helada. A su alrededor, el silencio y la muerte. Williams flotaba, aunque no sabía cómo. Apenas podía distinguir formas. El helicóptero desapareció en segundos bajo la superficie. Un puñado de hombres —siete, tal vez ocho— había logrado salir. “Éramos como siete en el agua. Nos aferramos entre nosotros”, recordó Williams.
Algunos lloraban. Otros deliraban. La hipotermia llegaba rápido, perforando la ropa, la piel, el juicio. Uno de ellos tenía una balsa de emergencia. La inflaron como pudieron. No entraban todos. Se turnaron. Mick Williams pasó parte del tiempo colgado del borde, con el cuerpo sumergido en agua a temperatura casi de congelación.
Nadie sabía si habían sido vistos. Nadie sabía si venía ayuda. Una bengala, un grito, un gesto: cualquier cosa servía para aguantar un minuto más. “Pensé: esto es todo. Así me voy a morir. Vamos a morir acá afuera“, relató Williams. Pero entonces, un rugido. El zumbido de otro Sea King. Un piloto había divisado la caída. Habían vuelto. Había rescatistas.
Los subieron de a uno. Temblorosos, apenas conscientes. Mick Williams fue uno de los últimos. No preguntó. No dijo nada. Sabía lo que había pasado. “Perdimos a 22 hombres. Son más de los que el SAS ha perdido en un solo día, incluso en la Segunda Guerra Mundial”, describió.
Fue la peor tragedia de la historia moderna del regimiento. Una unidad que se jactaba de su precisión, de su invulnerabilidad. En pocos segundos, casi dos escuadras completas del Escuadrón D habían muerto, sin disparar un tiro.
No hubo ceremonia. No hubo duelo. El SAS no se detuvo. Nadie habló. La guerra seguía. “Simplemente no se hablaba del tema. Seguimos adelante, como hacen los soldados”, dijo Williams.
El rescate terminó, pero la guerra no. En el Hermes lo esperaban las órdenes. La operación debía continuar. El resto del Escuadrón D fue reconfigurado, y el SAS siguió en Malvinas haciendo lo que había venido a hacer: reconocimiento, sabotaje, infiltración. Ninguno de los sobrevivientes tuvo tiempo de procesar nada.
Mick Williams volvió a Gran Bretaña unas semanas después del fin del conflicto. “Durante años no podía ni pensarlo. Lo tenía encerrado”. Nunca lo habló con su familia. Ni con amigos. Ni con otros veteranos. El accidente no aparecía en los libros. Nadie sabía que había sido el peor día en la historia del SAS desde la Segunda Guerra Mundial.
Williams aprendió a convivir con los recuerdos. A dormir con la radio prendida. A evitar el mar. A no hablar.

Y sin embargo, los rostros volvían. En sueños, en flashes. En la mirada de alguien en el subte y en el zumbido de un motor viejo. Veía la balsa, los cuerpos, la bota clavada en su pecho. No le pasaba todo el tiempo. Pero cuando pasaba, era como volver a ahogarse.
Pasaron más de 25 años. En 2007 Nick Williams se hartó del silencio y decidió contar su historia. No fue fácil. Lo pensó durante años: lo escribió, lo borró, lo volvió a escribir. Finalmente, aceptó dar una entrevista. No lo hizo para obtener reconocimiento: lo hizo, simplemente, porque los otros no podían hacerlo.
La nota apareció en el Evening Standard en abril de ese año. Fue la primera vez que el público británico escuchó hablar del accidente del Sea King ZA294. La primera vez que alguien del SAS hablaba públicamente sobre la mayor pérdida operativa de su regimiento.
La historia generó conmoción. No por la espectacularidad —no la tenía—, sino por lo contrario: por la banalidad de la muerte. Por la manera absurda, silenciosa, sin sentido, en que habían muerto 22 hombres entrenados para infiltrarse detrás de líneas enemigas.
Combatiendo al SAS en Isla Borbón
Cuatro días antes de la tragedia del Sea King, la noche del 15 de mayo de 1982, un grupo de comandos británicos del SAS atacó las posiciones argentinas en Isla Borbón, donde operaba una pequeña estación aeronaval. En ese lugar se encontraban aviadores navales, mecánicos y una sección de Infantería de Marina, encargados de custodiar la pista de aterrizaje. El capitán Daniel Manzella, uno de los pilotos presentes aquella noche, reconstruyó el combate en diálogo con La Nación.
—¿Qué recuerda del ataque de los comandos del SAS en Isla Borbón?
—La noche del 15 de mayo, aproximadamente entre la 1 y las 2 de la mañana, estábamos durmiendo y nos despertaron los sonidos de un bombardeo naval. Era fuego iluminante sobre nuestras posiciones. Nosotros dormíamos en una estancia que se llamaba Pebble Island, o Isla Borbón, y empezamos a escuchar explosiones que coincidían con el ataque de comandos británicos que habían desembarcado en helicóptero en las afueras de la estancia, sobre unas elevaciones que hay en la isla. Se acercaron en la oscuridad, con visores nocturnos, y a partir del inicio del fuego naval de apoyo comenzaron el ataque sobre las posiciones de los aviones que estaban estacionados en la pista. En esos días había llovido intensamente sobre las islas y todos los pozos de zorro de los soldados de la Infantería de Marina que custodiaban la pista se habían inundado y los soldados se habían replegado hacia zonas más altas. Por eso, cuando los comandos llegaron a la zona de la pista, no encontraron resistencia.
—¿Cómo fue la reacción de las tropas argentinas?
—La sección de Infantería de Marina que prestaba seguridad a la estación aeronaval concurrió a repeler el ataque de los comandos británicos, pero fueron fuertemente atacados. Nuestro personal estaba en total inferioridad de condiciones, tanto técnicas como de cantidad de armamento. Los infantes argentinos tenían solamente fusiles y ametralladoras, y no contaban con visores nocturnos. Los comandos británicos, en cambio, disponían de coheteras, morteros, ametralladoras y todos ellos tenían visores nocturnos. Era una noche cerrada y más allá del fuego iluminante, que además estaba coordinado por ellos, la diferencia era tremenda. Cuando lanzaban bengalas para iluminar, apagaban sus visores nocturnos. Era un trabajo muy bien planificado.
—¿Cuántos hombres argentinos había en la isla y cuántos comandos británicos participaron del ataque?
—En ese momento había alrededor de 30 hombres de Aviación Naval, entre pilotos y mecánicos, más el personal de la base de comunicaciones, y unos 40 infantes de marina, con un teniente de fragata, un teniente de corbeta y un guardiamarina como oficiales a cargo. Ese es un número aproximado, no lo tengo exacto en este momento, pero está documentado en la bibliografía.
Por parte de los británicos, los comandos del SAS eran entre 15 y 20 hombres, no más que eso. Pero insisto: tenían armamento sumamente sofisticado. Además de disponer de mayor alcance con morteros y coheteras, todos contaban con visores nocturnos. La comparación en capacidad de armas era totalmente desequilibrada, sumado al apoyo aéreo y naval que tenían. Fue un ataque sorpresivo y muy bien ejecutado por ellos.
—¿Ustedes, los pilotos, estaban durmiendo cuando comenzó el ataque?
—Sí, estábamos durmiendo. Durante esos días habíamos sufrido bombardeos aislados de los Sea Harrier sobre nuestras posiciones, pero sin demasiada intensidad. Esa noche, en cambio, fue un ataque prácticamente total. Neutralizaron la pista y destruyeron todos nuestros aviones. No habíamos tenido ninguna alerta de inteligencia sobre un posible ataque de comandos. Estratégicamente, Argentina había planteado la defensa de las islas enfocada en Puerto Argentino, pensando que el desembarco británico iba a ser en las cercanías de la capital. Finalmente, el desembarco se produjo en San Carlos, en el estrecho, una decisión muy acertada de los británicos, porque dejó a nuestras fuerzas principales a dos días de marcha de la posición de desembarco.

—¿Cómo vivió usted el combate esa noche?
—Nosotros éramos un grupo de cinco pilotos que dormíamos en lo que era la escuela de la estancia, una escuelita muy prolija que tenían los kelpers. Cuando empezaron a sonar las explosiones, dos o tres de nosotros salimos con nuestro uniforme de vuelo y nuestro revólver de supervivencia, un revólver calibre 38 de caño corto, con alcance absolutamente limitado. Salimos un poco para ver cómo podíamos ayudar, pero rápidamente fuimos repelidos con ráfagas de ametralladoras y fusiles enemigos. Vieron nuestros movimientos y con dos o tres ráfagas neutralizaron cualquier intento de avance. Tuvimos que tomar posiciones defensivas en zonas protegidas y desde allí presenciamos en primera persona el combate entre la Infantería de Marina y la compañía de comandos del SAS.
—¿Cómo terminó el combate?
—Los infantes de marina argentinos enfrentaban un problema enorme. Por más que tenían fusiles y ametralladoras, no contaban con visores nocturnos. Prácticamente disparaban a ciegas. Todo esto habrá durado unos 35 o 40 minutos, hasta que escuchamos una explosión muy fuerte. Después nos enteramos que fue el teniente de fragata Marega, jefe de la sección de Infantería de Marina, quien activó las minas que habían sido colocadas en la pista, con el objetivo de neutralizarla. La instrucción táctica era clara: si la posición iba a ser tomada por el enemigo, había que volar la pista en tres franjas para que no pudiera ser utilizada por aviones británicos.
—¿Qué efecto tuvo esa voladura?
—Prácticamente de inmediato notamos el repliegue de las fuerzas de comandos británicos. Cesaron el fuego y las acciones de ataque. Se retiraron con rapidez y mucha prolijidad.
—¿Encontraron rastros de heridos o bajas enemigas?
—Con las primeras luces del día, los infantes y algunos aviadores navales nos acercamos a la pista. Fue una situación muy triste. Nuestros aviones estaban destruidos, neutralizados, y la pista cortada en tres pedazos. Pero en esa recorrida encontramos vestigios de apósitos de primeros auxilios británicos. Eso indicaba que durante el combate o durante la voladura de la pista, los comandos habían tenido heridos.
—¿Algún indicio de muertos entre los británicos?
—Definitivamente no. No hubo ningún británico muerto, eso te lo puedo afirmar. Si lo hubo, se lo llevaron. Ellos fueron muy prolijos. Además, la situación táctica les hubiera permitido recuperar perfectamente a cualquier herido o muerto, porque nuestros infantes no tenían capacidad de fuego efectivo. Tiraban poco menos que al voleo, sin visual en la oscuridad.
