El transatlántico se hundió en 1916 al chocar contra unos arrecifes por causas que aún son un enigma. Murieron 445 personas, según un balance que no incluyó a los pasajeros clandestinos
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Isidor Prenafeta Siles, de 87 años, recuerda bien aquellas sobremesas de su infancia, allá por los años cuarenta, porque el fascinante relato volvía a la mesa cuando había visita. “Las aventuras del abuelo con el barco salían a menudo en la conversación, pero solo cuando los invitados le preguntaban”, rememora al teléfono desde su casa, en Castelldefels. “Yo también preguntaba”, apunta Prenafeta, un ingeniero que se ganó la vida construyendo barcos y también es escritor. Su abuelo, Gregorio Siles Peña, desgranaba los detalles sobre el naufragio del transatlántico español Príncipe de Asturias la noche de carnaval de 1916 frente a la costa brasileña. Los conocía porque estaba allí, sobrevivió a la catástrofe.
Siles trabajaba como electricista en el buque, botado dos semanas después del hundimiento de un buque similar de fama incomparable, el Titanic, el 14 de abril de 1912. Orgullo de la Marina mercante española y construido en Escocia, el Príncipe de Asturias zarpó de Barcelona el 17 de febrero de 1916 con destino a Buenos Aires, en lo que iba a ser su último viaje. Más de un siglo después, la tragedia y los misterios del Titanic español (o brasileño, según se mire) son mucho más conocidos en Brasil que en España. Los restos del naufragio con más víctimas de la historia brasileña aún reposan en el Atlántico sur.
5 de marzo de 1916. Noche de carnaval, la última velada antes de la escala en Brasil. Los pasajeros de primera clase celebran una fiesta carnavalesca, bailan charlestón al son de la orquesta en el buque de 150 metros de eslora que también ofrece a sus pasajeros más ricos biblioteca, sauna y salón de fumar. Los viajeros registrados suman 654 personas, incluidos 193 tripulantes, pero se sospecha que los acompaña un millar de pasajeros clandestinos. Refugiados que huyen de las miserias de la I Guerra Mundial en Europa se mezclan en las bodegas con delincuentes de todo pelaje. Buscan una nueva vida en América.
El electricista Siles logró lanzarse al mar, mantenerse a flote agarrado a una caja y llegar a una playa de la isla de Ilhabela, en el Estado brasileño de São Paulo. Una semana tardaron en rescatarlo.
Los clandestinos nunca fueron incluidos en el balance oficial: más de 445 muertos. Otras 143 personas fueron rescatadas. El capitán de corbeta Daniel Gusmão, de la dirección de patrimonio histórico y documentación de la Armada, explica al teléfono desde Río de Janeiro que, “por la cantidad de víctimas es, sin duda, el más grave de los 2.000 naufragios de interés histórico en nuestras costas durante los últimos cinco siglos que la Marina brasileña tiene documentados”.
La historia del Príncipe de Asturias que ha llegado hasta la actualidad es una combinación de elementos reales con teorías sin contrastar y conjeturas diversas, recogidos en un puñado de libros publicados a uno u otro lado del Atlántico. La investigación de la aseguradora Lloyds, hace 106 años, no determinó ninguna causa. El enigma persiste.
Aquella noche había ganas de fiesta porque era carnaval y al día siguiente arribarían al puerto de Santos (São Paulo, Brasil) para dejar a los primeros viajeros. En dos días estarían en Montevideo; en tres, en Buenos Aires. Estalló un fuerte temporal con lluvia y neblina que impedía guiarse por el faro de la Ponta do Boi. El Príncipe de Asturias se desvió del rumbo hasta acercarse peligrosamente a la costa y chocar a las cuatro de la madrugada con unos arrecifes que abrieron una enorme vía de agua. El motor de vapor explotó. La proa del transatlántico se hincó en el agua y en cinco minutos el buque estaba hundido. Solo lograron usar un bote salvavidas. Ni siquiera hubo tiempo de lanzar un SOS con el modernísimo telégrafo de la época.
Se sabe que el barco a vapor, de la ruta Barcelona-Buenos Aires, transportaba 40 millones de libras esterlinas en oro, un pago del Gobierno británico al argentino por el suministro de comida en la Guerra Mundial. También llevaba miles de sacas de correo, licor francés y ocho estatuas para el monumento a los españoles que se iba a erigir en la capital argentina. Pero el tripulante Siles, que ya jubilado investigó el naufragio pese al desinterés de la naviera, sospechaba que en las bodegas había más carga no declarada. Otro cargamento de oro. “Se rumoreaba que eran 11 toneladas para abrir un banco español en Buenos Aires”, dice Isidor Prenafeta sobre aquella convicción de su abuelo nunca confirmada.
Añade: “Él creía que el naufragio podía ser intencionado y estar relacionado con la desaparición del capitán”. Contaba el electricista que la noche de la tragedia presenció, junto a otro tripulante, una maniobra extraña. Un pequeño carguero se colocó al lado del buque en plena tormenta y descargaron en él varias cajas de contenido desconocido.
Uno de los elementos que durante este siglo ha alentado todo tipo de conjeturas es que aquella noche el capitán José Lotina estuvo desaparecido incluso antes del desastre. Jamás se volvió a saber nada de él. Ni estaba entre los supervivientes ni su cadáver fue localizado. La tragedia fue noticia de primera página en los diarios brasileños, que siguieron el rescate y la llegada de los náufragos durante días. Y tuvo repercusión en medio mundo. Apunta Prenafeta que en la época “se inventaron muchas cosas, como que el capitán se suicidó de un tiro o que fue hundido por un torpedo alemán”.
Él noveló la historia en El misterio del Príncipe de Asturias, el Titanic español (Noray) tras tres viajes a Ilhabela siguiendo las huellas de su abuelo materno, que durante una semana estuvo perdido alimentándose de lapas junto a otro superviviente en una playa rodeada de tupida vegetación. En la isla brasileña, conoció muchas décadas después al hombre al que el Príncipe de Asturias le debe su fama en Brasil, el buceador e investigador Jeannis Platon, que declinó todas las peticiones de entrevista para este diario. Ambos forjaron una estrecha colaboración y una buena amistad.
Platon, autor de varios libros sobre naufragios y que abrió un museo en Ilhabela, nació en Grecia, pero desde la adolescencia vive en Brasil. Está convencido de que la zona de Ilhabela es el triángulo de las Bermudas brasileño porque la tierra tiene un alto componente en hierro que confunde a las brújulas. A eso atribuye que el entorno sea un cementerio de barcos. Durante dos décadas, el submarinista hizo innumerables inmersiones para estudiar los restos de la embarcación española. Invirtió muchos años y mucho dinero en conocer cada detalle de aquella fatídica noche de carnaval hasta recopilarlos en el libro Príncipe de Asturias, um mistério entre dois continentes (en portugués).
El buzo rescató una de las figuras monumentales hundidas con el buque, conservada en el Museo Naval en Río de Janeiro. Y luego está el tesoro histórico que yace en el mar. El capitán de corbeta Gusmão recalca que “cada naufragio es una cápsula del tiempo”. Por eso, explica, es tan importante evitar saqueos. “Pueden y deben ser investigados por arqueólogos marinos porque, con las técnicas correctas, puede generar nuevos elementos para entender lo sucedido”. La Marina brasileña elaboró hace unos años un atlas de los naufragios de interés histórico en su litoral —7.500 kilómetros que apoda como la Amazonia azul— con la intención de concienciar sobre el valor histórico de los naufragios, facilitar la fiscalización y mantener a raya a los cazatesoros.
La tragedia del Príncipe de Asturias también tuvo su héroe. En realidad, una heroína. La española Marina Vidal, una vendedora de joyas de 26 años que viajaba en primera clase. Excelente nadadora, logró rescatar al menos a cuatro personas, incluido el único brasileño del pasaje.
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