Por qué los nacidos en los 60 y 70 forjaron una fortaleza mental que la Generación Z no tiene
Estudios recientes revelaron que el mundo analógico y sus desafíos moldearon una resiliencia y paciencia en generaciones pasadas que los jóvenes de hoy carecen
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Las personas que nacieron entre los años 1960 y 1970 desarrollaron un conjunto de fortalezas mentales que los jóvenes de la Generación Z pierden, según la psicología. Este análisis surgió al observar la creciente priorización de la salud mental en la actualidad, lo cual, si bien es una filosofía loable, sugiere que generaciones anteriores no necesitaban abordarla con la misma intensidad porque poseían una arquitectura mental que los ayudaba a enfrentar los problemas.
Según recientes informes psicológicos publicados en Psychol Aging, el crecimiento en un mundo analógico, inherentemente más lento e incómodo que el actual entorno digital de la Generación Z, forzó a quienes hoy son mayores de 50 años a vivir con una resiliencia mental superior. Frente a la inmediatez que caracteriza casi todos los aspectos de la vida de los jóvenes, aquellas generaciones cultivaron una paciencia que hoy choca con la gratificación instantánea.
La espera era parte de la cotidianidad: aguardar una respuesta por carta, el revelado de fotos de vacaciones días después o sintonizar un programa de televisión a una hora específica eran ejemplos de una realidad que construyó la capacidad de afrontar la incertidumbre sin caer en la ansiedad o el estrés, padecimientos cada vez más habituales en la vida moderna.

En esta misma línea, los psicólogos señalaron que el aburrimiento, una experiencia que los jóvenes de la Generación Z parecen no saber gestionar, fue clave para desarrollar la fortaleza mental. No solo porque requería paciencia, sino por ser un motor fundamental para la creatividad y la introspección. A diferencia de la constante búsqueda de estímulos, la ausencia de distracciones digitales permitía una atención plena al abordar tareas, resultando en una concentración sostenida muy diferente a la fragmentada que hoy se observa en los jóvenes, acostumbrados a videos cortos y cambios rápidos de foco.
La forma de resolver problemas cotidianos también divergía. Mientras hoy es habitual recurrir a tutoriales en YouTube para la más mínima tarea, como cambiar una bombilla, en los años 60 y 70, un objeto roto demandaba inventiva, ensayo y error. Este método de aprendizaje práctico fomentaba la confianza individual, lo que estableció una relación directa entre el trabajo duro y el éxito, y enseñaba a aceptar la frustración como parte ineludible del proceso de mejora.

Las diferencias en resiliencia se extienden a la socialización. Los mayores debían lidiar con los problemas cara a cara, lo que generaba una inteligencia emocional profunda. Aprender a leer el lenguaje corporal del interlocutor, resolver conflictos y desarrollar la valentía para sostener conversaciones incómodas eran habilidades inherentes. Esta confrontación directa contrasta con la facilidad de huir de problemas de hoy en día, simplemente ignorando mensajes de WhatsApp o escudándose en el anonimato de internet.
Asimismo, crecer con menos posesiones materiales y un abanico más limitado de posibilidades, distinto al bombardeo constante de “vidas perfectas” en redes sociales, cultivaba un estado de conformidad y gratitud. Sin la envidia generada por lo que se ve en pantallas, la ansiedad por no poder alcanzarlo quedaba fuera de la ecuación.
Finalmente, aunque la expresión de sentimientos es hoy vista como una fortaleza, los estudios sugieren que la necesidad de reprimir emociones en el pasado forjó una resistencia particular. Esta capacidad de “seguir adelante” a pesar del malestar contribuyó a una estabilidad emocional que, paradójicamente, muchos jóvenes actuales envidian. La resiliencia construida en un mundo de exigencias analógicas marcó una diferencia generacional profunda.












